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Peinaba canas y todo el mundo le llamaba Paquito, como si fuera un niño de corta edad. No le importaba, todo lo contrario. En realidad, siempre lo fue. Paquito hubiera sido un gran profesor. Hizo sus pinitos como escritor de relatos cortos. La sonrisa infantil y el brillo de los ojos delataban una ilusión por el fútbol que rebosaba inocencia. Esa manera de andar por la vida le reportó más de un disgusto cuando, como entrenador, debió medir su autoridad en el vestuario con sus discípulos. Ya eran otros tiempos y otras generaciones. No le iba el papel de duro. Francisco García Gómez pertenecía a esa estirpe de futbolistas criada en el respeto universal hacia la profesión, devoto del trabajo, admirador de aquellos compañeros o rivales que le podían superar en edad o en reconocimiento, siempre dispuesto a aprender de los demás.
Sin embargo, Paquito era un grande, término que empleaba y repetía en las distancias cortas, atesoraba una clase extraordinaria, estaba dotado de una calidad futbolística ilimitada y que patentó un regate que fue bautizado como el del «melocotón». Un elegante interior que dominaba el balón con las dos piernas, de figura espigada, poseía una magnífica capacidad rematadora. Sus goles eran diferentes, tenían una etiqueta distinguida. Junto a Roberto Gil, formó una medular legendaria desde mediados de los años sesenta. Curiosamente, ambos se sucedieron en la capitanía, y años después, en el banquillo del club de sus amores. Si Roberto alzó la copa ganada en 1967, en la que Paquito le marcó un gol antológico de tacón a Iríbar en la final, cuatro años después, fue el asturiano quién recogía el trofeo como campeón de la Liga 70-71, de la que fue pieza fundamental.
Pasado el tiempo, en el ejercicio 83-84, Paquito cedió su puesto en el banquillo a Roberto. Atrás quedaba una esperanza rota añicos que le dejó tocado en lo más profundo. Su destitución le hizo daño porque era el fracaso de un sueño que venía acariciando desde tiempo atrás. Paquito quería devolver al Valencia a la elite y formar parte, ahora como entrenador, de un equipo que se pareciera al que conoció como futbolista. No pudo ser. Y eso que las cosas empezaron de la mejor manera posible. El equipo iba lanzado, jugaba muy bien, tenía intensidad y se puso líder a las primeras de cambio. La labor concienzuda desarrollada en verano, la preparación física meticulosa y la recuperación de Mario Kempes permitían albergar ilusiones. Todo se fue al traste a partir de la lesión en el hombro del argentino tras un brillante triunfo en el Bernabéu. Poco a poco, el equipo fue perdiendo capacidad competitiva y el entrenador entró en una espiral irreversible.
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Cuando llegó al Valencia a finales de la temporada 62-63 en compañía de Sánchez Lage y procedente del Real Oviedo,-un gran equipo que acabó tercero en la Liga-, descubrió la magia de Mestalla y el poderío de una institución que jugaba la segunda final de la Copa de Ferias. Llegar y besar el santo. Campeones y una prima económica que superaba en cuantía todo lo que había ganado a lo largo de un ejercicio en el conjunto ovetense. Su adaptación fue inmediata, su identificación con la ciudad y sus gentes, total. A Paquito le podía el corazón, era un sentimental, obstinado en sus ideas, pero leal y honrado a carta cabal, incapaz de traicionar.
Cuando en 2004, dirigía al Villarreal en la semifinal de la Copa de la UEFA y se enfrentó al Valencia, la emoción le superó. En la rueda de prensa previa no podía ocultar los sentimientos que le embargaban. Era sacarse la espina de aquella amarga tarde vivida en abril de 1986, cuando en Cádiz vivió una jornada bochornosa, que culminó con el descenso valencianista. No quiso seguir en el club andaluz por orgullo y principios.
Su mujer, sus tres hijos, y todos sus nietos, pueden estar muy orgullosos de quién forma parte por derecho propio de la Gran Historia del Valencia, esa que el paso del tiempo, revaloriza cada vez más. Sus nueve temporadas como jugador, sus títulos y sus goles, constituyen un legado imperecedero, de enorme valor. Quienes tuvimos la gran fortuna de compartir muchos momentos y aprendimos de su experiencia y sabiduría, los vamos a conservar en nuestra memoria como un tesoro único. Descanse en paz, Paquito, un grande para la eternidad.
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