El 1 de mayo de 2016, Peter Lim estuvo en el palco de Mestalla para ser testigo del engendro de equipo que había creado a imagen y semejanza, un calificativo directo y contundente que tiene la misma actualidad hoy que hace casi siete años. «Engendro» fue la palabra clave del titular de aquella crónica ... que firmé en LAS PROVINCIAS (Valencia 0-Villarreal 2) y que algunos amigos periodistas todavía me recuerdan para santificar las fechas.

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La pañolada y bronca en Mestalla tras caer en los cuartos de la Copa del Rey ante el Athletic Club es un capítulo más en la era de la infamia, en la etapa más dolorosa para el Valencia Club de Fútbol, pero es casi el síntoma definitivo de que ya no hay salida. Gattuso, tras el partido, dijo que el equipo había tocado fondo, cuando la realidad es que el actual modelo de club lleva tiempo hundido en sus miserias por una gestión caótica, deficiente y desesperante. Lim es lo peor que le ha pasado al Valencia en su historia centenaria.

Ya no hay ganas de hablar de Amadeo Salvo -paradojas de la vida, su Ibiza va en picado a Primera RFEF- ni de Aurelio Martínez -su escudo de oro y brillantes nunca relucirá-. Sobre sus conciencias valencianistas recaerá lo que hicieron para dejar el club de sus amores en manos de Peter Lim. Podrán mirar a los ojos a sus nietos para decirles: «Yo fui cómplice del hundimiento del Valencia». Y con ellos, los políticos de cada día, que siguen sin atreverse a tomar una decisión definitiva. La afición ha hablado y ya tiene su veredicto, mientras que los cargos públicos usan y manosean al Valencia como estrategia electoral. El PP metió al Valencia en el fango y el Botánico no ha hecho más que removerlo. El que no lo vea está ciego.

El problema es que el engendro se ha convertido en una enfermedad mortal para el Valencia que hay que sanar con urgencia y sin anestesia. La salida de Peter Lim del club se ha convertido no sólo en una necesidad, sino en una obligación. En ese movimiento está la supervivencia. El Valencia agoniza de mala manera y las gradas llenas no son más que el espejismo de una enfermedad terminal y sin posibilidad de paliativos. Es cuestión de tiempo, pero el descenso es un relato factible, y quien sabe si el primer capítulo de una nueva resurrección.

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Lim ha instalado al Valencia en la mediocridad. En la irrelevancia deportiva, con un club convertido en una comparsa de la Liga. En lo económico la situación no ha mejorado, y en la avenida de Les Corts Valencianes se levanta la escultura hormigonada que como la postal del drama.

El gol del Valencia al Athletic Club es el espejo del alma. La anarquía de Diakhaby es como el régimen que gobierna el club. La dictablanda anárquica de Meriton, a imagen y semejanza de su país, donde se silencia al discrepante. Han pasado jugadores, presidentas, personajes infames como Murthy, una ristra de entrenadores buenos, malos y peores, amigos, grandes profesionales y estómagos agradecidos, y entre todos, en lo bueno y en lo malo, van a convertir al Valencia en retales.

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La etapa de Lim en el Valencia se cose mentira tras mentira. La inversión deportiva no fue la prometida, los mejores jugadores se vendieron, la Champions es hoy una utopía, la deuda sigue más que viva y el nuevo estadio sigue tan parado como hace siete años. El Valencia no está mejor que en mayo de 2014, cuando un patronato aturdido, amenazado y con escasa valentía escuchó la voz de su amo.

Y mientras tanto, con los políticos llenando los titulares pero sin alternativas con contenido, florecen plataformas cargadas de romanticismo pero con escaso brío, sin un plan claro más allá de las buenas intenciones. El valencianismo quiere pero no puede, porque no hay fortaleza detrás de esas aspiraciones de compra de un Valencia que en lo económico no es más que una ruina. Los comunicados y las notas de prensa no servirán para extirpar la presencia de Lim en el Valencia.

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Queda la esperanza de que el valencianismo ya no se dirige a lo desconocido, porque sabe que está en pleno callejón sin salida, herido de muerte. Y en una calle cortada hay dos opciones, o te estampas contra el muro a toda velocidad o derribas la pared para buscar una salida. Cada minuto que pasa es tiempo perdido.

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