Falta una veintena de minutos para que el reloj dicte las nueve de la mañana y cientos de personas se apiñan frente al vallado donde ... se ubica el rastro de Valencia esperando a que abra sus puertas. «Esto es como los sanfermines», bromea uno de los habituales mientras penetra en el recinto dispuesto por el Ayuntamiento. Unos sanfermines sosegados, silenciosos, donde nadie corre para evitar cornada alguna: la única herida que acecha esta mañana de domingo puede que lesione alguna billetera, pero son daños que dan por descontados quienes acuden a su cita semanal empujados por su pasión hacia el coleccionismo. Son rasguños menores. El peaje que pagan a gusto para abandonarse a una sesión de compra y venta (y de simple curioseo entre los menos aficionados: los que pasamos por ahí) que ejerce como una especie de retablo de la Valencia que fue y se resiste a dejar de serlo.
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Es la Valencia del antiguo rastro de la plaza de Nápoles y Sicilia, la que luego se aventuró en el entorno de Mestalla con una fugaz escapada por la calle Quevedo y alrededores. La Valencia que se cita cada domingo en este recinto con aspecto de jaula, ubicado lejos del centro para desdicha del coleccionismo local y de los comerciantes, como se lamenta el presidente de la asociación que los agrupa, Pedro García Gascón. Como otras voces que irán surgiendo a medida que avance la mañana, García echa de menos los tiempos junto a Mestalla, que ya no volverán. Reclama que al menos se adecente algo más esta zona, desprovista de servicios elementales, mientras deja volar la imaginación en la esperanza de que el actual Ayuntamiento provea a los tenderos y sus clientes de un emplazamiento como el sugerido sin éxito a la anterior corporación, allá por el puerto o por el Parque Central.
Hasta que sus deseos se cumplan, el rastro permanecerá junto a la avenida Tarongers esperando desde las nueve de la mañana la llegada de sus devotos, para quienes esta liturgia tiene en efecto algo de religión. Es el caso de Andrés, Jesús y Carles, un trío de parroquianos muy fieles. Los dos segundos, para satisfacer su apetito libresco; el primero, para saciar su hambre de libros, fotos, tarjetas de visita y otros objetos de papel que hablen de la Valencia de otro tiempo, la Valencia que de repente rebrota hoy antes sus ojos de cazador: ha habido suerte y en el zurrón se llevará unas horas después un botín donde lucen imágenes en sepia de las Fallas de antaño, junto un hermoso sifón que lleva inscrita su procedencia: 'Asociación de Fabricantes de Gaseosas de Valencia'.
Los tesoros del rastro de ValenciaVer 50 fotos
Los tres confiesan, a punto del cafelito en un bar del vecino Cabanyal, que siguen una estrategia parecida cada domingo: llevar consigo sólo la cantidad de dinero que están dispuestos a desembolsar, para evitar que su entusiasmo haga flaquear su cuenta corriente. Aunque Andrés apunta que si tropieza en sus andanzas con algún trofeo mayor («Un piezón», como le llama él) no duda en acudir al cajero más cercano y sellar el trato con uno de los doscientos vendedores que integran la asociación.
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Vendedores como Esteban, que abandonó un día un trabajo de orden convencional, y también su pasión coleccionista, para ponerse al otro lado de la mesa, desde donde ve llegar a primera hora a los más madrugadores de los miles de compradores que cada festivo (como por ejemplo este próximo viernes) acuden a fisgar entre la cacharrería y negociar alguna adquisición. Entre ellos, una figura reciente: una suerte de comprador profesional, que arrampla con cuanto pilla a mano sin gran criterio y luego lo cuelga a llamativos precios en portales de internet. «Compran barato y venden caro», señala un habitual del rastro, que ve con malos ojos a este tipo de competencia recién llegada porque roba el espíritu un punto romántico de su afición.
Una afición... y un modo de vida para quienes ejercen el oficio de comerciante. Uno de ellos apunta que entre las operaciones cerradas cada sábado en el mercadillo de Jalón y las que espera sellar este domingo gana unos mil euros cada fin de semana. Unos puestos más allá, otro vendedor pone esa cifra en el congelador. «Aquí hay que pelear mucho», observa. Se llama Omar, vive en Canals y es también habitual de Jalón, así como del rastro que Calpe celebra los miércoles. A diferencia de Esteban, que se ha especializado en los vaciados de casas para proveerse de material («Este lunes vacío un piso en Algemesí», dice), prefiere viajar de vez en cuando a Londres, desde donde regresa con esta maravillosa mercancía que despierta a primera hora escaso interés: taxímetros de París, máquinas para expedición de billetes de trolebús que rindieron un día servicio en Barcelona, un hermoso aparato de madera precursor de las actuales máquinas registradoras...
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Su puesto aspira a la condición de anticuario al aire libre mientras convive en esta parcela con puestos de una diversidad desconcertante para el ojo mal entrenado. Una ajada muñeca apoyada en una ruinosa bombona de buceo, una olla a presión del Cretácico que se vende por 15 euros, un par de esquíes usados tal vez por Paquito Fernández Ochoa que el interesado puede hacer suyos por 100 euros, funda incluida («Por ochenta también te los doy, que llevo con ellos mucho tiempo») o un ejemplar del 'Hola' que informa de la muerte del dictador Franco. Costaba 25 pesetas; hoy se vende a 5 euros: toda una reflexión sobre el efecto del paso del tiempo, y de la cesta de la compra, en nuestras vidas.
Hay otras gangas al alcance del comprador más interesado en el lado atrabiliario de nuestros días, porque esa función ejerce también el rastro: ofrecer información sobre dónde venimos sin saber hacia dónde vamos. Esteban vende a dos euros la cabeza unas figuras de metal, liliputienses: son antiguos jugadores del Valencia. Menudea la efigie de Poyatos, aquel centrocampista fichado al Logroñés, junto a un solitario Engonga y la melancólica estampa del brasileño Viola. A su lado nos observa un inquietante Darth Vader de cerámica, que sirve de macetero y cuesta 12 euros, dormido junto a un ejemplar de 'Los estoicos', obra de Paul Barth, que se dispone a comprar un caballero. «Me gusta la filosofía», aclara. Es la clase de enseñanza que regala cada domingo el rastro de Valencia.
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