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La tarde del 14 de septiembre de 1952 se produjo el debut de Daniel Mañó con el Valencia en primera división. Su estreno tuvo lugar en el viejo campo de Atocha. No hubo goles. En aquel duelo ante la Real Sociedad debutaron otros dos jugadores con la elástica valencianista: Sendra y Mangriñán. En la alineación que abría el campeonato, y bajo la dirección de Jacinto Quincoces, había nueve valencianos. A excepción del guipuzcoano Pasieguito y de López, el portero nacido en Valladolid, el resto del once procedía de la tierra.
Mañó y Sendra eran amigos y paisanos. Junto a Puchades, formaron un trío originario de Sueca que aquel día actuó por primera vez en la máxima categoría. Después vendrían muchos más partidos. Aquel fue un año mágico para Mañó y Sendra, ambos formaron parte del glorioso CD Mestalla, que logró el ascenso a la máxima categoría. Desde la cúpula del club valencianista se decidió renunciar al premio. Hubo debate y un conato de cisma interno. El equipo que dirigía Carlos Iturraspe provocaba un entusiasmo sin límites. La proeza dio paso a la decepción.
Mañó contaba por entonces 20 años. En pocos meses vivió un torbellino de sensaciones únicas. Al igual que otros jugadores de aquella época, alternó su presencia en las alineaciones del primer equipo y en las del filial durante la campaña 53-54, aunque concluida la Liga, se reincorporó a la plantilla del Valencia que ganó la Copa, y fue titular en la final ante el Barcelona, resuelta por 3-0. En su primer ejercicio, el 52-53, se estrenó como goleador. Su único tanto en el campeonato llegó en el partido de la segunda vuelta ante la Real Sociedad en Mestalla, un rival talismán para 'Mañonet', como cariñosamente le bautizó la afición. Esa tarde el Valencia goleó a los donostiarras por 5-2.
Mañó no fue un gran goleador, más bien se trataba de un futbolista creativo, pegado a la banda, que se internaba para desequilibrar con sus quiebros. La aparente fragilidad física le permitía zafarse de sus marcadores y centrar con precisión. Algunos aficionados lo comparaban con el brasileño Garrincha, aunque a Mañó no le hiciera demasiada gracia. Mientras que Seguí era el dueño del costado izquierdo, el suecano se apropió del diestro, en una vanguardia en la que destacaba la capacidad rematadora de Badenes, la profundidad de Antonio Fuertes –su inseparable compañero–, mientras que Buqué desplegaba su elegancia como interior en la izquierda. Y luego estaba Faas Wilkes, que era un fenómeno extraordinario.
Mañó se asentó como jugador imprescindible en la segunda mitad de los años cincuenta. Una época compleja para la entidad. Nació el gran Mestalla gracias al empeño y sacrificio de los rectores del club, con Luis Casanova al frente. La reforma integral y ampliación del campo precisó de una inversión económica descomunal, se sufrió la riada del 57, se disfrutó el estreno de la iluminación artificial, se organizaron las primeras ediciones del Trofeo Naranja y se asistió a la jubilación forzosa de la vieja guardia, con la pareja Pasieguito-Puchades como gran referente generacional. En ese contexto, la gente de la casa dio la cara y asumió la responsabilidad, aunque los resultados no estuvieron en consonancia con el glorioso pasado reciente.
En su haber figuran sendos dobletes goleadores, uno de especial trascendencia. El Valencia venció por 2-3 en el viejo Metropolitano al Atlético de Madrid en la última jornada de la primera vuelta en la campaña 54-55. A sus dos tantos, se unió el de Pasieguito al transformar un penalti. El otro tuvo Mestalla como escenario en la primera jornada de la temporada 56-57 y al RCD Espanyol como oponente. Su último gol con el Valencia alcanzó un gran significado. En la final de la Copa de Ferias, ante el Dinamo de Zagreb, inauguró el marcador en el partido de vuelta celebrado en Mestalla. El Valencia se llevó el título y Mañó vivió su noche más hermosa.
A esas alturas, ya había regresado al equipo filial que competía en segunda división, y su presencia en el once titular valencianista fue consecuencia de un apretado final de campaña, con la disputa de cinco partidos en dieciocho días, entre semifinales de Copa y del torneo continental. Se mantuvo en la primera plantilla de la siguiente temporada, la 63-64, aunque tan sólo participó en cinco encuentros. Con 32 años disputó su último partido en primera división. Sucedió en San Mamés, con triunfo bilbaíno por 3-1. Sus andanzas finales tuvieron carácter testimonial. En el Ontinyent jugó en la campaña 64-65 antes de colgar las botas. Le aguardaba el retiro en Sueca, su familia y sus amigos.
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