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texto: ana cortés. fotos: j. monzó
Valencia
Domingo, 8 de septiembre 2019, 00:19
Miguel, a sus 59 años, no conoce mejor vida que la que ha tenido entre las paredes de la alquería familiar, en el Camí dels Catarros de Quatre Carreres. Las vistas desde su patio son impresionantes, también el calor que emana de los caminos terrosos. Los edificios del Ágora y del Oceanogràfic se alzan a lo lejos y quedan enmarcados por los pequeños cultivos de la zona. Su madre, Josefa, de 79 años, vivió una temporada en un piso de Ruzafa, pero tardó poco en volver a su hogar. «Es un lugar muy tranquilo y con la ciudad al lado, aunque en dos días, habrá acabado con esto. O ella, o las construcciones del puerto», cuenta Miguel mientras señala las grúas del área portuaria en el horizonte.
MiGUEL. 59 AÑOS. QUATRE CARRERES
En otros tiempos, la alquería valenciana era memoria de la agotadora rutina del agricultor. A principios del siglo pasado, la gran parte de estos inmuebles no contaba con desagüe, agua caliente o cocinas equipadas. Debido al crecimiento de la ciudad, muchos labradores fueron acogidos por barrios de nueva construcción. Las alquerías fueron engullidas por las fronteras urbanas. Las abandonadas se expropiaron o la ruina hizo acto de presencia. Hoy, todavía quedan muchas habitadas, incluso en la periferia, como las de Vicente Gómez y Jerònim Miralles. La autovía o monumentos icónicos son el nuevo marco de esta arquitectura centenaria, que se conserva gracias a los amantes de vivir a medio camino entre pueblo y ciudad. Algunos nunca se marcharon, otros regresaron y unos pocos dejaron la ciudad en busca de calma.
jerònim miralles. 74 años. poble nou
Todos los vecinos entrevistados por LAS PROVINCIAS coinciden en que «no cambiarían por nada su alquería». Aunque pueda tratarse de una versión idealizada, ellos sólo han conocido la felicidad bajo el techo y el entorno del emblema arquitectónico de la Comunitat. Valencia es una de las urbes españolas privilegiadas que se rodea por terrenos hortícolas, lo que supone que el aislamiento propio de la casa de la huerta no esté reñido con la proximidad de comercios y lugares de ocio. Pese a sus beneficios, «todavía falta seguridad», como apunta José Antonio Ruiz, vecino de Benimaclet.
Vicente y Jerònim, de 69 y 74 años, veneran sus hogares en Poble Nou. Nacieron en alquerías y se conocen entre ellos. «Nací aquí y nunca me mudaría a un piso», apunta Gómez. Su casa junto a la ronda norte y la Yeguada Roig, de dos plantas, huerto y terraza, ha sido el hogar de varias generaciones. Vive con su mujer, un perro y un caballo. Su nieta, la pequeña Sofía, de siete años, reside a un par de minutos de sus abuelos y pasa muchas horas en la huerta. «Casi siempre vengo andando desde mi casa», explica la niña. El matrimonio asegura que la vida es muy diferente en un enclave como el suyo, «no hay problemas con los vecinos y lo que se necesita está a unos minutos cruzando la carretera».
vicente gómez. 69 años. poble nou
El entorno mezcla imponentes bloques de viviendas al fondo y una gran extensión de cultivos, donde plantan chufas, alcachofas o patatas, según la época. Entre la docena de alquerías que se ven a lo lejos quedan otras habitadas, pero la mayoría se utilizan como cuadras y almacenes agrícolas. Una de ellas se emplea para secar hojas de tabaco cosechadas en el campo de al lado. La actividad fue muy popular en esta zona, entre Poble Nou y Borbotó, hasta que decayó en los noventa.
Miralles considera que son una gran comunidad, «nos conocemos todos». «Vivo de la tierra desde niño, pero al mismo tiempo siempre he tenido todo cerca. Iba andando a todas partes, hasta a la escuela», rememora el anciano. Con la piel curtida por el sol, confiesa que es un trabajo arduo y poco rentable, pero también que su ubicación es «maravillosa». Su inmueble, la alquería Guerra, estaba rodeada por pequeños comercios hace un par de décadas. Ahora, con la construcción aledaña de un complejo comercial, «todos han desaparecido lentamente».
No hace mucho que José Antonio Ruiz se mudó a este tipo de vivienda, y su calma le conquistó rápidamente. Como dueño de la floristería del cementerio de Benimaclet, se trasladó hace cinco años «por comodidad» a una pequeña alquería del Camí de Vera. «Vine por mi trabajo y aquí me quedo», afirma José. Cuando llegó, pudo imaginarse la rudimentaria vida en una alquería clásica. «Antes, las aguas residuales iban a un pozo ciego y el baño estaba fuera de la casa, junto a la terraza», cuenta Ruiz. Sin embargo, la residencia actual tiene todas las facilidades de un apartamento cualquiera, como su antiguo hogar en la calle Ramón Llull. Tanto es el confort que ha experimentado, que su hija ya se ha mudado a una alquería próxima con su recién nacida.
JOSÉ ANTONIO RUIZ. 51 AÑOS. BENIMACLET
En Quatre Carreres, Benimaclet y las pedanías del sur, como Font d'en Corts y La Punta, aún quedan vestigios, incluso los hay convertidos en restaurantes o centros municipales. Sin embargo, los propietarios de las alquerías se quejan de «la ausencia de ayudas públicas para las rehabilitaciones estructurales y la escasa acción policial por tratarse de zonas despobladas». Además, al ser huerta protegida, los terrenos colindantes no son edificables y, según ellos, «la burocracia para hacer reformas es interminable».
Recientemente los vecinos del Camí de Vera denunciaron la situación insostenible que se repite cada año: los botellones junto a la alquería Serra, conocida como la escombrera por los jóvenes que acuden. La finca, declarada Bien de Relevancia Local y que goza de protección patrimonial, convive habitualmente con orines y basura fruto de la fiesta. «Hay mañanas que da miedo salir de casa, han llegado a tirar botellas de cristal contra la floristería», detalla Ruiz. «Llamamos siempre a la policía y aquí no viene nadie. Como mucho, aparecen a las horas», añade.
La Casa Tota, otra conocida edificación situada frente al monasterio de San Miguel de los Reyes y declarada con el mismo distintivo patrimonial, sufre las consecuencias de una vivienda ocupada en la misma calle. Uno de los habitantes que nació bajo esta alquería centenaria «quiere morir en ella»; aunque, tal y como relatan los residentes del barrio, la tranquilidad sucumbe a los gritos incesantes a plena luz del día y «sin que la policía actúe». Pese a ello, este hombre recuerda su infancia entre la huerta. «Solíamos cenar fuera en verano. Si se acercaba algún vecino, compartíamos la comida con él», cuenta nostálgico este heredero del pasado rural valenciano.
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