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Lunes, 13 de junio 2016, 00:20
La ciudad de Valencia se dispone a celebrar la recuperación de un edificio que atesora buena parte de su historia económica, cultural y social: el Colegio del Arte Mayor de la Seda. Ubicado en la calle del Hospital, en el corazón del Barri de Velluters, la casa gremial de los sederos valencianos ha vuelto a recuperar el esplendor perdido gracias a una restauración que ha patrocinado la Fundación Hortensia Herrero. Convertido en museo, el edificio protegido va a ser ahora un referente turístico y cultural en la ciudad que ha sido incluida por la Unesco en la Ruta de la Seda y que espera ver cómo se declara Patrimonio de la Humanidad una fiesta, las Fallas, que sostiene, a través de la indumentaria tradicional, las brasas de una industria de la que vivió media ciudad.
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En el año 1494, un viajero alemán llegó a Valencia dispuesto a conocer cuanto hubiera de interesante, para incluirlo en un libro de viajes por Europa. En una ciudad que tenía en obras su Lonja gótica, Jerónimo Münzer se encontró con una industria opulenta de la que vivían cientos de familias: la seda. «También se produce y beneficia la seda en cantidad considerable -escribió-. Hay dos clases de arbustos con cuyas hojas alimentan los gusanos: el uno es la morera, que da fruto, destinado a idéntico menester en Florencia, Venecia y Bolonia; el otro es semejante al anterior, pero no da fruto, con hojas parecidas a las del álamo, verdes y dulces. Visitamos en Valencia muchos talleres dedicados a la fabricación de seda».
Münzer vino cuando la ciudad estaba dando el gran estirón de crecimiento económico, político y cultural; cuando coronaba su Siglo de Oro gracias a una industria que ya exportaba a toda Europa. Unos años antes, en 1477, había nacido una Cofradía que tenía por patrón a San Jerónimo, un ermitaño que, según la tradición, había sido el primer cardenal que vistió de seda su rango eclesiástico. El león y el capelo cardenalicio eran el emblema de unos profesionales que se dieron unas exigentes normas de regulación del oficio y su calidad.
Las artes textiles de la seda y el terciopelo, heredadas de la tradición musulmana, mejoraron en el siglo XV gracias a la presencia de no pocos profesionales llegados de Génova. A principios del siglo XVI, con la Lonja como patio de operaciones, la industria valenciana de la seda exhibió su potencia comercial y gremial: en una ciudad de unos 70.000 habitantes, un oficio que comenzó con un censo de 172 telares superó pronto el millar de velluters; con el paso del tiempo, a través de guerras y crisis, la gran familia de los sederos alcanzó los 3.000 telares, una cifra que supuso el liderato industrial en España y que con el tiempo solo tendría en la ciudad de Lyon un centro equiparable.
El solar de la calle del Hospital, que incluía un generoso huerto, fue comprado por el Gremio en 1494, el año en que Münzer hizo su viaje de exploración. En 1550 ya consta que hubo una ampliación de importancia. Y hay razones para pensar que una escalera de caracol de factura gótica, que ahora ha sido nuevamente restaurada, procede de la primera fábrica y pudiera ser obra de Pere Compte, el «mestre, molt sabut en l'art de la pedra», que levantó la Lonja.
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Arte Mayor de la Seda
La historia colegial va estrechamente ligada a la de la ciudad. Valencia siempre ha tenido bandera de seda: no hay acontecimiento en el que el Gremio no esté presente con toda su importancia social; en la guerra y en la paz, en las fiestas, procesiones, bienvenidas de reyes o grandes calamidades, desde las Germanías, la seda y el terciopelo marcan el compás de una ciudad que se extendió y dio su nombre de Velluters a un barrio entero, desde el viejo Hospital hasta las torres de Quart, con la Lonja y el Mercado como vértice de un gran triángulo urbano.
La declaración del Gremio como Colegio del Arte Mayor de la Seda, en 1686, por el rey Carlos II, reguló de nuevo la profesión y dio el impulso que permitió levantar sobre el anterior, a partir de 1705, el edificio que ha llegado hasta nosotros: arcos y escaleras, estancias y grandes ventanales, unidos a una profusa decoración barroca basada en cerámicas valencianas, nos hablan de un tiempo, el siglo XVIII, que fue el de mayor esplendor para la industria sedera. Miles de familias, en la Huerta de Valencia y en la Ribera, cultivaban el gusano de seda en barracas y alquerías; cientos de perolas escaldaban los capullos de seda e hilaban en los talleres; miles de telares convertían en primores textiles la materia prima que se vendía en la Lonja en grandes madejas.
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Todo, en la casa restaurada ahora, está recordando al ermitaño Jerónimo y a sus símbolos característicos, el león y el sombrero de los cardenales. En el salón mejor de lo que ahora será Museo, las alegorías cerámicas del pavimento recuerdan los cuatro continentes entonces conocidos que reconocen la Fama de las sederías valencianas.
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