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JUAN CARLOS VALLDECABRES
Domingo, 25 de septiembre 2016, 22:06
Hace apenas unos días, a Zidane le preguntaban los periodistas capitalinos si se consideraba un entrenador con suerte. El francés, aupado siempre por esa malla protectora que mediáticamente arrastra, reconocía sin pudor que sí. Pues ya le gustaría a Zidane -y aunque suene atrevido- gozar de una estadística como la del hombre 'milagro' del Valencia. Voro, se mire por donde se mire, roza la excelencia cada vez que en lugar de sentarse fuera, como delegado, lo ha tenido que hacer dentro del banquillo: ocho victorias, un empate y una derrota. Ahí queda eso. Ya puede venir Marcelino, Caparrós, Villas Boas o algún recomendado de Mendes o Peter Lim porque la historia situará a este bonachón de l'Alcúdia como el entrenador más barato y eficiente de todos cuantos han desfilado por aquí. Voro representa con pureza la idiosincrasia del valenciano y valencianista, ese espíritu que tan falazmente se había pregonado como paradigma de cabecera a principios de verano desde Singapur. Lástima que no haya nacido este hombre con la capacidad para liderar grupos porque por su carácter tan afable es posible que de aquí un par de semanas este vestuario tan convulso se le hubiera deslabazado.
Por eso el Valencia sigue cubriendo etapas de la manera más extraña posible, reponiéndose ahora de dos en dos a los golpetazos del segundo peor inicio de Liga de la historia. Que ganara el Valencia ayer en Leganés entra dentro de la lógica pero ya se sabe que este equipo se ha encaprichado en complicarse la existencia hasta límites insospechados. Ahí está Ayestarán para dar fe de ello. Horas antes de que los valencianistas madrugaran para sumar esa segunda victoria consecutiva, el vasco canturreaba en la plaza de Toros de Valencia melodías de juventud en un concierto de 'viejas glorias' de la canción. A él también le corresponde una alta porción de este necesitado resurgir blanquinegro. Y eso, a pesar de que Voro ha acabado por descuadrar la teoría de su antecesor, al darle a su equipo un dibujo demandado por la mayoría. No fue el Valencia del 4-3-3 y sí el del 4-2-3-1. Visto el resultado, uno puede pensar que esa fue la clave del éxito, la pócima que tanto se resistía a probar Ayestarán y que terminó intoxicándole. Pues sí pero no. Todo tiene su explicación.
El cambio de dibujo aumentó la seguridad no sólo del medio del campo sino también de los de atrás, porque con Suárez y Enzo como pareja, los centrales pudieron tener respiro. Y eso, dentro de lo que cabe, ya es un logro después del calvario que se ha padecido. Además, en la segunda y cuando tocó sacar las castañas del fuego, el equipo exprimió no sólo su mejor condición física sino también su mayor calidad a la hora de montar la vertical. Es verdad que los valencianistas salieron 'empanaos', como si eso de madrugar para jugar al mediodía fuera un horario de obreros y no de ellos. El mayor oficio lo puso en esos instantes iniciales el equipo blanquiazul, todavía crecido por la espuma que siempre otorga la cercanía del ascenso. El Leganés es un bloque aseadito, que intenta hacerlo fácil pero al que le va a costar soportar el peso de la categoría cuando el calendario vaya tocando a su fin. Fueron los madrileños de más a menos, a la inversa de los de Voro.
Este Valencia fluctúa todavía entre la obstrucción mental por todo lo que envuelve al club y la conciencia de su poderío cuando las cosas empiezan a salir, aunque sea tímidamente. Al partido, en cualquier caso, no le faltó de nada. Desde la justa remontada hasta la posibilidad de ampliar el marcador en alguno de los latigazos a la contra, sin olvidar el ya clásico penalti, algo que empieza a ser y por desgracia norma de la casa. Tres le han pitado en lo que va de temporada en contra aunque esta vez estaba Diego Alves para, como siempre, poner su guante en una espléndida y talentosa intervención. Él cometió la imprudencia y él se encargó de poner las cosas en su sitio.
Ya en esos instantes se había colocado por delante el Valencia después de lavarse con agua fría la cara al descanso. Falta les hacía porque el primer tramo de partido todo lo que se apreció por su parte fueron desconexiones y defectos. Desde el despiste en la marca de los dos laterales en el 1-0 hasta la imposibilidad de encontrar espacios Parejo en esa ubicación de mediapunta, quedándose Rodrigo como un auténtico pasmarote como 9. Menos mal que la caída que se pronosticaba se amortiguó por esa infantil cesión de la defensa local hacia su portero y el empecinamiento en la pelea de Rodrigo. El delantero llegó tan justo al balón que cayó ante la salida desesperada del meta. Para unos falta de Rodrigo por meter el pie, para otros nada y para unos pocos penalti. Fue Nani el que supo oler el peligro y al acompañar la jugada se encontró con el regalo. Sólo tuvo que levantar la mirada y conservar el temple para ajustarla a un lado. El portugués se estrenaba como goleador y cubría una etapa más de su escalada como claro referente de este colectivo.
Toda la flojera y la incapacidad mostrada en esos primeros 45 minutos donde el Leganés sobrevivía gracias al trabajo sobre todo de Alberto Martín y Timor, quedó enterrada después del periodo de reflexión. El Valencia se dio la vuelta a sí mismo y sin cambiar ni una sola coma de su planteamiento empezó a aumentar de revoluciones cada intervención. Presionaba y corría más. El juego se fue volcando hacia la portería madrileña y tras un saque de esquina puesto en marcha en corto, Nani le pegó con mucha intención al balón y Suárez adivinó enseguida que con un ligero toque acabaría dentro. Así fue. El Valencia había hecho lo más difícil, reponerse al desfase inicial y acercarse al premio final. Montó algunas contras con sustancia que no deben dejarse escapar. Al final, Voro recordó sus tiempos con Víctor Espárrago cuando coincidían Camarasa, Giner y él, y sacó a Abdennour como lateral ante el desconcierto general. Qué tiempos aquellos. Voro, hasta la próxima. Nunca se sabe con este Valencia.
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