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Turia Confidencial

rafa lahuerta

Jueves, 7 de julio 2022, 18:08

Comprendí la metafísica del viejo Turia bajo la lógica implacable del zapatillazo. Te hablo de 1980. Yo debía tener unos ocho años y medio. Vivíamos en la calle Gorgos, en el corazón de una ciénaga recién asfaltada. Mis padres trabajaban, así que los sábados servían para explorar el paisaje. El mundo era el patio del colegio del Pilar, los solares de la actual Mezquita, la terraza del bar Los Checas y alguna visita esporádica a los huertos de Benimaclet bajo el vial que daba al semáforo de Europa. Nuestro deporte favorito era esquivar a los gitanos que acampaban al final de la calle Clariano, en las casitas bajas que los ferroviarios habían abandonado pocos años atrás. Aquel sábado fuimos al río, tan lejos y tan cerca. Aún pasaba un hilo de agua y su carácter indomable procedía del No-Do. Lo que sabía del Turia era la fábula. En el ya desaparecido Gremi de forners, en la calle Gobernador Viejo, había una rajoleta con la leyenda «Hasta aquí llegó la Riada, 14 octubre 1957».

Veintitrés años después de la tragedia, quedaba el esqueleto, un rumor cargado de pompas fúnebres. Más que como eje de simetría urbana, el Turia funcionaba como frontera y proyecto de novela. Yo había nacido a los pies del Mercado Central, pero mis recuerdos se congelaban en una maleta de cartón comida por las ratas. Lo que sabía era el eco fluvial amortizado, la tirita de una herida antigua, un reguero de pólvora que dividía la ciudad en dos sin que la ciudad lo supiera, tan extrañada ante ese nuevo plano que dejaba al aire todas sus anomalías. En 1980, la zanahoria del progreso parecía empujarnos en la dirección correcta.

Desde nuestra nueva orilla, la València de Blasco Ibáñez era algo que había sucedido en la Antigüedad, un misterio que aún no me concernía. La ciudad que llevaba el nombre de nuestra ciudad se formulaba en pasado, al otro lado, entre callejones, habitada por fantasmas que yo sólo intuía en algunas conversaciones. Hasta donde yo sabía, eran los otros los que cruzaban el río para ver jugar a Kempes en Mestalla. Ese sábado pasamos por la avenida de Suecia, por la calle Finlandia, por las dependencias policiales que ocupaban el actual hotel Westin. Noruega no existía y la calle del Trench sólo era el rumor de algunas mañanas de verano en las que acompañaba a mi padre a dejar el pan en Comidas Esma, la tasca Borgo, el bar Chicote.

Finalmente bajamos al cauce momificado. Nos sacamos la chorra, tiramos algunas piedras y saltamos a la otra orilla por un hueco donde era complicado caer al agua. Lo hicimos todos menos El Cagaleches, que a partir de ese día cayó en cierto ostracismo. Con nueve años y medio, El Cagaleches ya era adicto al batín de felpa y a las zapatillas de andar por casa. Con el tiempo supimos que era madridista, el primer madridista camuflado de nuestra infancia. Yo creo que nos engañó porque en aquella época todos los madridistas tenían cara de Fernando Esteso cantando La Ramona Pechugona, y El Cagaleches, de ahí el mote, parecía el hombre blanco de Colón, casi un albino. Debió ser entonces cuando una clienta del horno de mis padres que cruzaba el desaparecido puente de La Pasarela nos vio encendiendo una fogata. Nos pasaba siempre. La ciudad estaba llena de confidentes y delatores. Le faltó poco para decírselo a mi madre.

Cuando llegué a la hora de comer me preguntó que dónde había estado. En el patio del colegio, contesté. ¿Estás seguro? Pues claro, en el patio, jugando al fútbol, con los demás. ¿No habréis ido al río, verdad? ¿Qué río?, pregunté haciéndome el depistado. El primer zapatillazo era siempre el peor. Por inesperado, por doloroso, porque no había manera de esquivarlo. La técnica de mi madre era muy depurada. Gozaba de una agilidad felina. El segundo zapatillazo ya lo veías venir por el rabillo del ojo, como Andújar Oliver arbitrando en Las Gaunas. Amortiguarlo con la táctica del escarabajo pelotero era tarea sencilla. Otra vez vuelves al río y me mientes, sentenció ligeramente acalorada. 42 años y medio después sigo sin saber quién nos delató. Esta columna va por ti, chivata. Escrito queda que donde alguna vez hubo un río, nunca desaparece la corriente. Ni la brisa.

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