Así ha quedado el bingo de Valencia arrasado por el incendio

No sé si andaba muy asustado tras la pantada de Tous, pero tres días después de aquello, mi padre me llevó por primera vez a Mestalla. Era el 23 de octubre de 1982. Tenía nueve años cumplidos hacía poco. Mi padre me advirtió: «Contra el ... Zaragoza. Buff. Son muy buenos. Ja vorem». Y sí, palmamos. Era mi estreno en un campo de fútbol de verdad y esa experiencia me ilusionaba. Pensaba, en mi triste inocencia, que algo se me pegaría de ver a aquellos tipos en directo, pero no, siempre me estorbaron los pies para jugar al fútbol. Entre los recuerdos imperecederos de aquella experiencia (tanta gente allí juntita, como sardinas en lata en General de Pie, donde los niños veíamos el partido entre los pantalones de los padres; el impacto de oír miles de voces gritando gol; esperar en la calle Suecia a que salieran los jugadores para que te firmasen un autógrafo y ver pasar a José María García, 'Súpergarcía en la hora cero'...) está el de la figura de Ángel Castellanos. El señor de la barba.

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A los nueve años, todo adulto te parece un señor, y más si tiene barba. La rectitud de mi abuela me enseñó a «tener respeto a los mayores», así que mi respeto por aquel señor, el de la barba, fue inmediato nada más verle trotar por el campo. Y mi sorpresa, al observar cómo le pitaban e insultaban a mi alrededor, también fue inmediata.

Mi padre, toda la vida alineado en el pelotón de los que se comen los marrones, me susurró a la oreja: «A Castellanos no le pites». Y no le pité, claro. Porque siempre hay alguien que hace el trabajo sucio, y en el Valencia era Ángel Castellanos. ¿Cómo le podían pitar a ese señor con esa barba? No me lo explicaba. Con ese aspecto tan serio. Parecía El Quijote, un profesor de instituto, el dueño de una notaría... Es cierto que corría raro, subiendo las rodillas como el que sube escaleras, y tenía un aspecto esforzado, de transitar trompicado. Es cierto también que le costaba girarse con el balón en los pies, lento como he visto a pocos (quizá Negredo, que comenzaba a girarse cuando bautizabas a tu hijo y terminaba cuando le estabas probando el traje de la primera comunión), pero Castellanos corría, y corría, y corría, y se sacrificaba, una y otra vez.

Diez años después de mi estreno en Mestalla vi al madridista Fernando Hierro, creo que en el descanso de un partido contra el Celta, caminar junto a Butragueño y soltarle: «Estoy hasta los huevos de correr para todos». Pues algo así debía de pensar Castellanos, que también corría por él y por todos sus compañeros de blanco (todo de blanco, qué bonito uniforme lucía el Valencia entonces).

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En aquel Valencia, contra el Zaragoza, salieron de inicio Sempere, Botubot, Tendillo y Carrete en defensa; Roberto, Ribes y Daniel Solsona (vaya pie pequeño y finísimo) en la media, junto a Castellanos; y arriba Saura, Kempes y el austriaco Kurt Welzl, al que yo también respetaba mucho porque ese bigote frondoso que le daba aspecto de mexicano y de señorote, a pesar de contar entonces solo con 27 años.

Aquel día se pitó en Mestalla a todo el equipo, en general, y a Castellanos en particular. Prácticamente no se salvó nadie porque el Zaragoza nos dio para el pelo. Los maños tenían una delantera tremenda. A los 15 minutos Valdano ya nos había metido un gol. Quedaba el de Amarilla. Así pues, mi padre tenía razón y pronto quedó demostrado, por lo que yo atendí sin rechistar su instrucción y no participé en los pitos a Castellanos.

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Luego, cuando ya fui más veces a Mestalla, pude comprobar que la afición era caprichosa en cuanto al trato a sus futbolistas. Siempre me pareció muy curiosa la algarabía, por no decir choteo, que generaba ver correr a Alcañiz con el balón en los pies sin levantar la cabeza. Lo que se perdonaba a unos no se le permitía a otros. En mi personal baremo, aquel señor, Castellanos, era muy generoso en el campo, con sus compañeros, y también con la grada, que bien poco se lo agradecía. Como cuando Castellanos, ante aquel Zaragoza que nos ganó 1-2 y bien pudo ser alguno más, remató un balón en la frontal del área y la mandó arriba, pero tan arriba que los drones actuales hubieran peligrado del chupinazo que le pegó al balón Castellanos. También se le reprochó que perdiese un balón en el área que le había puesto Kempes, y que se le atravesó entre los pies mientras intentaba girarse haciendo una ruleta marsellesa que le quedó más bien como si fuera un rodapié de Algeciras. No se amilanó Castellanos y siguió corriendo de acá para allá, atareado como pocos.

Ahora, ese tipo de mediocentros taponadores se cotizan por millonadas. Dos décadas después de Castellanos, uno de esos jugadores que custodian a sus compañeros, tapan huecos y puntean los tobillos rivales, un tal Albelda, era el indiscutible capitán del Valencia. Gennaro Gattuso, que hace bien poco entrenó al Valencia, no era otra cosa que un Castellanos a la milanesa, ni un poco más.

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A aquel señor de la barba, tan respetable para mí, le sustituyeron a mitad de partido por Subirats. Cómo de mal estuvo la cosa aquel día que a Kempes también le sacaron del campo pronto, y entonces mi padre sí pitó, porque quitar del campo al Matador, eso era imperdonable. No sirvió de nada. El Valencia acortó distancias gracias a Botubot muy al final. Yo me volví tan contento a casa, porque había pisado por primera vez Mestalla. Eso sí,, un poco apesadumbrado al pensar en aquel señor con su barba, que corría para todos y que se encargaba de poner silenciosamente cemento, como tantos otros que lo hacen para que brillen los que se encargan del enlucido.

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