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El calor no da tregua, y menos a quienes no tienen un hogar en el que resguardarse. Que no tienen el cobijo de cuatro paredes ... capaces de opacar los rayos del sol. Que no pueden, con un simple gesto, encender el aire acondicionado y desprenderse de la sensación de sofoco. En los meses primaverales, es frecuente ver a los indigentes sentados en mitad de las aceras. Juntando las manos para pedir unas monedas. Paseando con la fe de que alguien fije en ellos su mirada y se apiade de su situación. Aunque sea con los pocos céntimos que uno acostumbra a acumular en la cartera.
El calor consigue arrancar de las aceras los carteles de cartón con peticiones de ayuda para poder comer. También, los de aquellos indigentes que imprimen las fotografías de sus hijos y las muestran para que la población general sea consciente de que la desgracia tiene rostro.
A 40 grados, cuando pasear por Valencia se convierte en un sufrimiento, muchas personas sin hogar buscan cobijo en el cauce del río. Cerca de una decena de tiendas de campaña se arremolinan debajo del puente que da acceso a la zona de Campanar. Las mismas que persisten en invierno, pero con un aspecto diferente.
En los meses de frío, los indigentes cierran con cremallera sus tiendas y las llenan de mantas para poder resistir. Pero la llegada del verano les obliga a salir de sus refugios y encontrar un hueco a la sombra entre la multitud de árboles que embellecen el cauce del río Turia.
Algunos incluso llegan más que preparados. Mohammed y sus amigos llevan puesto el bañador para poder sumergirse en una de las fuentes del cauce. Él tiene 30 años y es de Argelia. A penas balbucea unas palabras en español. Mientras se moja la nuca y la frente, dice: «Hace demasiado calor».
Uno de sus compañeros no tiene fuerzas ni para meterse en el agua. Está tumbado sobre un cartón y sus únicos movimientos los hace con las manos. Cada pocos segundos, sumerge el antebrazo en el agua y emite algún que otro quejido. Dentro de poco, será la hora de reparto de comida en las colas del hambre. Si andaran unos minutos, tendrían a su disposición los lotes de alimentos que ofrecen en San José de La Montaña. Al hombre tumbado en el cartón se le puede entender diciendo: «De aquí no nos podemos mover». Comerán las hogazas de pan que tienen guardadas. Pero alejarse de la sombra y el agua es todo un esfuerzo con un clima tan adverso.
Bajo la sombra de una de las pérgolas del cauce del río Turia descansan Salvador y su mujer. Cada uno está tumbado en un banco. Cuando el sol amaine, irán hacia la estación de autobuses.
La pareja es de Albania, aunque llegaron a Valencia hace ocho años. Y en un principio no les fue mal. Trabajaban en la hostelería. La mujer fue encadenando todo tipo de trabajos e incluso hizo un curso de peluquería para conseguir ganarse la vida. Pero sus sueños se truncaron.
«No nos renovaron los papeles y desde Servicios Sociales no nos han dado ninguna solución. Nos echaron del trabajo y nos quedamos sin nada», lamenta Salvador, de 53 años.
Desde hace tres años, ambos duermen en la calle. Antes tampoco llevaban una vida demasiado lujosa. Vivían en una habitación de un piso compartido. «Era muy cara. Costaba unos 300 euros y la cama era pequeña. Ni siquiera se podía considerar una habitación», lamenta el hombre.
Pero «al menos teníamos algo». Lo único que les queda de lo que fue su vida es un carro de la compra desgastado con el que cargan a rastras. Se desprendieron de todo, menos de sus alianzas de oro que relucen en sus dedos anulares izquierdos.
Ella domina menos el español. Prefiere no revelar su nombre. Su tono de voz es muy bajo. Casi ininteligible. En la cabeza lleva un pañuelo blanco. «Cuando hace calor hago así y así», cuenta sonriente mientras enseña cómo se limpia el sudor con el trapo de tela y se lo vuelve a anudar para que le sujete su cabellera morena. En Albania, su país de origen, también se registran temperaturas muy elevadas. «Estamos acostumbrados», confiesan.
Aun así, nunca habían sabido lo que es no disponer de un hogar y tener que buscar cualquier lugar donde refugiarse en mitad de la calle. «Antes aunque hiciera calor teníamos dónde dormir, pero ahora no. Intentamos alejarnos del resto de personas sin hogar porque alguna vez hemos tenido problemas», afirma Salvador.
Lo pasan peor en invierno, sobre todo porque tienen que cargar con más ropa de abrigo y mantas. Y llevar tanto equipaje no es nada cómodo si llevas un estilo de vida nómada. «No tenemos miedo del clima, tenemos que resistir. Lo único que queremos es trabajar», defiende el hombre sin hogar. Su mujer asiente y dice: «Nos traen comida, pero seguimos en la calle. Yo quiero trabajar. Esto no es vida». Antes de saber que se quedarían sin empleo, gastaron todos sus ahorros en tratamientos de fertilidad, pero el hijo que esperaban nunca llegó. Ahora, sólo quieren poder retomar su vida y que les den una oportunidad laboral. Se despiden con un apretón de manos. La mujer vuelve a secarse el sudor con el pañuelo blanco y se van.
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