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Imagen de la cúpula en pleno proceso de restauración. Damián Torres

Valencia, desde el cielo: cómo se restaura la cúpula de Escuelas Pías a 30 metros de altura

LAS PROVINCIAS sube a lo más alto de la iglesia valenciana para ver de cerca los trabajos de restauración, que apuran su cuenta atrás: en enero está previsto culminar su laboriosa reforma, mezcla de tecnología y espíritu artesanal

Jorge Alacid

Valencia

Jueves, 9 de noviembre 2023, 00:28

Desde fuera, la iglesia valenciana del colegio de las Escuelas Pías recuerda ahora a un inmenso mecano, no carente de gracia a pesar de los andamios que recubren su inmensa cúpula, la segunda más grande de España. O tal vez debido a ellos, a esa ... nueva piel metálica que pasa algo desapercibida porque la visión más idónea de ella se obtiene alejándose unos cuantos metros para paladearla en toda su belleza: desde la plaza de Brujas, por ejemplo, se empieza a entender el complejo jeroglífico que, vistas sus magníficas dimensiones, encierra la obra de restauración que se acomete desde hace meses y que enfila su recta final. Hacia enero está previsto que el andamiaje se retire, la cúpula brille sobre Valencia en todo su esplendor y también se habilite de nuevo al culto el templo, cuyo interior es hoy otro amasijo de hierros que se izan hacia el extremo más alto de la fantástica mole, mezcla de arquitectura e ingeniería, que saluda la vida valenciana desde 1738. Un formidable templo que afronta la cuenta atrás de su reapertura sometido a una profunda cirugía, cuyos secretos desvela para LAS PROVINCIAS el arquitecto responsable del proyecto, Luis Cortés.

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Convertido durante unas horas en un impagable cicerone, de su mano ingresamos en las interioridades del edificio y como quiso su autor original, también nosotros nos elevamos sobre nuestros pies para alcanzar el cielo. El cielo de Valencia, más cerca después de ascender una infinidad de peldaños: desde esta altura, a más de 30 metros sobre el nivel del suelo, podemos acariciar las nubes. Es uno de los privilegios que distingue este trabajo ejecutado por Cortés y su equipo, según un proyecto donde intervienen sus colegas Rafael Soler y Alba Soler: regalarse cada mañana unas inmejorables vistas de Valencia. El mar, la Albufera, el graderío de Mestalla: símbolos locales que ofrecen una perspectiva única al término de nuestro recorrido, cuando llegamos a la base del enladrillado templete (otra referencia local) y sorteamos el trabajo de los operarios que, distribuidos por gremios, se encargan de ultimar la reforma de esta parte de la cúpula. El día, algo neblinoso, conspira contra esa expectativa de ver la ciudad entera a nuestros pies, pero no podemos quejarnos: las torres de Quart, los Santos Juanes, el caserío antiguo hacia Serranos… El viejo río allá al fondo, serpenteando hacia el Mediterráneo en un espléndido zigzag de color verde intenso. Es una Valencia impresionante, aunque el lujo de trabajar rodeado de tan singular paisaje no es la única prerrogativa de que pueden presumir los hacedores de esta profunda rehabilitación: el atributo clave de su trabajo consiste en intervenir en una obra que Cortés define en términos entusiastas como «la mayor maravilla constructiva de Valencia».

Damián Torres

No hay hipérbole en sus palabras. De lejos, la iglesia impresiona, desde luego, a pesar de las edificaciones aledañas que algo de potencia le restan. Pero es vista desde dentro o trepando por el andamio rozando su piel cuando se nota la enorme fortaleza del edificio, su condición de icono. El equipo de Cortés tiene experiencia ya en este tipo de trabajos (Carlet, Sueca, Massamagrell) y cuenta con un apabullante historial en la rehabilitación de edificios que arranca de su conexión con el despacho del mencionado Rafael Soler, donde recayó allá en 1995 el encargo de acometer la mejora del templo, cuyo nivel de conservación parecía tan mejorable como se deduce del testimonio que aportan los responsables del colegio: «Se caían algunos cascotes al patio». Unas peligrosas molestias que justificaban su restauración, recayente finalmente en el despacho que dirige Cortés para su dicha… y algún dolor de cabeza. Porque la reforma, como se puede entender, encierra una elevada complejidad. «Estamos haciendo un trabajo de tecnología punta», señala, izado como nosotros a la fase final del andamio, a la altura de donde arranca el templete que lo remata, a unos 24 metros desde la calle. Sobre nuestras cabezas luce el pararrayos que hace tope: queda apenas algún tramo más de escalada pero desde ese punto nos podemos hacer una cabal idea de cuanto nos relata. El uso de drones para mapear la obra, los croquis a mano alzada, el laboratorio de ensayos instalado en un rincón de la iglesia para fabricar su propio mortero descartando los productos químicos, el estudio riguroso de la maqueta que diseñaron para entender la criatura a la que ahora otorgan una nueva vida… Una laboriosa tarea que se explica por la propia magnitud del edificio y por su pretensión de aspirar a que también la eternidad sea tan benevolente con su intervención como lo es con la obra original: que perdure siglos en el tiempo.

En esta cuenta atrás que acomete la reforma llama la atención el recuento numérico que Cortés recita para hacernos una idea de la envergadura de su obra. Más de 32.000 tejas, por ejemplo, testimonian las dimensiones de la cúpula que recubren, según el viejo principio de Le Corbusier: ser fieles a la importancia de la llamada quinta pared, esa cubierta que aquí alcanza un estatus extraordinario y merece un trabajo meticuloso, donde se congenia lo nuevo (la tecnología más moderna que despliega el equipo arquitectónico) y lo tradicional, pura artesanía. Quienes esta mañana de otoño se aseguran de la perfecta colocación del nuevo techo, según la imperecedera técnica del tres bolillo, o quienes se ocupan de relucir en tres tonos de azul las tejas que van ocupando el sitio de las antiguas, eliminando salpicaduras, de acuerdo con esa misma secuencia que exige atacar la obra «ladrillo a ladrillo». «Aunque casi es más compleja la preparación del proyecto que su ejecución», apunta Cortés.

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Un trabajo previo que ahora cristaliza en la presencia constante de un reducido grupo de operarios: apenas ocho personas que, eso sí, no paran ni un segundo. El escaso número de trabajadores se explica porque la cúpula no admite una intervención muy invasiva: al revés, debe ser un proceso gradual, atacando en cada fase de la restauración una zona muy concreta del total, tanto los ríos por que canalizan las aguas en caso de lluvias o las bocatejas. Son más de mil metros cuadrados de intervención, que Cortés describe mediante una imagen que ayuda a comprender su intención: «Abordamos la cúpula como si fuera una fachada». Y añade: «Muchas manos trabajando a la vez se molestan».

Sus palabras nos acompañan mientras descendemos ya del cielo de Valencia y enumera nuevos datos que ayudan a calibrar la magnitud de su desempeño. La enorme luz, superior a los 24 metros, que dota de magnificencia a la cúpula, una cifra que llega a los 30 metros si se tiene en cuenta la superficie que reclama ahora esa suerte de parapeto formado por los andamios que rodean su exterior, sin acostarse nunca sobre el edificio, al que someten a una metódica cirugía: «Si se apoyase el andamiaje sobre el templo, corríamos el riesgo de dañar la iglesia». El mismo elemental criterio de seguridad obligó a descartar cubrir el templo con una lona, que hubiera generado un peligroso efecto vela, en función de unas pautas donde llama nuestra atención algunos de los elementos introducidos también para reforzar la cubierta. Por ejemplo, unas bandas de fibra de basalto que ejercen como un sutil encofrado entre teja y teja; o unas sujeciones en fibra de vidrio que fortalecen la conexión con la piel de la cúpula. «Antes se utilizaban unos clavos de boj», recuerda Cortés, quien relata un rico anecdotario de incidencias que despierta nuestra sonrisa, como aquel amago de ataque de las gaviotas que tienen aquí su nido.

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Hemos regresado a la cota cero, luego de detenernos un minuto para inmortalizar desde una plataforma situada al pie de la linterna las vistas majestuosas que nos obsequia Valencia. Es una zona que sirve además como prueba del ingenio con que se acomete la intervención, porque ayuda como campamento base para el transporte de materiales, una cuestión central en una rehabilitación de esta índole. «Es un edificio muy bien construido», se admira nuestro guía. Cortés ha llegado ya con nosotros hasta el patio, desde donde unos corredores nos conducen al interior del templo. Nuevo asombro, más bocas abiertas entre quienes lo visitamos por primera vez y lo descubrimos tomado por los andamios. Nos sorprende recordar que hace unos segundos estábamos allí arriba, inspeccionando por el exterior algunas grietas recién reformadas, hermanas gemelas de las que ahora vemos desplazarse por las zonas más altas de la iglesia: «Cuando empezamos a trabajar, podíamos meter la mano por una de ellas», recuerda el arquitecto, mientras se admira como nosotros ante la esbelta planta circular del templo, esa filigrana constructiva que se inspira en la antigua Minerva Médica romana. Nos propone entonces seguirle hasta la segunda tribuna, por los entresijos del edificio. Una menguada escalera que descubre los misterios del templo nos lleva hasta esa privilegiada posición, desde donde los miembros de nuestra comitiva que se han quedado junto al hermoso altar parecen ocupar el tamaño de unas hormigas. Una metáfora de cuanto quiso expresar el autor del edificio y también del carácter religioso que le imprimió, una bella manera de acabar nuestro recorrido.

Suena un tictac interior en el corazón de Cortés y su equipo, porque apenas faltan un par de meses para la fecha de conclusión de sus trabajos, pero es una cuenta atrás que interiorizan con un alto sentido de la profesionalidad. Es importante acabar la obra pero, sobre todo, es trascendental hacer bien su trabajo, a imitación de los maestros fundacionales que pusieron en pie la iglesia de las Escuelas Pías. Porque, como concluye el arquitecto, «cuando restauras un edificio no hay que correr».

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