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Imagen de las pequeñas tiendas, en los años cincuenta. Nicolás Muller
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Covetes de Sant Joan, el comercio más entrañable

La recuperación de los locales pondrá fin a un escenario de abandono en el centro de la ciudad

F.P. Puche

Valencia

Martes, 21 de enero 2025, 00:52

El Mercado de Valencia tenía espacios asignados para centrar en ellos una actividad que les dio nombre. Si els ramellets se ocupaba de las flores, ... el Clot era el lugar del pescado; els encants trabajaba en las antigüedades, els conills se dedicaba a su especialidad y el barreig mezclaba de todo un poco. Pero había otra zona de la plaza del Mercado con un nombre inequívoco, Les Estaques. Porque en el suelo había postes clavados para una misión funcional: atar las caballerías –asnos, mulos y jacas—que se compraban y vendían los días de feria, junto con las vacas y bueyes que dentro de nada se iban a sacrificar.

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Y fue allí, frente a Les Estaques, justo al lado de donde en épocas más antiguas se ponía la horca o al patíbulo de garrote vil, donde en 1700 se dio fin, en tiempos de gusto barroco, a una obra singular: una nueva fachada con vistas a la Lonja gótica. Con ella, la parroquia de mayor prestigio y feligresía de la ciudad, quiso «embellecer y adornar la pared que da a la plaza del Mercado». Dotada de potentes recursos, la parroquia de los Santos Juanes no solo decoró el interior con magníficas pinturas encargadas a Palomino, sino que hizo venir desde la italiana Lucca a dos arquitectos de calidad, Giacomo Bertesi y Antonio Aliprandi; que trabajaron en los años finales del XVII junto con el valenciano Bernat Pons.

Con ellos, el interior del templo se llenó de hojarascas y yesos, con doce figuras que simbolizan las tribus de Israel. En el exterior, mientras tanto, nació el gran altar de la Virgen del Rosario y una aguja pétrea que compitió con la Lonja; una obra con columnas y balcones, con el reloj, las esculturas y la muy famosa espadaña y veleta del Pardal de Sant Joan. Fue una acumulación de piedra que en el futuro no habría de gustar a todos los estudiosos; pero que muy pronto se hizo necesaria, habitual y entrañable para el paisaje de la ciudad, rodeada de las velas de los puestos y la algarabía de los vendedores, al lado de un cuartel de policía que se llamaba El Principal.

Año 1925. Tres mujeres sentadas junto a uno de los locales dedicados a alpargatería. | El número 11. El puesto de Nicolás Llavador, donde se acumulan productos para uso doméstico. | Cubos y pozales. Fotografía tomada en los años cincuenta donde se aprecian multitud de artilugios y enseres para la limpieza y las tareas de la casa. LÁZARO | Colección José Carlos Moreno | Nicolás Muller

Pero bajo la terraza, nacieron y permanecen unos locales que, desde la construcción del conjunto barroco fueron tallercitos de lampistería y lañadores, tiendas de ollas, menaje o herramientas, ferreterías y también 'encants', chamarileros y comercios de viejo. Que la parroquia dio primero en explotación al arquitecto Bertesi, para recuperar la titularidad a su muerte y arrendarlos luego a comerciantes modestos de la ciudad… Hasta que llegó la Desamortización, en 1838, y los quince espacios pasaron a manos privadas.

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Así siguió siendo durante un siglo XIX muy activo, dentro siempre de una línea de gran modestia comercial, y en parte del siglo XX; hasta que cambiaron los usos comerciales en los años sesenta y setenta y los locales fueron cerrando o dedicándose a otros fines, como almacenes, en un declive de abandono y casi de ruina. Tiempo habrá, conforme se acerque la apertura del templo, de hablar de sus pinturas, de su muy famosa O cegada, así como del incendio revolucionario de 1936, que desencadenó una larga aventura de restauración que ahora podría verse culminada con éxito. Por el momento, es tiempo de referirse a les Covetes y a los conceptos contrapuestos de 'arriba y abajo' que concentra tan original arquitectura.

Debajo, como en un sótano semi infernal, se abría cada mañana un comercio humilde que servía tanto para vender a los labradores un cedazo como para proporcionarles un mechero de chispa; mientras, en la covachuela de al lado, se ponía remiendo a un lebrillo o se recomponía el varillaje de un paraguas, tareas artesanas que nadie reclama ya en el mudo del consumo industrial.

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Pero esa modestia contrastó siempre con la opulenta terraza superior, dotada de una baranda capaz de convertirla en mirador y objetivo de todas las miradas. Allí, espacio sagrado y de bendición, se han celebrados durante décadas, y aún se celebran, milacres de loa a Sant Vicent Ferrer y otros actos religiosos. Por allí pasan, solemnes, las procesiones del Corpus y de la Virgen. Y ese fue el mejor balcón sobre las principales agitaciones populares de la ciudad, en días de revolución, alarma y toque de queda.

Todo eso, claro está, sin contar con que la terraza de los Santos Juanes era la mejor plataforma para ver los toros, que se celebraban cerrando con tablones el espacio que iba desde la Bolsería hasta la Lonja. Cañas y lanzas, matadores con patillas pobladas, caballeros con espadín de maestrante y tardes de mantillas, sombreros de plumas y media docena de morlacos para celebrar lo que falta hiciera.

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Hasta que una tarde de agosto de 1743, una peligrosa racha de viento sacudió con fuerza el velamen, el gran toldo atado entre la fachada de los Santos Juanes y la Lonja. Arrancadas de cuajo, varias almenas y el toldo mismo se abatieron sobre la multitud, que huyó despavorida. El erudito Orellana constata que hubo 60 muertos, y muchos más heridos, en el curso de una desgracia después de la cual ya no hubo más festejos taurinos en la plaza del Mercado.

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