El nuevo precio del aceite de oliva virgen extra en los supermercados desde este lunes 10 de marzo
El momento en el que me comunicaron el negativo de mi padre J. Bermejo

El equipo que nunca se rinde

Cuando mi padre, mi madre y yo ingresamos en el Arnau el 20% de los positivos en la Comunitat eran de mi familia, los sanitarios no son héroes sino el orgullo del país

Jueves, 16 de abril 2020, 01:04

El lunes 24 de febrero comí en casa de mis padres. En Burjassot. Es uno de mis pequeños placeres siempre que el trabajo me lo permite. En la tele, las noticias de Lombardía y Wuhan nos llegaban como sonido de fondo pero muy lejano. Ese día estábamos los tres infectados de Covid-19 y no lo sabíamos. La postal impresiona evocada casi dos meses después. Tres días antes me infecté al utilizar los mismos equipos de radio que mi compañero Kike Mateu había necesitado para cubrir el ya fatídico partido del Valencia ante el Atalanta en San Siro. El baloncesto, que tantas alegrías ha dado en mi vida, me jugó esa mala pasada en aquel encuentro del Valencia Basket ante el Maccabi en la Euroliga del viernes 21 de febrero. Ahí comenzó nuestra pesadilla.

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El jueves 27 de febrero todo dio un vuelco. Es una de las fechas que voy a recordar toda la vida. El positivo de Kike aceleró los protocolos y saltó en los sistemas de Salud Pública que uno de los nombres que habían mantenido contacto con él, servidor, estaba diagnosticado esa misma semana con una pequeña gripe. Unas horas después me vi encerrado en una sala del hospital Arnau de Vilanova donde me hablaban a través de un cristal. Las caras de los sanitarios era de miedo. Lógico. En ese momento era el primer paciente del hospital sospechoso de tener el virus dentro del cuerpo. Cuando se dieron cuenta de que el miedo se estaba apoderando de mi rostro mutaron a complicidad. Se iban turnando para vigilarme mientras iban entrando, equipados, para hacerme la prueba (el tan manido PCR) para determinar si era positivo o un análisis de sangre. Una vez que remitió la fiebre me mandaron a casa a la espera de resultados.

Reconozco que la noticia de mi positivo, el viernes 28 de febrero, me cayó como una losa. Desde mi balcón, el mismo que unas semanas después se convirtió en el lugar del merecido aplauso sanitario, la vida transcurría con normalidad mientras hacía un inventario de todas las personas con las que había tenido contacto en los últimos días. En esos momentos era algo decisivo para evitar la expansión. A estas alturas de abril esa trazabilidad del virus ya es imposible. Cuando llegó la ambulancia que me trasladó al hospital comencé a ser consciente de que aunque el virus que llevaba dentro me estaba dando hasta ese momento los síntomas comunes de una gripe algo no cuadraba. Algo no me estaban contando como para tener que ser trasladado por dos sanitarios equipados como en una película de ciencia ficción y en una ambulancia forrada de plástico por dentro. Esa sensación me acompañó la primera noche en el hospital. No pude dormir. Realmente no sabía lo que era eso que tenía dentro, que me subía la fiebre a 39, y que había obligado a ingresarme de forma urgente.

Un día después ingresaron mis padres. Fuimos los tres primeros pacientes del Arnau con el virus. Ellos en la 307 y yo en la 308. De 15 infectados en ese momento en la Comunitat el 20% pertenecían a mi familia. Le das muchas vueltas a la mala suerte, en un estado de shock que se irá normalizando para afrontar la enfermedad. Es básico centrarte sólo en lo que tienes dentro y aislarte. Pensé en lo que tanto repito en mis narraciones del Valencia Basket. Aquello del equipo que nunca se rinde. Eso teníamos que ser los tres, un equipo unido luchando contra el virus. Lo que más me costó fue adaptarme a dormir sin la ayuda de la CPAP, la máquina que es mi compañera de cama desde que me diagnosticaron apnea del sueño en 2013. Totalmente prohibido mientras tengas el virus, me dijo la doctora.

La siguiente placa de tórax trajo la peor noticia. Se había desarrollado una neumonía bilateral en los dos pulmones. Con pocos pacientes en España en aquel momento, la medicación para tratar de combatir el virus era por entonces un ensayo. No hay medicina para combatir el Covid-19 y los médicos fueron claros. «Lo que te vamos a administrar son fármacos para tratar otros virus y tu cuerpo deberá tolerarlos. No hay otra opción». El retroviral Kaletra, 220 mg de Lopinavir y 50 mg de Ritonavir, y un antibiótico iban a ser mis aliados. Todo dependía de que pudiera controlar los fuertes efectos secundarios intestinales y estomacales en los siguientes días y que la siguiente placa indicara una mejora. No había otro camino.

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Perdí la voz. Para una persona de radio es tremendo. Sonaba apagada y más aún cuando el martes 3 de marzo noté que me ahogaba al ir al baño. Nunca había sentido esa sensación de falta de aire. Algo no iba bien en mi saturación de oxígeno, que no subía de 92-93. Piensas en todo, no lo voy a negar. En todos los escenarios. Más bien en los dos porque ya era consciente a esas alturas que la partida era un blanco o negro. Con un virus no hay término medio. O vives o mueres. No hay más.

Los mensajes se iban acumulando en el teléfono. Simplemente intentaba calmar a todo el mundo. Mi cabeza se mantuvo en su sitio al sentir que tenía cerca a esa habitación 307. Mi padre ha sido mi referente para afrontar el virus. Juan Villena tiene 80 años, es enfermo crónico de corazón desde que le dieron dos infartos cuando yo era adolescente y le extirparon un riñón por un tumor hace unos años. Patologías previas. Eso que desde el primer día nos explicaron que era lo que aumentaba la mortalidad del Covid-19. Mi padre está más versado en las aplicaciones del móvil que mi madre. Notaba su energía todos los días, él también ingresó con neumonía, y todos los auxiliares que entraban en mi habitación me sacaban una sonrisa. «Nos encantan tus padres, son una maravilla. ¡Qué actitud tienen más buena!», me decían mientras estaba sentado en la cama con el oxígeno puesto. Imposible caerse con ese ejemplo.

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Mientras pasaban los días el mundo seguía sin parar hasta la suspensión fallera y el estado de alarma. No lo entendía. Mi ventana daba al Jardín de Polifilo. Todas las tardes lleno de niños jugando y de personas mayores. En la tele, a las dos de la tarde, la mascletà. Los sanitarios estaban desesperados. Empecé a comprender a los científicos cuando se quejan de que nadie les hace caso. Aprendamos de esta pandemia, por favor.

Con tantos días ingresado es normal desarrollar empatía con la gente. El argumento de la falta de equipos era recurrente. Me daba ansiedad pensar que cada vez que entraban a mi habitación a sacar sangre o medir el oxígeno tenían que tirar todo al salir. Ideamos un sistema para evitar que, al menos, no tuvieran que entrar la comida. Dejaba una silla al lado de la puerta para que las auxiliares se quedaran fuera. Recogida y entrega a domicilio salvando EPIS que son como el oro en los hospitales.

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El personal sanitario no sólo está teniendo que lidiar contra una enfermedad desconocida. Son nuestros psicólogos. Nunca voy a olvidar a Cristina, Beatriz y Clara. Las tres enfermeras que más me trataron. Mis Ángeles de Charlie. No lograría distinguirlas porque sólo les veía los ojos tras unas gafas enormes pero eran el consuelo los días de mayor ansiedad, al ver que la fiebre no remitía o que el oxígeno bajaba cuando no tenías la ayuda externa. Hasta el viernes 13 de marzo, mi primer día sin fiebre y con el oxígeno a 98. La primera batalla ganada.

Tres días después me hicieron otra prueba de PCR. El 17 de marzo me comunicaron que seguía siendo positivo. Lágrimas de impotencia. No entiendes nada. Aunque el parte de infección ponía 27 de febrero estaba con la enfermedad casi un mes. El tratamiento antiviral sólo dura catorce días. Ya no tenía ayuda externa. Debía conseguirlo con mi sistema inmune. «Sonríe, que todo llegará». Ese fue el mensaje que me escribieron en un papel en la merienda de ese día. El equipo que nunca se rinde había fichado a los sanitarios.

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Llegó el 19 de marzo. El día del padre. El mío estaba a pocos metros pero nos separaban dos puertas y un pasillo. Las auxiliares nos ayudaron. Abrieron las puertas para que le pudiera felicitar a lo lejos. Grité a pleno pulmón ¡Te quiero mucho!, para eso ya tenía el oxígeno a 98. Con mascarilla. Acabamos llorando todos, nosotros y las dos trabajadoras que obraron el milagro. Un gesto que nos llegó al corazón. Notas que todo el hospital está remando. Como pueden. Con equipos reciclados, con imaginación. Ajustando protocolos para minimizar riesgos. No son héroes, son un orgullo.

Las camas ya comenzaban a ser escasas. En otro escenario, siendo paciente de riesgo, hubiera permanecido ingresado hasta estar curado. Me plantearon la opción de seguir la recuperación en casa. Lo acepté por conciencia ciudadana, no podía imaginarme a un paciente con mi sensación de ahogo dos semanas antes y sin ayuda de oxígeno. Cuando entraba la médica que nos trató a los tres preguntaba más por mis padres que por mí. Sé que en ocasiones le molestaba que invirtiera los factores pero no lo podía remediar. Me consta que en la 307 hacían lo mismo. El 20 de marzo, 22 días después de mi ingreso, recibí el alta hospitalaria. Agradecí a todas las personas que me habían curado mientras me quitaban la vía de la mano. Emoción, lágrimas. Orgullo de Sanidad. Volvieron a abrir las puertas para que me despidiera de mis padres. Les dejaba en buenas manos.

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Aún me restaban 18 días para curarme. El primer aplauso sanitario desde el balcón de mi casa fue muy emocionante. Infectado de Covid-19. La rutina de limpieza, todas las mañanas desinfectaba con lejía las superficies que había tocado y el suelo entero de mi casa, me ayudó a no bajar la guardia pese a no vivir con nadie. Mi padre nunca se había apañado con las videollamadas. El martes 24 de marzo me llegó una desde su móvil. Algo raro. Cristina, una de nuestras enfermeras, le había ayudado a hacerla. ¡Mi madre había dado negativo!. Los dos recibían el alta porque mi padre, aún con positivo, ya no tenía síntomas. Ese día descubrí que el mundo estaba necesitado de buenas noticias. Hice una captura de pantalla del momento y esa foto ha tenido 112.000 likes en Twitter y 4,3 millones de visualizaciones. Ha dado la vuelta al mundo. El negativo de Dolores Bermejo.¡Qué felicidad más grande!.

Esta enfermedad no sólo la sufren los enfermos sino los familiares. Es justo nombrar a mi hermana Eva. Para ella ha sido tremendo tener a sus padres y a su hermano ingresados, con la lógica preocupación que ello conlleva. Pero es mucho más. En las tres semanas en casa, mis padres en Burjassot y yo en Paterna, fue la encargada de hacernos la compra a los tres. No podíamos salir de casa para nada, ni para sacar la basura. Lo del equipo que nunca se rinde también va por ella.

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La batalla al Covid estaba ganada pero había que certificarla. Cuando fui en coche a hacerme la última prueba al Arnau, me reconocieron. «¿Aún sigues enfermo? Madre mía». El martes 7 de abril recibí una llamada. El tono de voz del médico fue un spoiler en toda regla. Negativo, curado. Que yo me pusiera a llorar no es noticia. Que lo hiciera él sí. La emoción de cerrar un caso de febrero en abril. Los médicos tienen vocación de curar. Insisto, no son héroes son el orgullo de España. Cuatro días después llegó el negativo de mi padre. 23, 41 y 43. Son los días que hemos necesitado cada miembro de la familia para curarnos. El equipo que nunca se rinde ha anotado el triple de su vida. Habrá que esperar para abrazarnos. Mi recuerdo será eterno para todas las personas que lamentablemente no han superado la enfermedad. No son números, tampoco armas para arrojar. Son personas.

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