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El 25 de abril de 1995, el doctor Vicente Chuliá publicó en estas páginas su último artículo. Veterano colaborador de LAS PROVINCIAS, desconocía cuando lo ... remitió a nuestra redacción que aquellas líneas verían la luz a título póstumo: había perdido la vida dos días antes, el 23 de abril de ese año, en un desgraciado accidente de tráfico en Vinaroz. «Ironías del destino», explica su hermano, Juan Manuel, en alusión a esa dramática coincidencia, porque el doctor Chuliá había consagrado su prodigiosa vida profesional a la defensa de un modelo sanitario que incorporase una atención más precisa a la asistencia a víctimas de accidentes. Prueba de lo pertinente de su reivindicación es que su vida acabó segada precisamente por un evidente caso de mejorable praxis, la que entonces distinguía a este ámbito de la sanidad. El Ayuntamiento de Valencia, la ciudad donde nació en 1941 y en cuya facultad se licenció en 1962, le acaba de dedicar una calle en Malilla. Un reconocimiento al que podría sumarse otra distinción si fructifica una iniciativa que ha recogido ya miles de firmas: que la ampliación del Clínico lleve su nombre. «Sería de justicia», apunta su hermano.
En aquel artículo póstumo, Vicente Chuliá aprovechaba para reclamar de la Administración autonómica «medidas profundas de reforma del sistema sanitario». Una frase que ilustra muy bien su naturaleza reivindicativa, muy acorde con esa manera militante de entender su profesión. Obsesivo en la perfección de su oficio, si pasó a la historia de la medicina fue por uno de los atributos que ha destacado el Ayuntamiento en la decisión de engrosar el nomenclátor local con su nombre: se trata, sin género de dudas, del médico que prácticamente se inventó ese concepto hasta entonces inexistente de medicina de urgencias. Un ámbito de la salud al que dedicó sus días, así en lo profesional como incluso en lo personal. Más allá del desgraciado siniestro que acabó con su intensa vida, Chuliá fue un movilizador de conciencias que consiguió, por ejemplo, que el Ejército cediera gratis el primer helicóptero que empezó a prestar servicios en la Comunitat a las víctimas de siniestros. Una nave que en una macabra casualidad (esa ironía del destino que mencionaba su hermano) llegó tarde por un descuido al punto donde había sufrido el accidente y no pudo prestarle el socorro que hubiera salvado su vida.
No fue el único contratiempo de aquel infausto día de San Jorge. La ambulancia que acudió a trasladarle al hospital de Vinaroz disponía como único recurso humano de un conductor y de un joven que dedicaba a ese menester la prestación social sustitutoria, alternativa a la mili. Ninguno poseía por lo tanto conocimientos sanitarios y tampoco el vehículo iba medicalizado como ahora es norma. Dos contratiempos que impidieron ofrecer a Chuliá la asistencia adecuada, la que sólo fueron capaces de prestar los médicos que aguardaban en el centro sanitario y que se sorprendieron de encontrarse con que ese paciente que ingresaba en estado crítico, aunque consciente en todo momento de su preocupante estado, era el mismo profesor que les había impartido clases o el jefe que les condujo en sus primeros desempeños. El querido profesor Chuliá que no pudo superar el shock torácico con que fue hospitalizado, cuyo recuerdo nubla todavía hoy los ojos de su hermano mientas relata aquella dolorosa experiencia.
Es el mismo doctor Chuliá que, obsesionado con ofrecer el mejor servicio a las víctimas de accidentes, retrasaba la hora de volver a Valencia desde su refugio en Alcocéber aquellos domingos de verano en que la carretera iba desbordante de vehículos y el riesgo de accidente se multiplicaba. «Yo siempre iba en mi coche detrás de él porque mi hermano ya sabía que por estadística, y porque la carretera entonces era una calamidad, nos tocaría pararnos para atender a algún herido, pero es que Vicente lo hacía a propósito, salíamos muy tarde de vuelta a casa porque estaba entregado a su trabajo y quería de veras ayudar a la gente», relata Juan Manuel. «Era un Quijote de la medicina». Un acusado altruismo que se desprende de otra anécdota muy reveladora que cita a continuación: aquel primer helicóptero medicalizado se dotó de aparatos técnicos sanitarios que aportó el propio doctor Chuliá con cargo a su peculio particular. Un carácter desprendido al cual daba escasa importancia: «Siempre decía que en situaciones de crisis el médico tiene que ir al enfermo, no al revés». Un mandato que servía también para su agenda diaria como profesional, que ejerció preferentemente en el Hospital Clínico en su condición de pionero en otros ámbitos de la sanidad: por ejemplo, como jefe del servicio de anestesista, especialidad cuya cátedra creó en Valencia. Fue la tercera de toda España. ¿Más méritos? Son incalculables, añade su hermano, pero valga también otra iniciativa que llevó su sello: en 1980 creó las primeras unidades de postas en las playas de la Comunitat para atender a ahogados. Un gesto hoy habitual que entonces tuvo algo de proeza.
Ocurre que así era la personalidad del doctor Chuliá, inconformista. Tendente a aceptar desafíos y obrar algún milagro. Una proteica vida que mereció hace tres años ser recogida en un libro cuya autora, la periodista valenciana Pilar Paredes, justificaba por la extraordinaria capacidad del biografiado para «cambiar la mentalidad de toda una sociedad». «Nos hizo comprender la importancia de la medicina in situ y luchó para que eso que ahora nos parece lógico e incuestionable fuese una realidad». El título de su obra resume el pensamiento del doctor Chuliá: se llama 'La hora de oro' y alude a ese precioso tiempo que discurre entre un accidente y la atención sanitaria. Donde tantas veces se pierden las vidas que podrían seguir hoy acompañándonos, como fue su paradójico caso. Esa hora de oro que sin embargo salvó a unas cuantas víctimas de desastres fruto de su dedicación, de su febril involucración en catástrofes como la pantanada de Tous o el pavoroso incendio de Los Alfaques, el camping en la cercana Tarragona hasta donde Chuliá viajó para asistir a los heridos: casi 300 personas víctimas de la deflagración de un camión cargado de combustible que se llevó por delante a otras 240 personas. O su protagonismo en la preparación del dispositivo de urgencias médicas en el Mundial del 82 (alguno de los camiones hospital que entonces nacieron se utilizaron al año siguiente en la Maratón Trinidad Alfonso, otra disciplina donde fue pionero en la atención a los deportistas) o en el rescate de los pacientes del Clínico cuando aquel incendio del 83. Éxitos que merecieron todo tipo de distinciones, el favor de discípulos y colegas (uno de ellos, el hoy conseller Miguel Mínguez, se adhirió a la petición de que esa calle de Malilla, junto a la nueva Fe, lleve su nombre) y el cariño de sus familiares, que siguen sin olvidar su huella y lamentar su prematuro fallecimiento.
Mientras apura un café en la cafetería del Rialto, Juan Manuel sigue repasando emocionado un glosario de contribuciones de su hermano a la atención a pacientes de toda condición. Famosos como la actriz Nuria Espert o el mismísimo dictador Francisco Franco, a quien atendió en sus horas últimas a petición expresa del marqués de Villaverde. Hallazgos como un respirador creado por su propio ingenio que en algo mejoraba la recuperación de víctimas de choques torácicos y otras contribuciones que serían decisivas en un momento trágico de nuestra historia: los atentados del 11M. Javier Quiroga, responsable del SAMUR madrileño, uno de tantos servicios de respuesta sanitaria rápida inmediata impulsados en España por el doctor Chuliá, recordaba en aquellos tristes días cómo «las técnicas que hemos empleado en Madrid son las que él nos enseñó». «Don Vicente vive entre nosotros y le corresponde una notable parte del éxito en la asistencia sanitaria a este desastre», explicaba en una carta dirigida a la viuda del desaparecido médico valenciano. Creador del SAMU valenciano y del CICUV, la figura de Chuliá todavía acompaña a quienes siguieron su línea de trabajo: por ejemplo, el catedrático de Seguridad Vial de la UV, Luis Montoro, destaca su papel decisivo en el nacimiento de este nuevo modelo de atención que había conocido en sus viajes por el resto de Europa. Y su hermano añade otra vertiente, de carácter sentimental, un punto profética, pero quién sabe si acertada: «Me apena que no llegara a vivir la pandemia del covid porque estoy seguro de que se le hubiera ocurrido algo para mitigar sus efectos. Cuando veía que no había al principio respiradores, pensaba que seguro que mi hermano hubiera ideado cómo resolver ese problema y ayudar a los profesionales sanitarios y a los pacientes». La vocación por aliviar el sufrimiento que distinguió en vida a un profesional de la medicina a quien su hermano recuerda igual que se le puede reconocer en aquel artículo a título póstumo: como un encendido defensor del sistema de salud universal y gratuito. Un Quijote armado con fonendoscopio.
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