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Claudio Ranieri se ganó el corazón de la afición valencianista en su primera etapa. Hubo una conexión mágica entre la grada y el banquillo. Con el general romano empezó todo. El entrenador italiano, que recientemente ha anunciado su retirada definitiva, enseñó el camino por el ... que transitó el Valencia durante el ciclo glorioso que arranca en 1998 y concluye seis años después. Ranieri puso las bases de un proyecto que tuvo continuidad con Héctor Cúper, primero; y Rafa Benítez, después. Todo en la vida tiene un principio y un final. Ranieri completó el círculo cuando regresó para afrontar una segunda etapa que se cerró con estrépito. Ya nada era igual. El club había crecido, las expectativas se habían disparado. Se rompió el hechizo.
Claudio Ranieri tuvo dos estrenos en Mestalla inolvidables. La primera vez que se sentó en el banquillo lo hizo como entrenador del Nápoles. El conjunto italiano vapuleó al Valencia de Hiddink por 1-5 en la Copa de la UEFA. Eran los compases iniciales del curso 92-93. La noche mágica de Fonseca. Un lustro después, fue contratado por un club a la desesperada que, presidido por Paco Roig, terminaba de destituir a Jorge Valdano. Se produjo un giro copernicano. En la palabra y en la idea. Ranieri, con 46 años, aterrizó en una situación de emergencia. Su presentación se saldó con una derrota ante el Real Madrid por 0-2. Era la cuarta en cuatro jornadas. Cero puntos. Se encendieron las alarmas.
No lo tuvo fácil en las primeras semanas de estancia. Pese a que el Valencia reaccionó, en la siguiente jornada batió al Real Valladolid con autoridad por 0-3, no terminaba de adquirir la regularidad necesaria. Ranieri se aplicaba en implantar en el equipo una identidad completamente distinta a la que pregonaba su antecesor, pero los resultados no acompañaban. La clasificación provocaba escalofríos. La afición explotó y los pañuelos enseñaron la puerta de salida al presidente. El técnico transalpino se quedó en una posición de debilidad. Contra las cuerdas. Su relevo estaba en la mente de Pedro Cortés, el sustituto de Roig en la presidencia.
Sin embargo, un gol milagroso de Mendieta en San Sebastián frenó la posible adopción de medidas drásticas. El empate in extremis ante la Real Sociedad condujo hacia el mejor momento de la temporada hasta entonces: 3 victorias consecutivas, 8 goles a favor y 2 en contra. Se abría la puerta de la esperanza. Falsa ilusión. El Valencia volvió a las andadas hasta que llegó la noche mágica del Camp Nou. La madre de todas las remontadas. Un lunes para la historia. El día en que todo cambió. Los goles llegaron con acento argentino. Los valencianistas protagonizaron una gesta memorable.
Paulatinamente las piezas encajaron. Con ese espaldarazo anímico se lograron, a renglón seguido, victorias sonadas en grandes escenarios como el Bernabéu, San Mamés o Riazor, que se combinaron con goleadas espectaculares en Mestalla ante el Racing o el Atlético de Madrid. La progresión era imparable. Todavía se produjeron algunos fiascos, pero el Valencia sabía hacia dónde se dirigía. El verano del 98 resultó crucial, se generó una atmósfera de convicción en una plantilla, que fue reforzada con acierto, y que respondió superando todas las expectativas. Desde la Intertoto hasta la Liga de Campeones. Un largo trayecto de once meses de competición en diversos frentes.
La apoteosis se extendió a la Copa del Rey, conquistada en una final de juego arrollador y goles antológicos. Atrás habían quedado cruces contra el Barça y el Madrid resueltos con actuaciones inolvidables. El equipo jugaba de memoria. Claudio Ranieri lo construyó con paciencia y precisión. Su trabajo resultó impecable. La final de La Cartuja fue su último partido. No pudo tener mejor despedida. El Atlético, vapuleado por el ciclón valencianista, había llamado con anterioridad a su puerta. El italiano aceptó una oferta envenenada. Jesús Gil le cortó la cabeza antes de Navidad. Un error del que se arrepintió. Mientras, el Valencia iba como un cohete y arrollaba a sus rivales en su estreno en la Liga de Campeones hasta convertirse en la revelación del fútbol europeo.
Claudio Ranieri se despidió de Mestalla en las celebraciones de la conquista copera elevado a la categoría de emperador romano. Aquel general del que hablaba Roig el día de su presentación atropelladamente, hasta confundir su verdadero apellido, se había elevado al cielo del valencianismo que aceptó su marcha sin reproches. Le agradeció su impagable labor, y valoró con generosidad una aportación que quedó para los anales. La grada asumió el momento y tuvo la perspectiva adecuada para entender que la fiesta continuaba, aunque ya no estuviera su artífice.
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