El Mundial que se jugó en Mestalla
El túnel del tiempo ·
El estadio blanquinegro acogió en 1982 los tres primeros partidos de la selección española, que rozó el ridículo en un torneo que fue ruinoso para el ValenciaSecciones
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El estadio blanquinegro acogió en 1982 los tres primeros partidos de la selección española, que rozó el ridículo en un torneo que fue ruinoso para el Valenciapaco lloret
Sábado, 18 de junio 2022, 01:23
Los dibujos de Naranjito, el bombardeo publicitario que promocionaba la venta de las televisiones en color y de los revolucionarios aparatos de vídeo precedieron al gran acontecimiento. Hace cuarenta años la sociedad española esperaba el Mundial con ansiedad. Era una prueba de fuego para un país que atravesaba por un momento decisivo en muchos frentes. El fútbol era una ventana al exterior de gran valor. Mestalla y Valencia adquirieron una enorme relevancia. El histórico campo acogió los tres primeros partidos de la selección española. Se había disparado la euforia, hubo sobredosis de ilusión pero sin final feliz. Gracias a la Copa del Mundo de 1982 Valencia cambió su fisonomía urbana, la ciudad se abrió hacia nuevos límites.
Los aficionados se volcaron con un equipo desnortado que defraudó las expectativas. Para el Valencia la experiencia resulto ruinosa, el club salió malparado de aquella experiencia. El Mundial del 82 fue el inicio de una crisis galopante que dejó a la entidad bajo mínimos en todos los ámbitos. Cuatro años después, cuando la Copa del Mundo se celebró en México, el club de Mestalla había bajado a segunda. La reforma del graderío tampoco benefició a la entidad, la proximidad de los aficionados al terreno de juego desapareció. Un error estratégico que nadie en la entidad intuyó. La imagen desangelada de amplias zonas vacías de público perjudicó al equipo.
El Valencia empezó a planificar su candidatura mundialista con antelación, exactamente cuatro años antes, mientras Mario Kempes se coronaba en su país. En el verano de 1978 arrancaron las obras con el objetivo de adecuar el campo a las exigencias del torneo. José Ramos Costa, presidente, y Salvador Gomar, gerente, con el apoyo de Miguel Monleón, presidente de la Federación Valenciana de Fútbol, movieron los hilos para conseguir que Valencia fuera la sede de la selección española. En Madrid contaron con la inestimable colaboración de José Luis Graullera, valenciano de origen, y con contactos en altas esferas del poder político. La noticia fue celebrada cómo merecía. Se le había ganado la mano a Sevilla, la principal competidora.
Un año antes del Mundial, el valencianismo vivía una etapa de decaimiento tras la marcha de Kempes a River. El equipo había transitado con normalidad por la Liga 81-82, clasificado sin problemas para Europa gracias a su contrastada solvencia en casa con un balance de quince victorias, un empate y una derrota. Excepto la Real Sociedad, campeón liguero, el resto de grandes escuadras mordió el polvo en Mestalla, en algún caso con resultados contundentes. Después de haber vivido los años dorados, el magnetismo que ejercía el equipo había desaparecido pese a las genialidades de Frank Arnesen, principal referente de una plantilla de sobradas garantías. En un ambiente de estancamiento social, el Mundial aparecía en el horizonte con una capacidad de convocatoria irresistible. La fiesta a la que nadie quería faltar. Bofetadas por conseguir una entrada. Colas interminables en las taquillas.
Mestalla y Valencia adquirieron el protagonismo deseado. El papel de la selección española, sin embargo, rayó el ridículo más espantoso. Fiasco en el debut ante Honduras con el árbitro al rescate. Milagro ante Yugoslavia gracias al oportunismo de Saura y, como colofón, derrota ante la cervecera selección de Irlanda del Norte. Mientras el combinado hispano vivía acuartelado en el Parador Luis Vives del Saler en un régimen de vida monacal, los británicos se lo pasaban en grande a pocos kilómetros, en el hotel Sidi. Berlanga habría encontrado material para una película. Cuando se apagaron las luces, llegó la cruda realidad: había que pagar la factura. Ahí empezaron los problemas. Las ayudas prometidas se esfumaron, si te he visto no me acuerdo.
Por si fuera poco, de forman inesperada y de manera incomprensible, el Valencia empezó a desintegrarse deportivamente pese a haber recuperado a Mario Alberto Kempes. La guerra de las Malvinas y la crisis económica argentina forzaron el regreso. Pero ya nada era igual. Un equipo capaz de superar al Barça de Maradona y de eliminar al Manchester United, salía goleado del viejo Sardinero. La resaca mundialista generó una atmósfera irreal. El campo presumía de sus flamantes butacas de plástico blancas –salvo detrás de las porterías, pintadas de verde para facilitar la identificación de los postes y no confundir a los jugadores–, se habían instalado unos imponentes vídeo marcadores de última generación, la iluminación había mejorado, el acceso de los espectadores ya se podía efectuar por las cuatro esquinas y se había ganado zona de aparcamiento en la recién estrenada Avenida de Aragón. Pero la cruda realidad era que el equipo iba a la deriva mientras la situación financiera empeoraba.
El Mundial del 82, tan deseado, dejó al club bajo mínimos y en caída libre. El colmo del infortunio fue la grave lesión de Arnesen. La ausencia del danés empeoró las prestaciones de un equipo irreconocible, el mismo que tres años antes reinaba en Europa, sufría ahora por salir de la zona baja de la clasificación. El ambiente se enrareció. Ya nadie se acordaba el ambiente festivo ni del colorido de la grada. El Mundial pasó y dejó una estela de oportunidad deportiva perdida. Las inversiones anticipadas por el Valencia nunca se recuperaron.
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