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Hay varias cosas que llaman la atención cuando uno entra en la zapatería de Benito. Lo primero es la ingente cantidad de botas, tacones, deportivas o mocasines que pueblan los estantes en un orden anárquico para quien observa, pero completamente sistematizado para el zapatero. Lo segundo es la amabilidad que derrochan tanto él como su hijo, sonrientes y bromistas con cada cliente que cruza el umbral de la puerta. Y lo tercero, al igual que ocurre con la mayoría de zapateros que también han conseguido sobrevivir a los achaques de la globalización, es la gran dosis de rudimento que todavía hoy atesora el local ubicado en la calle Almirante Cadarso.
Benito padre regenta una de las zapaterías más ancianas de nuestra ciudad. Abrió sus puertas en el año 1957, pocos meses antes de la Gran Riada. Por aquel entonces, su padre decidió invertir todo lo que tenía en el pequeño negocio, en aquella época de un diámetro de 5 metros cuadrados. Allí, Benito abuelo confeccionaba zapatos para los ciudadanos de la época, e involucró a su hijo desde bien joven.
Con 11 años, Benito padre empezó a echar una mano en la zapatería a cambio de unas cuantas pesetas. Con 16 años se convirtió en trabajador fijo del negocio. «No he hecho otra cosa en toda mi vida que no sean zapatos, pero me siento muy afortunado», cuenta al tiempo que martillea con tesón el tacón de una bota. Porque además de esa amabilidad en su trato con la clientela, sorprende sobremanera el optimismo casi intrínseco que tanto él como su hijo viven en sus carnes.
No piensa que el oficio vaya a desaparecer, al contrario de lo que indica la lógica de un mundo que produce en masa y sin tregua. Tanto él como Benito hijo –quien heredará el negocio– son conscientes de que, ahora, la mayoría de la gente tira los zapatos gastados y compra otros nuevos en vez de llevarlos al zapatero. Sin embargo, no creen que eso vaya a suponer un ocaso para el oficio. «Las perspectivas son pesimistas, pero yo creo que mientras la gente calce zapatos, seguirá habiendo zapateros», comenta risueño mientras secciona confiado un pedazo de cuero con precisión milimétrica.
Y lo cierto es que no parece que le falte razón. Es un miércoles a las 19 de la tarde y en la zapatería no dejan de entrar clientes, uno detrás de otro. Le llevan zapatos con la suela agrietada, el forro gastado o el tacón despegado. También bolsos con la cremallera desencajada, cinturones con la hebilla rota o incluso, de tanto en tanto, tacones que cuestan más dinero que un vuelo de ida y vuelta a Estados Unidos. Y Benito los devuelve a la vida, a todos y cada uno de ellos, para que sus dueños puedan seguir gastándolos en perfectas condiciones.
Pertenece a una familia de zapateros. Además de su padre, dos de sus tíos, su cuñado y varios hermanos se dedicaron siempre al noble arte de la reparación de calzado. Hasta hace unos años. El paso del tiempo hizo que algunos se jubilaran cerrando sus negocios o que, sencillamente, buscaran una alternativa laboral que no implicara trabajar tantas horas. Porque si en este negocio hay alguna clave, además de tener un buen maestro, esa es «echarle horas, horas y más horas», tal y como indica.
Ni a él ni a su hijo se les ve preocupados por el futuro de la zapatería. Los dos son conscientes de que el oficio ya no es lo que era, pero en ningún caso piensan que la reparación de calzado vaya a desaparecer. En su lugar, van adaptándose a las circunstancias. Benito hijo se ha dedicado a ampliar el negocio. Además de reparar zapatos, ahora duplican llaves, arreglan mandos de garaje, afilan cuchillos... «Esto es el futuro. Adaptarse o morir, ¿no?», comenta sonriente. Y lo cierto es que Benito hijo no ha estudiado nada para dedicarse a todo esto. Bueno, mejor dicho, no ha recibido estudios reglados. Su sabiduría en torno al negocio, al igual que la de su padre, radica en la pura y dura experiencia, ni más ni menos. «Esto funciona a base de prueba y error. Al final te conviertes en un experto», dice tras garabatear algo en el libro de cuentas.
En un momento dado, atraviesa la puerta del negocio Pablo González-Tornel, el director del Museu de Belles Arts de Valencia. Lleva consigo unos vistosos zapatos con sutiles adornos de leopardo. Benito y él se conocen de sobra. «¡Este hombre es una caña! Siempre trae unos zapatos espectaculares. Tiene un gusto exquisito…», espeta el zapatero con franqueza. «Si Benito se fuera, nos quedaríamos sin barrio», le devuelve el cumplido González-Tornel.
Haciendo memoria, Benito recuerda cómo era el barrio de l'Eixample antes, hace décadas, cuando la dictadura pesaba sobre nuestro país y el mundo no era un lugar interconectado como lo es ahora. «Había muchísimos servicios: carpinterías, ferreterías, sastrerías, tapicerías, cristalerías, tornerías…».
La fisionomía del barrio ha transitado hacia un predominante sector hostelero. Ahora, cuenta, todo son bares y restaurantes. De entre tantísimos negocios que fueron bajando sus persianas, tan solo queda un bar de toda la vida –el Marabú– y la lamparera de la calle Burriana, una señora que se ha pasado la vida entera vendiendo bombillas de todos los tipos posibles.
Benito agarra una pistola de clavos y comienza a pegar disparos a la suela de un zapato con un nivel de habilidad que parece intrínseco en él.
¡PAM, PAM, PAM, PAM!
Deja ese zapato y alcanza el siguiente.
¡PAM, PAM, PAM, PAM!
Mientras tanto, Benito hijo agarra una llave con fuerza y la repiquetea una y otra vez en la máquina de duplicado. Luego trastea con el chip de un diminuto mando de garaje, se pone a cortar cuero o atiende sonriente a los clientes que entran.
Trabajan muchas más horas que la mayoría y el dinero les alcanza para tirar hacia adelante y poco más. Y aún así, al observar cómo Benito padre agarra la pistola de clavos, martillea un tacón o secciona un pedazo de cuero, uno se da cuenta de inmediato de lo mucho que disfruta.
Preguntado por todas esas personas del mundo que tienen el privilegio de vivir cómodamente pero aún así van por ahí con aire malhumorado y grisáceo, sacude la cabeza y se limita a decir: «Qué lástima, ¿no? Me parece muy triste. ¡Hay que ser optimista! Si no, ¿para qué estamos aquí?».
Y sin darle muchas más vueltas, vuelve a lo suyo junto a su hijo. En la zapatería de Benito Zamora siempre queda algún zapato por reparar.
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