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Estirado en el suelo, con la gorra en los ojos, un joven duerme. Lo hace en un rincón, rodeado de locales acristalados en los que cuelga el cartel de 'Se alquila', y que son mucho más optimistas de lo que deberían. A su lado descansa ... una maleta. En los andenes, otro chico carga el móvil en un enchufe: lo deja descansar sobre una viga donde él llega sin problemas. Quien no mida metro ochenta, como él, lo tendría imposible. Sobre el móvil cuelga un cartel que recomienda no dejar equipaje desatendido.
Corría el año 1992 cuando el antropólogo francés Marc Augé acuñó el término «no-lugar» para referirse a espacios transitorios donde los seres humanos estamos de paso. No hay constancia de que Augé estuviera nunca en la estación de autobuses de Valencia. De lo contrario, habría tenido que buscar un término que hablara de la obsolescencia, la nostalgia y el olor a caca de paloma. Porque cuando en 1970 abrió sus puertas, de la dársena de Menéndez Pidal llegaron a decir que era la mejor de Europa. Pero 54 años después es un enorme fósil de tiempos pasados que pide a gritos una remodelación para que entrar en ella no te haga pensar que eres Marty McFly en 'Regreso al futuro'.
De hecho, en esta mañana, sabemos que no hemos viajado en el tiempo porque en las manos los pasajeros que esperan tienen teléfonos inteligentes, única concesión a la modernidad en una estación en la que el cartel que marca el retén de la Policía Nacional hace años que ha quedado obsoleto. Las palomas atraviesan el interior desde el tejado de la cafefetería hasta el puesto de información, cuya parte superiore ya está, otra vez, cubierta de excrementos de paloma. Sobre estos animales hay un pasillo acristalado que lleva a las oficinas de la estación. En él hay carteles de Ubesa, que es una empresa de autobuses (Unión de Benissa, S. A.) que nació en los años 30 y fue absorbida por Alsa hace más de 20 años. Están, claro, azules tras décadas de exposición al sol.
Decíamos que los teléfonos móviles eran la única concesión a la modernidad. No es cierto. Con cada vez menos atención presencial, pese a que esta mañana hay decenas de personas en la estación, lo que más se utilizan son las máquinas expendedoras de billetes de una conocida empresa de viajes, la que más opera en la estación. La cola es larga. «Pero, ¿dónde quieres ir?», pregunta con lo que parecen sus últimas reservas de paciencia una mujer con un uniforme blanco. La clienta, otra mujer de mediana edad, repite una y otra vez un nombre, pero no se entienden. «Rumanía», grita un hombre situado en la cola.
«Aquí estamos olvidados, nadie nos tiene en cuenta para nada», explican en la cafetería. Aseguran que no tienen demasiados problemas de inseguridad, aunque en la planta baja, en los andenes que parecen sacados de una película del destape, se repite el cartel que avisa a los pasajeros de que controlen su equipaje. En esa parte inferior, cerca de donde dejamos al chaval que cargaba su móvil en una de las vigas altas, hay una máquina expendedora de baterías portátiles. Parece que, lentamente, la estación intenta dar pasos hacia el futuro, pero le cuesta. Vaya si le cuesta. La sala de espera para los pasajeros con billete parece la más deprimente de un hospital. «Prohibido acostarse en los bancos», dice un cartel, y uno no puede evitar preguntarse qué llevaría a alguien a querer dormir en esas sillas incómodas.
La estación necesita, ya, una remodelación urgente. Es un cascarón vacío, uno de esos 'no-lugares' que tanto nos gustan a los periodistas y a los sociólogos y a los antropólogos pero sin el atractivo que tienen los grandes aeropuertos. Es, casi, una mansión encantada, una casa abandonada entre cuyas paredes habita algo que, en este caso, sí camina solo. Porque hay decenas de locales vacíos, tanto en la zona de andenes, donde una mirada al interior de las puertas firmemente clausuradas desvela habitaciones repletas de cajas, como en la planta baja. La estación no está exactamente a nivel de calle: hay dos niveles y en el inferior no hay nada. Ahí está una casa de subastas que permanece como esa aldea gala, pero a su alrededor, no hay nada. Ni una tienda de alquiler de bicicletas, de esas que ahora salen como setas. Fíjense en cómo será la cosa que no hay ni tiendas de empanadas. Sólo abandono, vacío, polvo y oscuridad.
Así las cosas, en la estación todo el mundo espera con ansia la reforma que promete la Conselleria. Lo que no sabemos es cuándo, porque no tiene fecha, ni si podrá compaginar el continuo trasiego de autobuses con las obras que la harán más amigable con el medio ambiente, con árboles, y más acristalada. Porque pese a todo, esta mañana salen trenes a Barcelona y Sagunto, pero también a Bulgaria o Rumania. Hay cientos de viajeros que están dispuestos a cruzarse Europa o España, pero a su alrededor sólo hay un naufragio en espera eterna.
En aquella Valencia de olor a río y tristeza, cuando aún se limpiaba las marcas del Turia en las paredes, se puso encima de la mesa la necesidad de consrtuir una estación de autobuses. Tras varias opciones descartada, se eligió unos terrenos en el Llano de Zaidía, cerca del Turia pero también de la entrada a la ciudad por el este, de donde llegaba buena parte del tráfico procedente de Madrid. Fue en 1970 cuando la estación, que empezó a construirse en los años 60, vio la luz, pero desde entonces, nada. O casi nada.
Anunciada en su momento como la mejor estación de Europa, el abandono no le ha hecho ningún bien. Está perdida, como tantas otras cosas, en el laberinto burocrático. Por un lado, tenemos una concesionaria que dice que el mantenimiento que se necesita es más de lo que gana con ella. Y por el otro, a la Conselleria, que durante ocho años del Botánico hizo un lavado de cara no sólo insuficiente sino poco efectivo. Sólo hay que ver los restos de excrementos de paloma que ya vuelven a enseñorearse del lugar. Es por eso que la remodelación que plantea ahora la Conselleria de Medio Ambiente e Infraestructuras se espera como agua de mayo en la estación de Menéndez Pidal. El proyecto, es de justicia decirlo, viene del gobierno autonómico anterior, dado que fue Rebeca Torró quien planteó esa remodelación general. Antes, a principios del siglo XXI, se le dio una mano de pintura.
Pero ha sido el actual quien se ha puesto manos a la obra. El proyecto, que todavía no es una realidad, está en la mesa de los técnicos que en estas fechas terminan de concretar los detalles. Tal como publicó este diario la pasada semana, entre las actuaciones se plantea también el desmontaje y retirada de la chapa ondulada de las cubiertas y marquesinas de la zona de andenes y de la cubierta abovedada del vestíbulo del edificio principal. La intención, al menos a priori, es sustituirlos por paneles de chapa metálica. Por otro lado, en la parte central de los andenes, a nivel de la planta baja se propone retirar las construcciones de los locales existentes que anulaban el hueco interior corrido de comunicación de esa planta baja con la planta alta. Lo cierto es que la zona de andenes sólo tiene una forma de conexión con la planta superior: unas escaleras situadas en uno de los extremos, lo que las hace poco útiles e incómodas para quienes llegan o tienen que coger el bus en las dársenas más alejadas.
En los espacios libres entre los locales se dispondrán maceteros con árboles de pequeño porte, y escaleras abiertas de acceso a la planta alta. En esa planta superior, la intención es disponer a lo largo de ella una zona de espera longitudinal a lo largo de las distintas dársenas. Se utilizará parte de esta planta para disponer 6 salas con cerramientos acristalados para usos como exposiciones, que podrán ocasionalmente cerrarse, por medio de puertas abatibles». La intención es convertir la estación en un «lugar», un sitio al que ir y estar, más allá de un lugar de paso.
Queda descartado, por tanto, ese proyecto esbozado por el anterior alcalde de la ciudad, Joan Ribó, de soterrar la estación y urbanizar la parte superior, que podría dedicarse a otros usos. Tampoco se trasladará la estación al centro de la ciudad.
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