Lleva un año viviendo en Valencia. Más bien, sobreviviendo. Su hogar es el respiradero de un aparcamiento. Vive en una pirámide de metal sobre un ... parking en la avenida Tres Cruces. Charles ha convertido un recoveco de apenas diez metros cuadrados en su casa. Acceder al interior es difícil, hay que destapar una trampilla y hacer contorsionismo para poderse meter dentro. «¡Mirad qué rápido entro y salgo! ¡Ya he perfeccionado la técnica!», dice el nigeriano de 30 años con una sonrisa de oreja a oreja mientras cuela sus piernas por el hueco.
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Charles mide más de 1.80, y la pirámide de metal no le permite mantenerse erguido. Pero se siente agradecido de tener un techo, aunque sea de rejilla, que le cobije de la lluvia. «Los que peor están son los que de verdad duermen en la calle al aire libre, hay que ayudarlos», dice el hombre. Primero piensa en los que están «peor» que él, aún a sabiendas de que tiene que partirse la espalda para poder comer.
Madera a madera ha colocado un «suelo» provisional. También tiene una cama de matrimonio en la que descansan sábanas y cojines. Antes de salir para hacer la entrevista, Charles se cambia la camiseta por un polo de color blanco y se inunda en colonia. Guarda con cautela sus pocas pertenencias. Tiene zapatillas y también cubiletes para ponerle el agua y la comida a su perra Estrella.
La pequeña perrita le sigue allá dónde vaya, se detiene cuando él se lo dice, y eso que en realidad no es suya. Era de un amigo de Rumanía que está en el hospital en coma. Pero Charles la cuida mientras tanto. No ha comido nada en todo el día, pero corta un pedazo de su hamburguesa para dárselo a Estrella. «Guapa, guapa, guapa», le dice mientras le acaricia la tripa amarronada. Habla una mezcla de español e inglés. Intercala palabras de ambos idiomas para hacerse entender.
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Habla como si la fortuna le sonriera. Es más feliz en su respiradero de lo que lo son muchos magnates en sus mansiones. Pero «todo lo que quiero es poder trabajar y poder vivir en una casa de verdad», dice. Mientras pelea por regularizar su condición en España, el hombre sabe cómo sacarse las castañas del fuego. En el respiradero de enfrente guarda botellas de butano para poder cocinarse comida caliente. Los vecinos ya conocen a Charles, y también los pacientes del Hospital General, situado en frente.
Una mujer en silla de ruedas no duda en pararse al verlo. Hacen bromas. El joven nigeriano está siempre de buen humor: «No tendré dinero, pero al menos estoy vivo y eso es suficiente». Sólo acepta dinero de los viandantes si es por su «trabajo». Se recorre la avenida de Tres Cruces haciendo el pino o dando volteretas en el aire. «Aprendí acrobacias en Nigeria cuando tenía 16 años. Me encantan», dice mientras muestra cómo su pulgar se chasquea al flexionarlo, mella de todo el ejercicio físico que hace a diario.
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«Hoy estaba muy cansado. No podía seguir haciendo piruetas», desvela Charles. Agradece parar de vez en cuando, aunque no se da tregua a sí mismo. Necesita cada céntimo. «Estoy ahorrando para poder ir a Madrid». La embajada de Nigeria sólo está en la capital y necesita poder ir allí para regularizar su situación en España. No tiene sueños demasiado idílicos, más bien humildes. Charles sólo quiere encontrar trabajo en una fábrica ya que tiene conceptos de metalurgia y poder vivir una vida digna.
«Si no es con las acrobacias no acepto el dinero, lo único que necesito es comida», cuenta. A lo largo de la entrevista, recuerda varias veces las enseñanzas de su padre, su mentor, que siempre le decía: «Si te dan algo da las gracias y no pidas de más». Charles está muy delgado. Sus brazos denotan todo el ejercicio físico que hace. Por su condición irregular, ahora mismo es a lo único en lo que puede trabajar.
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«En Nigeria no hay oportunidades para tener una buena vida. Hay mucha corrupción. Allí si te matan nadie se entera». Cuando Charles pronuncia estas palabras, su rostro se nubla. Tiene muchos familiares, pero todos están repartidos por el mundo. «Vimos que teníamos que salir de ahí». Antes de llegar a España, pasó por Italia, aunque para él era muy difícil sobrevivir allí sin tener la documentación en regla.
Conoció a unas personas de Libia y empezó a trabajar para ellos lavando coches. Se hicieron amigos. «Me fui con ellos en una balsa hasta Valencia», recuerda Charles. Eran 150 personas subidas en aquel vehículo bastante inestable, aunque él no tenía miedo de hundirse. «Rezaba y le pedía a Dios que estuviera conmigo y conseguí llegar hasta aquí», confiesa mientras se lleva la mano al corazón.
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Por ahora no entra en sus planes marcharse de la ciudad, a pesar de vivir en un respiradero en un aparcamiento y que las altas temperaturas hagan que muchas veces tenga que dormir en el césped «para no desmayarse». Los viandantes se paran a observarle, algunos le hacen fotografías o le piden que se vaya, «pero la mayoría se porta bien conmigo y me dicen si necesito algo».
Aunque las malas experiencias viviendo en la calle abundan, por eso prefiere estar sólo y no relacionarse mucho con los demás. Le robaron un teléfono móvil y unas zapatillas, por eso ahora va con mucho cuidado. Su perrita Estrella le protege. Ladra si alguien se acerca a su «casa». «Al menos la tengo a ella». Y sonríe.
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