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La mesa en la que comen Lalo, Tonica, Mónica y Andrea es un mármol tembloroso sujetado con unas estacas improvisadas. Es la cocina la única estancia donde quedan algunos muebles que tendrán que pasar a mejor vida y varias estanterías donadas que sirven para almacenar platos, vasos y alimentos. Hoy parece un día de fiesta, porque es la primera vez que Tonica puede ponerse a cocinar; hasta el día anterior no tenían nevera. Les han donado una que está un poco vieja, con algunas abolladuras, pero funciona. Tampoco había lavadora, y Tonica tenía que lavar a mano. Ya no, gracias a un amigo de Lalo, y cada pequeño avance parece una victoria hacia la normalidad que conocían antes del 29 de octubre. Hay muchas cosas que hacer, que limpiar y que arreglar en la vida postDANA de Catarroja, la cocina no está en condiciones, pero la abuela quería convertir hoy en un día especial para Andrea. Se nota que se desvive por la niña, y por ella ha recorrido Catarroja buscando comida que le gustara. Ha cumplido diez años y tiene una mirada triste; han pasado ya tres semanas desde que el mundo que conocía desapareció: perdió la casa en la que vivía con su madre, Mónica, también sus juguetes, su ropa, su colegio y sus clases de gimnasia rítmica.
La niña ocupa ahora una habitación compartida con su madre en casa de sus abuelos, donde la parte de abajo también ha quedado arrasada. Como no tiene colegio, intenta distraerse, a veces sola, a veces ayudando a los mayores, sin apenas contacto con amigos y sin un lugar donde poder jugar porque andar por las calles es todavía peligroso, porque los parques están inservibles. Esboza una media sonrisa porque, hoy sí, va a comerse un plato de pasta como le gusta a ella, con carne y sin tomate. «Normalmente vamos a por la comida caliente que ofrecen». Pero, claro, no se puede elegir. Hay una especie de resignación, de ánimo a veces impostado pensando en los demás y muchos abrazos y lloros por las pérdidas compartidas con quienes entran por la puerta de la casa, siempre abierta en una lucha titánica contra la humedad que rezuma de las paredes.
Empiezan en la mesa sólo Tonica y Andrea; Mónica, abogada de profesión, está hablando por teléfono, intentando averiguar si el juzgado de Catarroja está operativo porque al día siguiente tenía fijado un acto de conciliación. Intenta volver a su normalidad laboral, pero no está siendo fácil, porque muchos de los expedientes se mojaron y también su ordenador. Sin embargo, Mónica no se queja, e incluso está ayudando a sus vecinos a tramitar solicitudes, ayudas, seguros, en una maraña administrativa que le queda demasiado grande a la mayoría. Lalo llega más tarde porque ha salido hace un rato para ver si conseguía unas herramientas que le permitan poder seguir arreglando enchufes, todos mojados por el lodo. Lalo ha sido albañil toda su vida y ya estaba disfrutando de su jubilación, pero ha tenido que volver a sacar toda su pericia para ir adecentando la casa, donde el agua llegó a más de un metro y medio de altura.
Todas las rutinas y comodidades de esta familia han saltado por los aires, y Lalo mira a su alrededor con tristeza porque, a sus 73 años y sin seguro de hogar, ya ha asumido que tendrá que volver a trabajar para poder convertir en habitable la casa familiar. «Tantos años de esfuerzo...». Consciente de que incluso los pocos muebles que quedan en la cocina hay que tirarlos. «Mientras tanto, tenemos donde comer», dice Lalo, que lleva la mano vendada porque tuvo que separar a dos perros peleándose y se llevó un buen mordisco. Mónica está preocupada por sus padres, porque perder lo poco que tienen a una edad avanzada ha sido mucho para ellos. «Tendrían que estar felices, descansando, viendo la tele en el sofá, después de tantos años de trabajar sin parar». También le inquieta la humedad que va calando en el cuerpo, en unas fechas en que la noche cada vez empieza antes y no hay sol que caliente las estancias.
Como la mayoría de vecinos de plantas bajas, la suya también es una historia de supervivencia de aquel pasado 29 de octubre, con el agua subiendo, intentando salvar expedientes, el bolso con la documentación, el conejo de indias de Andrea. Todavía recuerda los lloros de su hija cuando vio que a su madre el agua le llegaba a la cintura. Cómo ha intentado siempre tranquilizarla, quitarle hierro a lo que pasaba. Por ella. Le cuesta ya hablar de aquellos tres primeros días en los que una furgoneta taponaba la puerta de entrada a su casa y la familia, prácticamente sin luz ni agua, aguantó a base de galletas y de lo que les daban los vecinos. Aislados en su propia casa.
Si mira atrás, apenas se acuerda Mónica de que hubo una vida anterior en la que estaba recién operada, con poca movilidad. «Tenía adherencias, pero deben haber desaparecido todas», bromea Mónica, que no ha perdido el humor, pese a las circunstancias. Este fin de semana ha aprovechado que le han surgido algunas invitaciones de amigos para salir de Catarroja. En casa de una amiga fuera de la zona cero, Mónica no se creía tener el privilegio de sentarse en un sofá. «Ayer (el sábado) estuve en Valencia y me chocaba mucho ver cómo la gente hacía vida normal. Darme cuenta de que no es todo marrón». Entrar a El Corte Inglés le pareció abrumador. En realidad, sólo quería hacer copias de llaves, perdidas por la crecida, y allí se encontró con otro vecino. Después, la cruda realidad de regresar a casa, donde las calles, casi un mes después de la tragedia, siguen a oscuras. «Cuando se hace de noche ya no salimos, ¿dónde vamos a ir?». Hoy, Lalo, Tonica y Mónica volverán a luchar contra la humedad, a ponerse pequeñas metas, como cambiar las puertas, arreglar los enchufes que quedan, conseguir comida caliente... Después tocará hacer una cocina nueva, conseguir muebles... «Mi casa tendrá que esperar», decide Mónica.
La solidaridad que no cesa Las cosas materiales que han perdido van sustituyéndose poco a poco gracias a las donaciones. Esta semana Mónica está feliz porque ha conseguido una moto gracias a Solidaridad sobre ruedas. «Estoy muy agradecida, porque sin vehículo no podía ni siquiera trabajar», dice. Fue hasta el Circuito de Cheste, como si acudiera al encuentro de los Reyes Magos. Para Andrea han ido llegando libros, ropa, juguetes, e incluso una carta de una niña que se llama Nora para darle ánimos. La solidaridad ha sido tal que incluso le han ofrecido asistir a otro colegio, vivir con una familia que les presta un espacio fuera de Catarroja. A Mónica, agradecida, le cuesta decir que no, pero no quiere separarse de sus padres, que ahora necesitan más que nunca su apoyo.
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Melchor Sáiz-Pardo y Álex Sánchez
Patricia Cabezuelo | Valencia
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