Los tatuajes impresionan. Desde su más de metro ochenta, de pie en medio de la maleza, llama a gritos hacia la oscuridad: «¡Va, que os hemos visto!». Un compañero, tan alto como digno, eleva una linterna, que alumbra la pared sucia de una caseta abandonada ... a la sombra de un hospital cerrado. El entorno es de película de terror. Aparecen dos cuerpos delgados, manos frente a la cara para protegerse de la luz, una perra que corretea entre las piernas como palos quebradizos. «¡Va, fuera de la Malva, que hay niños, joder!», les exhortan. «No nos estábamos pinchando, estábamos durmiendo», contestan. «Me da igual, este no es sitio para dormir», dicen las luces. O, mejor dicho, quienes las portan en medio de un descampado oscuro.
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David, Manuel, Adela, Victoria, Pepi o Arturo no se sienten los héroes que la Malvarrosa cree que son. Tampoco los villanos en que la Policía, dicen, está convencida de que se han convertido. Simplemente se sienten hartos. Y cuando uno está harto, la angustia se puede convertir con facilidad en ira. O, como en este caso, movimiento. En una asfixiante noche de jueves, LAS PROVINCIAS recorre las silenciosas calles de un barrio aterrorizado para ver de primera mano cómo funcionan las patrullas antidroga que han creado los mismos vecinos. No son un grupo de vigilantes peligrosos, tampoco son hermanitas de la caridad. De ellos, no pueden esperar conmiseración las personas con problemas de drogodependencia que se tambalean por el barrio víctimas de un sistema que les ha dejado en la cuneta pero también culpables, dicen los residentes, de la inseguridad y el temor en que viven.
Todo empieza a eso de las 22.30 horas, cuando en las Cuatro Esquinas empiezan a reunirse decenas de personas. Sandalias, pantalones cortos, camisetas de baloncesto... Sólo en sus ceños fruncidos se puede detectar que no son veraneantes que toman la fresca sino vecinos enfadados. O hartos. O cabreados. Póngale el adjetivo que prefieran y que haga referencia a esa sensación que te anida en el pecho cuando llevas décadas protestando por algo y no consigues que nadie te escuche. Porque algunos de ellos ya peinan canas y estaban por San Juan de Dios cuando el 7 de octubre de 1991 la Policía Nacional cargó contra ellos y dejó 35 heridos, entre ellos 14 agentes. Hace 30 años se habían organizado patrullas que combatían la drogodependencia. Ahora, como entonces, no son agresivas. No se imaginen un grupo de exaltados con palos y ganas de bulla. Esto no es 'La naranja mecánica' ni Arturo es Alex DeLarge. De hecho, cuando un joven se acerca, dubitativo, y se presenta como «portavoz de los yonquis», le dicen que entienden sus problemas pero que no tienen por qué sufrir ellos las consecuencias de la venta de droga. A escasos metros, las Casitas Rosa se alzan recortadas contra el cielo añil.
Mientras los vecinos se movilizan para vigilar las calles, quienes han de hacerlo, Policía Nacional y Policía Local, responden de manera distinta. La primera de ellas da la callada por respuesta: ni Delegación de Gobierno ni la propia comandancia de Valencia quisieron hacer declaraciones. Desde la avenida del Cid, sede de la Policía Local, fuentes municipales se mostraron comprensivas con la situación, pero pidieron a los vecinos que se quedaran por la noche en casa.
«Entendemos a los residentes pues han estado ocho años abandonados pero no es la solución las patrullas ciudadanas», explicaron. «Nosotros hemos reforzado la presencia policial en el barrio y pedimos que la Policía Nacional que es la competente en materia de seguridad haga lo mismo», reclamaron desde el Ayuntamiento. Las mismas fuentes, además, se mostraron dispuestas a buscar una solución para el barrio de la Malvarrosa: «Debe trabajarse, cosa que no se ha hecho en los últimos 8 años, en buscar soluciones para este barrio y para erradicar venta de droga en Casitas Rosa».
Los vecinos aseguran que, desde que empezaron con las patrullas el pasado viernes día 18, la Policía Nacional les ha parado en varias ocasiones. «Nos piden el DNI y nos avisan de que igual tenemos que pasar una noche en el calabozo», explican los vecinos, que no quieren ser identificados por miedo a represalias. «Nos dicen que no podemos ir más de 15 en el mismo grupo que entonces nos consideran banda organizada», lamentan.
Aseguran, además, que la degradación ha ido a peor este verano. «No sabemos qué ha pasado, pero la cosa se ha puesto mucho peor», asegura Arturo, un vecino que muestra en su móvil varias escenas de personas consumiendo droga en la vía pública. A la pregunta de si llaman a la Policía cuando ven este tipo de comportamientos, otra vecina añade que, cuando avisa de que hay fiestas en plena calle a altas horas de la madrugada, los agentes contestan que tiene que tener paciencia. Los problemas que relatan son parecidos a los que contaban quienes vivían cerca de la zona cero del Cabanyal hace casi una década. «Los problemas los han expulsado hacia el norte, pero arreglarlos, arreglarlos, no han arreglado nada», comenta la misma mujer, que trabaja en el barrio marinero al sur. «Ni los unos ni los otros», sentencia.
Pero, no se engañen, hay exaltados. Vaya si los hay. La noche avanza y una furgoneta de la Policía Nacional se deja ver. Los 'patrulleros', que en realidad son gente normal y corriente que lleva toda la semana entregando DNI a patrullas de la Nacional y de la Local, se desperdigan por las calles cercanas. Minutos más tarde, aparece un coche en el que hay una pareja y un bebé. «¿Limpiamos el barrio o qué?», dice su conductor, que asegura que dispone de un bate. Al poco llega un grupo de jóvenes, torsos al aire, motos de baja cilindrada y bicicletas. Cuando ven al 'portavoz' del que hablábamos antes, van a por él: empujones, insultos y alguna patada. Los vecinos rápidamente se desmarcan: «No tenemos nada que ver con ellos».
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En Vicente la Roda esperan algunos de los residentes que han huido al ver la 'lechera' de la Policía. «Se ha puesto la cosa un poco tensa», explican aquellos que han visto lo ocurrido en las Cuatro Esquinas. «Nosotros no somos violentos, ahora lo veréis», nos explican. La noche ha de avanzar, porque la carta de presentación, por el momento, genera dudas. Lo que hemos visto en las Casitas Rosa puede ser un caso, como otro cualquiera, de gente que busca dar rienda suelta a sus impulsos casi primitivos aprovechándose de un movimiento cívico, pero también puede ser que las patrullas estén compuestas por personas violentas.
Hablamos, por tanto, con ellos. «Tengo un hijo de 17 años y no quiero que vaya cerca de las Cuatro Esquinas, aunque vivimos al lado», dice una mujer. «Cuando mi hija baja a tirar la basura, tengo que vigilarla desde la ventana y decirle por dónde ir por si hay alguien entre los coches», comenta otra. «El otro día tuve que bajar una parada de autobús más allá de la que me tocaba porque la mía estaba llena de gente pinchándose», explica un hombre. No parecen peligrosos. El paseo continúa por la Malvarrosa, en dirección al norte del barrio.
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«Qué grandes sois», dice un vecino al ver al grupito, que va contando anécdotas que son, en realidad, servicios no atendidos por la Policía. Un robo por aquí, una pelea por allá, una radio puesta a todo volumen a las 4 de la mañana por acullá... En un parque situado en la plaza Músico Moreno Gans, el grupo se pone en alerta. Hay una pareja en un banco. Pero cuando se acercan, todo son risas y palmadas en la espalda. «Que sólo nos hemos tomado cuatro cervezas», apunta el hombre que descansaba en el banco con su mujer. «Los conocemos, todo bien. Falsa alarma», explican.
Todo se complica en los alrededores del viejo hospital Valencia al Mar, cerrado desde 2020. Con la tranquilidad de quienes conocen la zona, los vecinos se adentran por la maleza. Alumbrados por sus linternas, y con algún comentario sobre lo tarde que es y lo pronto que se levantan al día siguiente para ir a trabajar, nos guían a la pared trasera del hospital. Ahí, en el suelo, como setas particularmente desagradables, proliferan las jeringuillas y el papel de aluminio. Impresionan al ojo no acostumbrado. Con guantes, los vecinos se atreven a coger una botella de amoníaco. «Lo usan para solidificar la coca y poder fumársela», explican, conocedores de las prácticas que ven desde sus ventanas.
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Y es ahí, en ese enorme solar que abrió el Ayuntamiento, cuentan, con la intención de establecer un aparcamiento, es donde se dan los enfrentamientos más tensos con un grupo de personas drogodependientes. «Es complicado sentir lástima por ellos cuando convives con esta situación todos los días», indican, cuando les comentamos que esos cuerpos que se tambalean entre cristales y restos indeterminados necesitan, evidentemente, ayuda. «Venga, fuera. Pero fuera de la Malva, eh. ¡No, no, fuera del barrio, al otro lado de la avenida!», gritan a la pareja que sale de la oscuridad. La perra les sigue, reticente. «Ni ella quiere irse con ellos, qué lástima», dicen los 'patrulleros'. «¿La perra sí puede darnos lástima?», preguntamos. «No, todos nos dan lástima, pero no podemos más. Hay que vivir aquí para saber lo que es aguantar esto todos los días», apuntan los vecinos. La frase queda en el aire, porque la pareja intenta volver a entrar al descampado: «No, no, ni de coña. Fuera de la Malva, que mis hijos duermen aquí al lado».
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