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El sol es lo único que evita que la vieja mole de hormigón parezca el escenario de una película de terror. Bañistas políglotas recorren con pesadez las dunas hasta la playa mientras, a escasos metros, el viento del mar oxida las barandillas blancas de metal y arremolina las cortinas que cuelgan de los balcones. Las ventanas, todavía con cristales, reflejan el azul del mar y por los pasillos menos desiertos de lo que pudiera parecer se escucha el eco de los pasos de Tina Turner o Sting, que se alojaron en él. Ahora, el Sidi Saler no es más que un cascarón muerto, o moribundo, o muerto y resucitado, porque en esto de la vida y muerte de los edificios la línea se difumina. En su interior se acumulan el polvo y la arena, y también los fantasmas de los veranos pasados, y de los presentes, y de los futuros, mientras el Ayuntamiento de Valencia busca una solución tras casi 15 años de abandono y reclama más vigilancia a sus dueños después de las últimas okupaciones. En los pisos más altos duermen decenas de personas, okupas que se han enseñoreado de las viejas suites y que salen a los balcones, pese a que la orden, entre ellos, es no hacerlo para evitar ser vistos. Pero los vecinos saben que están ahí, como espíritus que dormiten agazapados en el interior de una casa encantada.
Parece un cuento de terror, pero lo es aún más si lo bajamos a la tierra. Como tantas otras cosas, en la historia del Sidi Saler también la realidad supera a la ficción. Las imágenes del interior que acompañan este reportaje, cedidas por Cope Valencia, desvelan las entrañas del gigante, convertidas en pasillos llenos de papeles, habitaciones calcinadas o con colchones ensangrentados y hasta cierto orden dentro del caos de la okupación: una habitación con al menos una puerta cerrada está okupada y los pisos superiores quedan reservados para los indigentes extranjeros. LAS PROVINCIAS estuvo a pie de mole este lunes y pudimos comprobar que hay al menos dos entradas de gran tamaño («por ahí cabe un caballo», explican los residentes, y no les falta razón).
El laberinto legal en el que está inmerso el Sidi Saler también da miedo. En 2022 el gobierno de Joan Ribó firmó la caducidad de la licencia ambiental del hotel, que llevaba cerrado desde 2011. El Ayuntamiento entonces comunicó la suspensión de la tramitación de la licencia para la ejecución de las obras que habían pedido los propietarios para reabrir el hotel y estos llevaron a los juzgados la denegación de los derechos para evitar perder la propiedad. Además, el hotel se vio afectado por el deslinde de Costas: pasó a estar en dominio marítimo terrestre y, por tanto, de ser una propiedad a ser una concesión. Los propietarios del inmueble han llevado la denegación de licencias a los tribunales.
Y mientras tanto, el cuento de miedo continúa en el Ayuntamiento. En 2019 Ribó rechazó el proyecto que presentaron los propietarios: para el gobierno de izquierdas no había otra solución que el derribo y la recuperación natural del espacio. Un objetivo loable, por supuesto, pero complicado de conseguir dado que el edificio no es de propiedad municipal. Ahora, con María José Catalá al frente del Consistorio, la intención es darle un volantazo a la cuestión y apostar por recuperar el espacio hotelero.
¿Cómo? ¿Con un hotel de lujo en pleno corazón de un parque natural? No exactamente. La intención del Ayuntamiento es buscar el encaje legal, junto a la Conselleria de Medio Ambiente, que permita reabrir el edificio (que habría de ser restaurado) como hotel, sí, pero como uno sostenible. La rehabilitación, por ejemplo, se haría con materiales respetuosos con el medio ambiente. El alcalde accidental estos días, ha querido la casualidad, es Juan Giner, hombre de la máxima confianza de Catalá y también concejal de Licencias y de Urbanismo. Él explicó ayer que han mantenido «al menos tres reuniones» con los propietarios para buscar una salida. Los dueños, siempre según el Consistorio, ven con buenos ojos esa rehabilitación y posterior puesta en marcha, que les permitiría sacar provecho a un gigante varado que, por el momento, sólo les genera gastos (aunque tampoco demasiados, a tenor del interior del mismo, totalmente abandonado, con los techos caídos y lleno de escombros).
Ahí entra la conselleria, cuyos técnicos, junto a los de Costas, han de decidir si el edificio está o no fuera de ordenación, como dice Compromís. Si es así, aseguran desde la formación econacionalista, no se puede hacer nada, ni la residencia de ancianos que en su momento pedían los vecinos que, ahora, claman por una solución definitiva para dejar de tener un hormiguero okupado en primera línea de playa.
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