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La sencillez de Jaume Ortí lo abarcaba todo. Como el riego a manta. Al verte, lo primero que hacía era darte un abrazo y ponerte las manos sobre los hombros. Paternal y patriarcal. A Ortí le encantaba hablar del Valencia, de su Valencia. O del partido que jugaba semanalmente con los amigos o de ‘Carmeleta’, esa aventura que había puesto en marcha su hija Noema. Hablaba de su familia, de las cosas de la vida, con una naturalidad que derivaba siempre en una agradable conversación en la que siempre había una mano tendida por si florecía algún problema.
Jaume amaba al Valencia y siguió vinculado desde las raíces, desde la base, en compañía de los de siempre, de sus iguales. Uno más, sin dobleces ni distinciones. Era fijo en la presentación de cualquier acto sobre el Valencia, como el último de José Ricardo March al que acudió junto a su hija, o en todo aquello que estuviera vinculado al escudo de su vida. En aquel acto pidió el micrófono para recordar a Jorge Iranzo, el seguidor más fiel y entusiasta del Valencia, fallecido unos días antes.
Ortí fue un presidente con tacto y de tacto, de esos que nunca levantaron barreras alrededor de su cargo. Una persona querida y amada por el valencianismo. Pero sobre todo respetada por una mayoría que el paso del tiempo ha reconocido y ha echado de menos a uno de los pilares de aquel Valencia del doblete. Un hombre en el que el rencor nunca tuvo un hueco en su vida. Estuvo a punto de vivir una nueva etapa en Mestalla, en una ida como solución a miles de problemas de un club a la deriva, una ida que no fue ni vuelta. Ortí levantó la voz para lamentar que aquella palabra fuera papel mojado por la otra parte. Otro de los graves traspiés de Meriton.
Ortí es el último eslabón de otro tipo de presidentes, alejados de la vanidad, en los que el egocentrismo nuna fue una tarjeta de visita, donde el grupo y el beneficio común siempre fue lo más importante. Muchas noches bonico y que la tierra te sea leve.
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