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Cuando la playa huele a orines iba a ser el primer título de esta crónica, después de un pateo de una hora larga por el destrozado paseo marítimo de la Malvarrosa, aunque eso no sería honrado con el centenar largo de barrenderos que se han dejado la piel desde la última hora de la madrugada para recuperar las playas y poder abrirlas a los bañistas este viernes.
A las siete de la mañana todavía quedaba mucha faena por hacer en el litoral de Valencia. Y gente que seguía de fiesta como sin nada. De la misma manera en que cuando acaba la noche y empieza el día se mezclan todo tipo de situaciones, desde los que apuran la última copa hasta los que se van a trabajar, así sucede en la Noche de San Juan.
Un total de 126 personas caminaban, conducían y rastreaban playa arriba y playa abajo, para eliminar los restos de la fiesta. En 2019, la referencia antes de la pandemia, se retiraron 61 toneladas entre basura y ceniza, algo más que el año anterior. En esta ocasión, todavía es una incógnita aunque la afluencia a las playas fue multitudinaria.
Lo que es seguro es que las Hogueras de San Juan no le hacen ningún favor al paseo marítimo, que necesita una reforma integral y con urgencia. Abierto en 1991, ha envejecido mal y los jardines y pavimento presentan
Luis García Berlanga y Melina Mercouri ya estaban limpios poco después del amanecer, las estrellas dedicadas a su trabajo que hay en el pavimento del paseo junto a otras, mientras mientras las escavadoras seguían llevando cenizas con enormes excavadoras a los contenedores humeantes. Los camiones cuba empezaban el repaso y aparecían los primeros corredores para sus kilómetros diarios, ajenos a lo que había pasado poco antes.
O seguía pasando porque los grupos más recalcitrantes continuaban en el lugar. Una familia recogía las hamacas y las sillas, junto con las socorridas neveras, aunque sorprendentemente, en lugar de ir hacia el Cabanyal se internaron en la arena, todavía con ganas de estar en la playa.
«De momento quincalla», fue el único comentario de Luis antes de seguir marcha, auriculares puestos, mientras caminaba despacio por la arena armado con un buscador de metales. Media docena de personas como él se mezclaban con los operarios de limpieza y los pequeños grupos que aprovechaban las hamacas para la última tertulia antes de irse a casa.
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«Esto es afición más que otra cosa, al final se encuentra poco», opinó otro de los jóvenes buscadores de metales en la arena. «Con este aparato no se puede buscar en el agua», señaló hacia el palo metálico antes de apartarse del camino de un tractor que rastrillaba pacientemente la arena en busca de residuos. La orden todos los años es dejarla perfecta para cuando abran las postas sanitarias.
«Yo soy del Levante pero no me voy a borrar porque hayan bajado», decía un barrendero a otro, en un trabajo que también tenía mucho de operación militar. Los operarios de la contrata se concentraban junto al hotel de las Arenas, donde recibían órdenes y dejaban las bolsas de basura en grandes contenedores, repartidos también a lo largo del paseo.
Poco después de las siete de la mañana, la presencia policial se concentraba alrededor de la discoteca Akuarela, donde un centenar de jóvenes seguían de tertulia, camisas fueras porque el calor empezaba a apretar.
Algo más al norte, Casa Ripoll ofrecía los primeros desayunos y en Luz de Luna estaban montando ya la terrazas, junto a un tramo del paseo especialmente desecho. Los camiones del dispositivo de limpieza no ayudaban en nada a conservar el pavimento. El Ayuntamiento presentó hace tiempo una propuesta para la remodelación total del límite de la ciudad con la arena, pero de momento no se ha movido nada.
En la parte ya próxima a la Patacona un grupo de nadadores, algunos con traje de neopreno, se internaron en el mar demostrando la convivencia algo extraña de la última hora de la madrugada y la primera de la mañana. Mientras, seguía escuchándose los tractores una y otra vez pasando y rastrillando la arena.
La playa no se llegó a vaciar del todo en ningún momento, lo que complicaba la limpieza. Un músico callejero dormía sobre un duro banco de piedra y el lado seguía la caja de lo que parece un violín, ajenos ambos a los camiones cuba que empezaron a regar las zonas peatonales, como última parte de una fiesta antes de volver a la normalidad.
Algunos aprovechaban para hacerse fotos junto a la horrible escultura de delfines, mientras empezaba el repaso al detalle de parejas de barrenderos con carros de recogida de basura, aunque harán falta algunos días para eliminar todos los vasos, botellas y bolsas escondidos entre los setos. Los puestos del mercadillo han sobrevivido a la marabunta de manera sorprendente.
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