En Valencia caben tantas cosas que cada barrio resulta un mundo entero por descubrir. Los rincones, los comercios y las gentes cambian en fronteras que el asfalto ha desdibujado, pero que siguen -de alguna manera- presentes. LAS PROVINCIAS empieza una serie de reportajes recogiendo la realidad de diferenes zonas de la ciudad a través de sus sonidos. Un recorrido sensitivo por algunas de las otras muchas historias que tendrá que contar cada barrio.
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La tarde de Benimaclet desvela la gran contradicción en la que vive esta zona. Por una parte, el pueblo que pasó a ser barrio de Valencia, pero se sigue resisitiendo a formar parte de la ciudad: hay un dicho por allí que proclama con saña «Benimaclet, califat independent!». Los comercios aguantan a las grandes superficies, las generaciones permanencen en las casas familiares, sus calles peatonales han sabido escapar del tráfico frenético y el turismo, una abuela le dice a su nieto cuánto le ha costado su merienda traducida en pesetas. Esa singularidad la defienden todos los días, a través de una extensa red de asociacionismo con la que el barrio intenta pensar como uno. Pero además, se cuentan a decenas las iniciativas privadas o cooperativas que tienen como objetivo dar vida a las calles.
El plan urbanístico fue una de las resistencias del barrio que en la calle Poeta Ricard Sanmartí sigue visible. La manzana entre la calle Masqueta y la del Ingeniero Vicent Pichó se declaró para uso escolar, pero quedó un solar que formaban dos casas y una vaquería. Una de las casas pertencía a un hombre que tenía como obsesión morir en la casa que estrecha la calle. La vaquería y la casa quedaron abandonadas durante 30 años porque el propietario de la segunda se trasladó a un piso cercano cansado de las piedras que tiraban los jóvenes y otras trastadas con las que no quería convivir.
Candi (así es como quiere ser citado, sin su nombre completo ni apellidos) nació en Benimaclet, pero la vida le llevó a la vendimia de Requena. Cuando volvió le propusieron formar parte de un centro social que se iba a alzar en la vaquería. «Era tal cual, con cochineras y sin mobiliario», cuenta, «Las puertas nos las encontramos en la basura y las instalamos, el parqué nos lo donó un gimnasio que quebró...». Así, poco a poco, se fue alzando lo que es ahora: Escuela Meme, un espacio en el que se imparten talleres de teatro, manualidades, artesanía... Pero por encima de eso, es un espacio de encuentro y tranquilidad para quién quiera, un punto para aquello que necesite y ofrezca la gente del barrio.
Dentro, en un escenario, un grupo ensaya su próxima obra; fuera, cinco mujeres hacen artesanía mientras hablan de todo un poco. El centro se financia con los 10€ que aporta cada socio al mes y con lo que se pueda recaudar de alguna otra actividad paralela: «Siempre vamos justísimos, aunque el alquiler y todo sea barato, porque este centro está hecho para el barrio, no para recaudar», explica Candi.
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El centro vive en sí una contradicción: han sido galardonados por el Ayuntamiento en el Año Internacional de la Educación y en el último año han tenido dos quejas formales formuladas por la misma entidad. «Nadie nos hace caso pero a nosotros no nos hace falta. Benimaclet será el barrio que su gente decida. Y si tiene que ser de otra manera, será. Y si tiene como morir como barrio porque la gente así lo quiera, también será», concluye.
Las historias en Benimaclet no se buscan, se encuentran. Hablando con diferentes vecinos, surge su propio interés por orientarte (como si se tratara de una calle o un comercio por el que se le preguntase) hacia personas que tienen mucho que contar. Un tendero que vivía fuera recuerda que había un hombre unas calles más allá que salía con su caballo por el barrio. «No sé si seguirá porque creo que los vecinos se quejaron por el ruido, pero era muy curioso».
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En cuanto se dobla la esquinas de esa calle más allá, se encuentra una cochera con una pequeña pieza de metal con la figura de un caballo sobre su puerta. Dentro se encuentra Fernando acariciando a un perro. Una escena que confirma la historia.
Fernando lleva 83 años viviendo en Benimaclet y tiene el aspecto más similar a un cowboy que se pueda ver en toda Valencia. Las herencias y las renuncias convirtieron su casa en su edificio, que ahora comparte con su hija. En la puerta de la cochera tiene un marco con varias fotos de su juventud, ya ligada a los mundo equino.
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No es un hombre con un discurso a favor o en contra de nada, ni mucho menos un activista del barrio; durante los 15 minutos de conversación, no para de contar historias sobre la casa, su mujer ya fallecida o sus recientes problemas de salud y cómo los ha resuelto él solo haciendo caso omiso a los doctores. A veces, mientras recuerda cosas, solloza durante un instante, pero se recupera rápidamente y vuelve a ser el cowboy que aparenta. 83 años en Benimaclet dan para muchos recuerdos, pero la vida ya no es la misma: ahora su garaje no lo ocupa su caballo, ahora solo le espera el perro que suena mientras cuenta su historia.
Tras fotografiarse, pide que se le haga llegar la foto impresa. La esperará personalmente allí el domingo, y cuando la reciba irá a Alboraya, la nueva ubicación de la cuadra que ahora es un garaje vacío que ahora solo habita un perro.
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El sol se pone y la noche desvela la otra parte de esa gran contradicción de Benimaclet. La del barrio del ocio alternativo y no tan alternativo. La que la convierte en ciudad dormitorio, la que habitan estudiantes y otros animales nocturnos. Algunos de ellos se reúnen en un sitio estrecho que se hace aún más pequeño los jueves, cuando la gente lo abarrota. Es el Kaf Café.
Sebas, el propietario del local, aguarda la puerta para controlar el ruido y que no entren más personas de las que pueden. Dentro, se sirven bebidas y comida, pero la gente está atenta a otra cosa. Al final del local estrecho, justo al lado de la puerta de los baños, se levanta un pequeño escenario. Hoy hay sesión de micro abierto, es decir, que poetas, literatos y cantautores anónimos tienen la oportunidad de visibilizarse sin ningún requisito. La gente escucha con máximo respeto y solo habla entre actuación y actuación, cuando los aplausos no permiten charlar bien. «El proyecto del Kaf Café es el de recuperar la idea de los cafés literarios. Es un espacio de la palabra, de los que crean con ella», según el responsable.
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Kaf Café surgió en un taller de poesía en el que dos amigos que se quedaron en paro decidieron abrir algo que les apasionaba: la idea de juntar a poetas, «un centro de reunión que más allá de tomarse una cerveza, se convertía en un lugar de arte y de debate», cuenta. Todos los jueves casi un centenar de personas acuden a ello.
La comunión entre el local y Benimaclet fue de casualidad pero «es obvio que era en Benimaclet en 2009 cuando se necesitaba un proyecto como este». Después de nueve años, las sesiones de micros abiertos se han popularizado y es una de las opciones más sólidas de la ciudad, aunque Seba reconoce que el barrio ha perdido muchas iniciativas muy interesantes: «es un síntoma normal de esta sociedad en la que nos hemos quedado medio abobados», reflexiona.
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Otros animales nocturnos se reúnen en El Glop. Uno de sus lemas es «30 años disfrutando juntos de la mala fama». El bar se encuentra en la plaza de Benimaclet, y ha sido escenario de muchísimas cosas como la grabación del videoclip de 'Corazón de Tiza' de Radio Futura. Siempre ha sido refugio de jóvenes rockeros, combativos y alternativos. El tejido social del barrio le debe mucho a la barra de este local.
Hasta hace unos pocos meses, la plaza también era escenario de grandes macrobotellones, gente meando en calles y mucho ruido. El Glop se convirtió en el satélite de otra cosa diferente por la que nació.
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El trabajo de las asociaciones de vecinos y la presión policial ha cambiado ese escenario. Ahora se patrulla la plaza cada poco tiempo, y los únicos que quedan fuera son los fumadores que acortan el cigarro para volver al ambiente, que ha vuelto a estar dentro. En la barra, parroquianos que recuerdan historias de 20 años atrás, uno de ellos ni siquiera vive en el barrio ya, «pero es el sitio en el que quiero estar a veces», cuenta. En las meses, estudiantes y otra gente del barrio, algunos con cervezas, otros con cazallas y otros con un café. Se juega a los dardos, al pinball y al billar. Suena música alternativa y sobre las botellas, estanterías infinitas de discos y discos, testigos de como han cambiado las cosas en el mundo desde que Radio Futura rodara allí.
La estampa de la contradicción se ha adelgazado algo más desde que los vecinos pueden dormir y los animales nocturnos tienen donde refugiarse. Tal vez la clave del barrio sea esa: la de permanecer a pesar de todos, la de acoger y ubicar en vez dejarse moldear.
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