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Pont de Fusta, más que un puente

Una conexión entre las dos orillas que es también un nexo emocional para los valencianos: la entrañable pasarela de madera que remite al legendario 'trenet'

Jorge Alacid

Valencia

Martes, 28 de junio 2022

Todos los puentes no son iguales. Hay puentes majestuosos, de proporciones intimidantes, como el de Brooklyn o el Golden Gate, ubicados en la lejana América. Puentes de encantadoras dimensiones y agitada vida interior, como el Rialto veneciano o el florentino Ponte Vecchio. Hay puentes que salvan el paso de una cordillera a otra y puentes que cruzan riachuelos a punto de tributar en el río madre o saltos de agua en la profundidad de los valles. Puentes erigidos con cuantos materiales pueda imaginar el ingenio humano, puentes que conectan dos mundos y también puentes que se conforman con unir dos orillas. Las del viejo Turia por ejemplo, donde anida un ejemplo de puente, el entrañable Pont de Fusta, convertido con el discurrir del tiempo en un icono sentimental, la clase de hitos ciudadanos que incuban la leyenda. Leyendas tal vez menores, mitos de andar por casa, a la valenciana, pero mitos muy queridos. El Pont de Fusta representa como ningún otro de sus hermanos ese tipo de puentes adosados a la memoria popular transmitida entre generaciones. Un puente que es más que un puente. En realidad, son dos. O incluso tres.

Veamos.

Ocurre con algunas referencias ciudadanas ese fenómeno tan curioso de la experiencia humana: quienes sufren la amputación de un miembro aseguran que lo siguen sintiendo como si todavía viviera en ellos. Es el caso del Pont de Fusta: el legendario puente, abatido por la riada del 57, continúa vinculado al corazón de los valencianos, que tendemos a ignorar que el actual viaducto es sólo una réplica a escala actual del desaparecido puente. Pero no importa. Cualquier integrante del ala senior de la ciudad cerrará los ojos mientras cruza el desaparecido cauce del Turia y volverá a verse a sí mismo con pantalón corto, recién apeado del 'trenet' en la estación aledaña, dispuesto a sumergirse en la trama urbana que esperaba al otro lado según se cruzaba aquel añorado puente que, en efecto, era de madera. De ahí su nombre, que sirvió también para bautizar a la propia estación de ferrocarril como Estación del Pont de Fusta, aunque en realidad se denominaba oficialmente Estación Central de Santa Mónica. Un nombre con el que apenas nadie la conoce, tampoco ahora, cuando aquel viejo puente ya es historia y su lugar lo ocupa el alumbrado en el año 2012 para asumir los mismos usos: vincular dos zonas de la ciudad empeñadas en seguir dialogando entre sí por los siglos de los siglos.

Este nuevo puente, firmado por el arquitecto José María Tomás, en compañía de los calculistas Juan Francisco Salvador e Ignacio Company, consiste en realidad en dos tableros que corren en paralelo, separados por tres metros de ancho. Uno, de hormigón armado, descansa sobre nueve apoyos transversales y se dedica al tráfico rodado. Dispone de 16 luces (como el de la Trinidad, tan cercano) y tiende a pasar desapercibido, se supone que para desolación de sus autores, derrotados de antemano en la conquista del imaginario ciudadano por su hermana pequeña, esa delicada pasarela destinada a la circulación peatonal y que revive en nuestra memoria a su antepasado, el Pont de Fusta original. Aquel puentecillo cuyas raíces perviven en este otro, elaborado también en el mismo material que su predecesor: en madera. Madera de Iroko, oriunda del Trópico, que garantiza durabilidad y resistencia a los hongos y las termitas. Los paseantes que circulamos por él algo notamos al respecto, porque la caminata es una experiencia de elevada densidad emocional: esta clase de madera parece que cobra vida o que resucita cuando la pisamos. Se ondula, quiere incluso doblarse como si aspirase a proyectarse hacia el subsuelo. Abraza cada uno de sus laterales con el espíritu organicista de la mejor arquitectura hasta casi formar parte del viejo río: un astuto homenaje al desaparecido río. Un tributo sentimental al antiguo Pont de Fusta.

Así que terminada la caminata hacemos cuentas y en efecto: la suma de puentes se eleva a tres. Estos dos hermanos que discurren uno al lado del otro, más el otro que reaparece ante nuestros ojos cuando ponemos la moviola a funcionar. El llorado Pont de Fusta pereció bajo las aguas del tempestuoso Turia del 57 pero su espíritu sigue alimentando nuestra caminata. Detenidos ante la estación que hoy tampoco es tal podemos ver cómo descienden del 'trenet' los viajeros procedentes del Grao, Bétera o Lliria, que ya no tienen que dar un rodeo cuando ingresan en Valencia a través del puente de Serranos o del puente de la Trinidad: cruzan por el desaparecido Pont de Fusta y saludan a aquella vieja Valencia. La ciudad que tras la riada sustituyó en este punto con una pasarela de hormigón a la fundacional de madera hasta que hace diez años alumbró a estas dos hermanas pequeñas para que rindan el mismo servicio que sus antecesoras. Salvar el río, hoy convertido en parque, y perpetuar la memoria de la original, la que sigue alimentando nuestros sueños.

Caminar sobre ellas es pasear por la historia.

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