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F. P. PUCHE
Viernes, 3 de julio 2020, 01:10
Cuando el rey Alfonso XIII vino a Valencia, en octubre de 1929, estaba respondiendo, sin duda, a la sensibilidad valenciana, no herida pero si melancólica ante la grandeza de las Exposiciones que estaban haciendo de Barcelona y Sevilla ciudades cosmopolitas. El rey vino el 15 de octubre y el día 13 el periódico dijo que «ayer vimos en el Ayuntamiento unas perspectivas, obra del arquitecto Javier Goerlich, que dan idea de lo que será la Bajada de San Francisco, la plaza de Cajeros, la calle de la Reina María Cristina y el chaflán del establecimiento de Balanzá». Sin duda se prepararon para que el monarca las viera en el Salón Pompeyano del nuevo palacio municipal, inacabado pero ya en uso en buena parte.
La reunión del consejo de ministros en Valencia fue desconsoladora. Nada sobre la autopista a Madrid, ni sobre la zona franca a la que aspiraba al puerto; nada, tampoco, sobre la necesidad de un corredor mediterráneo con ancho de vía internacional. El rey, en este viaje, pasó más horas en el mar que en tierra: el almirante Aznar le hizo una exhibición naval, con acorazados, submarinos e hidroaviones y un eficaz bombardeo del islote «El Bergantín» de las Columbretes. Pero no mucho más. Si acaso, la visita, en la Dehesa, de los terrenos destinados a ser «Balcón de Valencia» y aeródromo.
Nadie le explicó al rey, según parece, los proyectos de Valencia. Y nada indica que estuviera sobre el tablero el futuro de la plaza de Castelar. En febrero se había dado noticia de la excavación subterránea para construir unos urinarios en la «punta» del triángulo previsible, donde ahora tenemos a Vinatea, más o menos. Los mingitorios eran el tema predilecto de 'El Pueblo' a la hora de hablar de reformas municipales. De modo que se abordaron las obras al tiempo que en la plaza, bastante destartalada, se colocaban bordillos y alineaciones de futuro, para descubrir que había desniveles de hasta 1'80 metros de un extremo a otro: la Bajada, era realmente una bajada...
El Graf Zeppelin pasó sobre Valencia poco después de la visita del rey. Fue una consolación de los fastos barceloneses. Pero en el otoño del 29, cuando el «crack» bursátil americano, la reforma siguió siendo la de los derribos de la Bajada; y la espera popular de ver si había valor para «meterle mano» al viejo y feo edificio del Ateneo Mercantil. En enero de 1930 circuló la primera Cabalgata de Reyes; pero pasó de Barcas a Sangre sin querer ver nada más.
¿Cuándo sonó, pues, de verdad, la reforma de la plaza de Castelar? Tenemos que esperar a julio de 1930. Es decir a la dimisión del dictador Primo de Rivera -«a mí no me borbonea nadie»- y a su rápida muerte en el exilio de París (16.03.1930). Para entonces, con el gabinete Berenguer, el marqués de Sotelo, había terminado su ciclo. Su último éxito populista, sin duda genial, fue enfrentarse a los republicanos del Ateneo, que le estaban criticando la despiadada tala de árboles, dando orden de plantar naranjos en la plaza y en la renovada calle de Colón. Una palmera por cada tres naranjos fue la receta que aplaudió Valencia e hizo callar al Ateneo.
El marqués de Sotelo había sido alcalde tres años: el mandato municipal más largo del siglo hasta entonces, habían empezado a cambiar Valencia. Pero nada sobre la plaza, de la que solo se tenía la intuición de que sería preciso retirar las dos estatuas -marqués de Campo y pintor Ribera- porque quedarían empequeñecidas ante la altura de los edificios proyectados. En eso, hasta Mariano Benlliure, autor de ambas, estaba de acuerdo.
El nuevo alcalde, José Maestre, tenía mucho que rascar ante la figura colosal de un antecesor al que Lo Rat Penat le había dedicado una placa en la casa natalicia estando aún en el cargo. El 4 de marzo, en su toma de posesión, Maestre, habló de una Valencia moderna y atractiva pero sin comprometerse en casi nada. Dijo, eso sí, que para Fallas ya podría sonar el carrillón del reloj municipal recién instalado, al tiempo que empezaba a torear -ya no había censura- que su antecesor había comprado muebles para el nuevo Ayuntamiento, por valor de 300.000 pesetas, sin concurso alguno.
Con todo, lo más duro que tenía ante sí eran los arquitectos municipales y el Ateneo Mercantil. Los primeros andaban a la greña para colocarse ante la nueva situación, según se deduce de un descriptivo comentario de LAS PROVINCIAS (23.03.1930) que deja ver a cada arquitecto defendiendo sus reformas sin que la ciudad estableciera prioridades. Para «chincharlos» a todos, el comentario concluyó que bien haría la ciudad en centrarse y construir de paso casas baratas para trabajadores.
El segundo reto lo asumió el alcalde Maestre con negociaciones «en la cumbre» con el presidente del Ateneo, ahora nada menos que el concejal y ex alcalde republicano Ricardo Samper. Se sosegaron las aguas. Y fue entonces (03.06.1930) cuando LAS PROVINCIAS pintó un retrato realista y escribió que todas las obras de la Dictadura estaban paradas, menos la Bajada de San Francisco; que el resto de la ciudad era un desastre de zanjas y polvo y que a ver si iban a crecer los que añorasen la mano dura anterior. El alcalde se puso las pilas, anunció la próxima entrada en servicio, a prueba, en la plaza de la Reina, de los primeros semáforos de Valencia y encargó a sus arquitectos que le dibujaran ideas para la plaza de Castelar.
Un concejal propuso cambiar la estatua del pintor Ribera por la Blasco Ibáñez, frente al Ateneo. Otro espontáneo escribió (01.07.1930) que habría que fundar, cuando se quitase la estatua, una exposición permanente y subterránea de productos valencianos. El 8 de julio, LAS PROVINCIAS escribió que ya que el alcalde había encargado «a varios arquitectos un proyecto de urbanización y decorado de la plaza de Castelar», abría sus páginas a recibir ideas y exponía la suya propia: los árboles, y el agua abundante, deberían ser, a su juicio, los elementos clave de la futura plaza de Castelar. Señaló el periódico que había concejales que, sin árboles, querían hacer «una plaza para el turismo, y no para el servicio de la ciudad». «Una plaza, en suma, que sea fotogénica, muy bonita para postales, pero de la que huirían los valencianos para no achicharrarse». El periódico cargó contra todos los kioscos, incluido el de la delegación de Turismo.
El 17 de agosto de 1930, yo creo que con prisas inyectadas desde la alcaldía, llegó a la prensa el famoso proyecto de Goerlich, nuestra querida «tortada». La descripción de «Las Provincias» es un retrato. Está ya decidida en la imaginación, con sus balaustradas, su enorme explanada pétrea, las escaleras y las tres fuentes de los vértices, que enseguida fueron «las tres provincias valencianas». Los dos monumentos desparecerían de la plaza y en los costados del triángulo habría parterres. Las odiadas casetas de flores se enterrarían en un mercado circular subterráneo donde habría desde duchas hasta limpiabotas.
El 28 de enero de 1933, el alcalde republicano Vicente Lambíes inauguró el mercado subterráneo de flores. En el centro de la plaza sumergida estaba la bonita fuente que ahora está en el Llano de la Zaidía. El presidente de la República, en su visita de ese año, vio ya terminada la «tortada» pétrea de Goerlich, el arquitecto mayor, cuya firma está en seis de los 27 edificios del nuevo gran triángulo urbano. En 1935, terminados los trabajos, la plaza de Castelar se unió a las grandes perspectivas de la antigua Bajada de San Francisco: Valencia tenía preparado ya, el escenario ideal para los acontecimientos que llamaban a la puerta.
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