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Puente Real, el más querido

Nacido para conectar el desaparecido Palacio con la zona del Temple, recuerda a los valencianos los avatares de la Antigua Corona y sirve como altar urbano para las estatuas de San Vicente Ferrer y San Vicente Mártir

Jorge Alacid

Valencia

Martes, 28 de junio 2022

Érase una vez un Palacio Real donde moraba, en efecto, un Rey, a quien acompañaba por supuesto una Reina. Ninguno era de cuento: por el ... contrario, ambos eran también reales, por partida doble. Mejor dicho, lo fueron: porque esta historia aconteció allá en el siglo XVI, cuando Valencia contaba con el Palacio Real que justifica este párrafo y también con el puente que protagoniza nuestro relato. El Puente Real, tal vez el de mayor majestuosidad de cuantos conectan ambas orillas del viejo cauce, que nos habla de un pasado memorable y contribuye a que la caminata sobre su espinazo represente un paseo a través de la mejor Valencia y también por su historia más inolvidable.

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Porque de historia está muy bien provisto el Puente Real, tal vez el más querido de todos sus hermanos, el más enraizado en el imaginario popular valenciano, que no olvida sus raíces: el tiempo en que la ciudad fue Corte real, sede tanto de la Taifa como de los monarcas de la Corona de Aragón. Aquel Palacio, ubicado en la calle General Elio (en la orilla norte del viejo Turia) y conocido como el Palacio de las 300 llaves en alusión al número total de habitaciones (lo cual da una acertada idea de sus ciclópeas dimensiones), merecía un puente a la altura de su magnificencia y debe reconocerse que nuestros tatarabuelos pusieron en la obra su mejor empeño: hubo puentes de madera devastados en distintas catástrofes hasta en cinco ocasiones y hubo incluso otro predecesor del actual que se vino abajo por una curiosa contingencia, cuando la multitud que aguardaba en 1528 la entrada en Valencia del embajador Carlos V ocupó el viejo puente en un número tan elevado que la recepción real acabó en tragedia y obligó a las autoridades de la época a pensar en construir una estructura menos endeble. Llega el gran momento de nuestro puente: hacia 1589 se data el proceso de construcción de un nuevo ingenio, sin gran éxito, porque un año después también cae demolido. Al menos, sirve como embrión del proyecto definitivo.

El milagro ocurre finalmente en 1599. Nace el Puente Real, que recibe de los valencianos desde entonces una sobredosis de cariño que tal vez sirve para compensar los contratiempos padecidos durante toda su vida, muy prolija en incidentes de extrema gravedad. Poco antes de su inauguración ya sufrió la amputación de uno de sus arcos, consecuencia de una cruel avenida y con el paso del tiempo viviría toda suerte de achaques, pero la historia documenta que un año antes de cruzarse el nuevo siglo, del XVI al XVII, el Rey Felipe III y su esposa la Archiduquesa Margarita de Austria atravesaron el Puente con motivo de sus esponsales y abrieron un hermoso capítulo de nuestra historia. De entonces está fechado este monumento tan asociado a la memoria valenciana, porque no sólo franquea el paso entre dos barrios de enorme encanto sino porque acoge dos llamativas esculturas, también muy vinculadas a la Valencia sentimental. Los dos Vicentes, es decir, San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer, escoltan la travesía sobre el antiguo cauce y ennoblecen desde la piedra labrada el paseo favorito de tantas y tantas generaciones de valencianos, que han crecido vigilados por su silueta magnífica.

Hoy, nuestro puente representa con seguridad lo mejor de aquel deslumbrante pasado que convirtió Valencia en centro neurálgico de su tiempo pero haríamos mal si nos limitáramos a recrearnos en las páginas de los manuales de Historia. Deberá anotarse desde luego que ha conocido vicisitudes muy amargas, como las riadas que desfiguraron su fisonomía y los ataques ocurridos durante la Guerra Civil; pero es preferible rescatar de su longeva trayectoria los episodios más luminosos. Por ejemplo, nunca mejor dicho, la llegada del alumbrado eléctrico, que permitió en el siglo XX que el tranvía cruzara sobre su columna vertebral. O la afortunada rehabilitación que acometió el arquitecto Ignacio Pinazo, autor de su configuración actual. A otro arquitecto de gran renombre, Javier Goerlich, debemos la siguiente hazaña: reconstruir el puente para que Valencia transitara desde aquel año, 1966, hasta el presente y el futuro también, porque se dotó de una anchura superior que permite el paso desde entonces del vehículo rodado y también sendas aceras de generosas dimensiones que, como hemos citado arriba, predisponen a la caminata en su versión más gozosa.

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Una soleada mañana de primavera, desde el pretil se obtiene una visión maravillosa del skyline valenciano en cualquiera de sus dos orillas; sobre el puente, la estampa es igual de emocionante: llega hasta aquí arriba el aroma de los lilos, corretean por el parque niños y mayores, nos saluda la cúpula de San Pío y vigila nuestros pasos el cercano Palacio del Temple, destino en la ribera sur de los lejanos, los remotos pasos de la comitiva regia que estrenó hace más de 400 años este hermosísimo puente, ejemplo de la mejor arquitectura. La arquitectura enraizada mediante un cordón sentimental con el corazón de la ciudadanía.

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