Urgente Aemet confirma el regreso de las lluvias a la Comunitat y activa dos avisos amarillos
Miguel Ferrer y Vicenta Soler, descendientes de los valencianos que emigraron desde la Albufera a Sevilla, posan en las marismas del Guadalquivir. Alicia Palacios-Ferri

Reivindicar la Albufera desde hace un siglo a 700 kilómetros de distancia

Valencianos y sevillanos: quienes emigraron hace cien años Andalucía a cultivar los arrozales del Guadalquivir mantienen viva la memoria de sus raíces y sus tradiciones

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 22 de mayo 2024, 00:43

Paco Ferrer habla con un acento donde convive el perfume del valenciano natal con ese aroma andaluz que ha ido adquiriendo después de una larga ... vida entre los arrozales que bañan el Guadalquivir, a casi 700 kilómetros de distancia de su tierra. Es una región que presenta similitudes con su Albufera, el rincón de Valencia desde donde su familia se trasladó a la vera del gran río andaluz a mediados del siglo pasado. Fue la gran oleada de emigrantes valencianos que protagonizaron una suerte de epopeya cuyo recuerdo aún perdura, aunque en realidad aquel viaje, de carácter casi homérico, se inició años antes. En la década de los años 20, hace más o menos cien años, un pionero llamado Ramón Ferrando Alepuz, a quienes los marismeños rebautizaron como Ramón el Valenciano se marchó desde su tierra hasta aquel apartado rincón de la España más inhóspita como si fuera una especie de misionero, para predicar las bondades del cultivo del arroz entre una población que apenas se había iniciado en los misterios de una técnica mucho más avanzada por la Albufera que por las marismas sevillanas. Su apellido, y los secretos que compartió con sus nuevos vecinos, todavía se mantienen. Apellidos como Bru, Marco o Soler que atestiguan aquella formidable odisea y que preservan todavía un férreo compromiso con sus raíces. Siguen siendo valencianos, a su modo. Valencianos del Guadalquivir, pero un poco también del Turia y del Júcar. Valencianos que no olvidan sus raíces en la Albufera, el paisaje que siguen reivindicando.

Publicidad

Esta es una historia polifónica, con la voz dominante de Paco, a quien no por casualidad sus antiguos conocidos de El Palmar llaman 'el de las Marismas'. Desde allí, desde el enjambre de arrozales marismeños que riega el Guadalquivir, relata para LAS PROVINCIAS aquella proeza protagonizada por la generación anterior, la de sus padres, que entre 1948 y 1955 decidieron seguir la ruta que habían marcado los Ferrando y compañía veinte años antes con el mismo propósito: labrarse un futuro más luminoso del que acechaba, en aquella España se moría de hambre casi literalmente, a orillas de la Albufera. El verbo labrar es pertinente, porque entre los meandros que dibuja el río por aquellas marismas, cuyo ecosistema tanto recuerda al que habita en Sueca y otras localidades vecinas al lago, Paco y su familia encontraron un destino apropiado para desplegar sus conocimientos como agricultores y asegurarse el porvenir. De paso, enseñaron al que no sabe, como es propio de todo misionero: a los lugareños les vino muy bien la llegada de aquel tropel de valencianos que les pudieron iniciar en las virtudes de un cultivo que había alcanzado entre nosotros un nivel de perfeccionamiento que en Sevilla aún era imposible. «La mayoría veníamos de Sueca», recuerda. Y luego añade una cruda confesión: «Vinimos a las marismas por necesidad, con mucha pena».

Una pena que se fue mitigando a medida que el presente se aclaraba y el mañana ofrecía un perfil más luminoso, aunque su narración no oculta que el desembarco a orillas del Guadalquivir tuvo mucho de temerario. «Había muchísimos problemas, todo estaba por construir», rememora, aunque pasa de puntillas sobre el lado más sombrío de su aventura y pone el foco sobre las vetas más brillantes, porque su peripecia se nutrió de una sólida corriente de solidaridad entre todas aquellas familias que sirvió para espantar los contratiempos nuestros de cada día y mantenerse fieles a sus raíces. Siempre, hasta hoy incluso, siguen siendo valencianos.

En la imagen superior, una cuadrilla de plantadores, garbero y trineo repartiendo las garbas; debajo de ella, una foto histórica: el primer tratamiento aéreo contra la pudenta. Entre las personas que aparecen en la fotografía se encuentran Pepe Hermano Asensi, Vicente y Antonio Ferri García y, a la derecha del todo, el secretario de la FAAE de Sevilla. Y sobre estas líneas, retrato de tres valencianas en bañador, entre arrozales: Vicenta Hermano Mateu, Rosarín Boix y Pepita 'Carallena'.

«Teníamos mucho entusiasmo», apunta Paco. Un depósito de ilusión que se fue llenando gracias a la energía propia de la juventud, factor dominante entre aquella generación de emigrantes, y que también se vio favorecida porque los recién llegados encontraron en aquel territorio condiciones magníficas para que su sueño se hiciera realidad. «El agua era super buena», explica. Hay un punto de emoción en sus recuerdos, mientras repasa las bondades de las tomas de agua y su idónea salinidad, muy apropiada para obtener lo que buscaban con su viaje: sacar adelante un arroz de primera clase. «Eran cultivos muy buenos», subraya, aunque añade un toque sombrío a sus recuerdos: «La venta era muy difícil». «El arroz tenía muchas obligaciones de secado y de trillado», prosigue. «Eran trabajos muy complicados».

Publicidad

Un embrollo del que Paco y sus colegas fueron rescatados gracias a otro elemento propio de quienes se embarcan en este tipo de avatares: la fe. «Teníamos mucha fe», recalca. Una fe contagiosa, según parece. Gracias a ese espíritu tan valenciano, incapaz de arredrarse ante las dificultades, aquellos emigrantes fundaron un sindicato arrocero y entonces ya sí: entonces comprobaron que, como rememora Paco, «la explotación fue algo más fácil». De ese empeño perduran en las marismas aquellos grandes almacenes erigidos gracias al impulso sindical, que aún ayudan a los actuales arroceros a seguir adelante con sus cultivos, alojar la maquinaria y servirse de las antiguas construcciones para que el esfuerzo de Paco y compañeros de generación siga teniendo sentido.

Pepe Hermano Asensi, Rafael y José Vicente Corts Pedrón y otro grupo de valencianos retratados entre las marismas de Sevilla. La imagen y las demás que ilustran estas líneas forman parte de un estudio de Alicia Palacios-Ferri, graduada en Bellas Artes por la UPV. LP
La frase

«Teníamos gran devoción por lo nuestro pero también por lo que encontramos aquí»

Paco Ferrer

El marismeño

Porque su historia fue un caso de éxito. Lograron ganarse la vida con elevada dignidad y enseñar a los lugareños las prácticas de cultivo que habían aprendido por la Albufera, mientras perseveraban en su idea de mantenerse fieles a su origen valenciano. Su identidad se mantiene por ese lejano tramo medio del Guardalquivir a través de apellidos como Grau, Cuevas o Borja que se disemina entre la rica topografía marismeña: esos nombres de ensueño como Trajano, Sacramento, Poblado de Alfonso XIII, Isla Mayor o Isla Mínima, escenario de la película célebre... También continúan aferrados a sus tradiciones: incluso queman su falla en las fiestas de septiembre y es habitual que en los hogares de estos valencianos marismeños se cocinen no sólo paellas, sino otras joyas del recetario vernáculo: allipebre, arroz al horno o con fessols i naps. Sabores que ayudan a mantener fresca la memoria de los pioneros, los que dejaron la Albufera a veces por temporadas (hubo quien iba y volvía cuando se cosechaba el arroz sevillano) y quienes acabaron instalando aquí sus raíces, en localidades como El Puntal, como se conoce a la población de Isla Mayor, donde Paco pone a funcionar su particular moviola. «Teníamos gran devoción por lo nuestro pero también por lo que encontramos aquí», recalca.

Publicidad

Y Paco se vuelve a emocionar con el relato de aquel trabajo ejercido en condiciones durísimas («Era un esfuerzo brutal, a base de riñón») que nunca abandonó algunos atributos muy adheridos al carácter valenciano: dejarse vencer por las dificultades no iba con Paco y su familia, que se convirtieron incluso en corredores de arroz, no sólo cultivadores. Un arroz que viajaba gracias a su alma emprendedora hasta Valencia para cerrar el círculo que había abierto décadas antes aquel Ferrando, que llegó desde Benifaió para convertirse en hombre de confianza de un terrateniente sevillano llamado Rafael Beca, quien le eligió para que protagonizara el instante fundacional de esta epopeya, su 'bigbang': Ferrando se fue hasta Italia a por las semillas de arroz, las primeras que prendieron en los cultivos sevillanos y trazaron el camino que luego siguieron Paco y el resto de aventureros. Los valencianos para quienes se abrirían los cielos de las marismas allá por 1942, cuando aumentó la superficie cultivada y se precisó de mano de obra «más estable y especializada». Valencianos que lo siguen siendo, atraídos entonces por la creciente riqueza del cultivo marismeño y que hicieron bueno el mandato bíblico, en forma de arrozales sevillanos: eso de heredarás la tierra... La tierra que acabó siendo suya. Una proeza que edificaron en Sevilla, imposible de materializarse en su tierra natal. «Obtener la propiedad era algo difícilmente alcanzable en Valencia», concluye. Y se despide igual que saludó por teléfono: con esa hermosa voz que a ratos suena a Sueca y otras veces a Sevilla. La voz donde revive la Albufera.

El viaje de ida y vuelta de Alicia Palacios-Ferri alrededor de una cultura híbrida

Alicia Palacios-Ferri tiene 29 años, ultima su tesis doctoral que defenderá en septiembre en la Universitat Politècnica y detalla en un castellano perfumado por las marismas sevillanas donde nació su propio viaje: un itinerario inverso al que siguió la generación de sus abuelos, cuando emprendieron su epopeya desde Sueca hasta Sevilla. Es el mismo recorrido que ella protagoniza en sentido contrario: intrigada por las curiosas peculiaridades que detectó en su hogar familiar, allá en Isla Mayor, vino a estudiar a Valencia para resolver esa ecuación que le intrigaba. El resultado de sus pesquisas en una minuciosa investigación que puebla su trabajo de fin de máster y basado precisamente en esa odisea, que le toca tan de cerca. Es un estudio donde anida una vertiente científica con otra de índole sentimental, que Alicia resume en un concepto muy sugerente: lo que llama cultura híbrida. Mitad valencianos, mitad sevillanos, aquellos habitantes de Sueca y otros municipios, que como sus propio abuelos construyeron su propia civilización a orillas del Guadalquivir, se expresaban en un idioma particular que desde pequeña llamó la atención a Alicia: «Era un valenciano congelado en el tiempo». En el tiempo de aquellos años 50 del siglo pasado, cuando Antonio Ferri, Vicenta Hermano y Ricardo Palacios (sus abuelos) encontraron un porvenir en las Marismas. Los dos primeros, como matrimonio; Ricardo, como soltero por poco tiempo. Conoció en Isla Mayor a su esposa, andaluza de Sevilla, y de ahí ese simpático deje con que Alicia relata la epopeya familiar, esa mezcla de culturas que menciona y que se condensa en otra frase llamativa: «Los valencianos de Sevilla son valencianos de pura cepa». Un sólido arraigo que convive con naturalidad con esa veta andaluza («Mi abuela hablaba en valenciano pero de vez en cuando decía 'miarma'», se ríe Alicia) y que se refleja en las fallas que se queman por fiestas allá en septiembre o en la paella popular que remata en febrero la fiesta del Día de Andalucía: detalles que dan cuenta de ese universo compartido, retratados en las imágenes que ella, licenciada en Bellas Artes por la UPV, reúne en sus investigaciones y que aspira a exponer en Sueca. Se completaría así ese viaje asombroso, que sería de ida y vuelta: de los arrozales de la Albufera, a los marismeños. De las barracas a las casas de colonos, como de película del Oeste, donde los Palacios, los Ferri y demás familias fundaron más que una cultura. Una dinastía. Casi una civilización.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete a Las Provincias: 3 meses por 1€

Publicidad