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Españeta, al servicio del Valencia

Españeta, al servicio del Valencia

túnel del tiempo ·

En los años 70 llegó la consagración popular de Españeta gracias al cariño que le prestaron Kempes y Di Stéfano

paco lloret

Viernes, 16 de octubre 2020

De puertas adentro, hubo una época en la que el Valencia estaba gobernado por una 'troika', con las competencias repartidas y los papeles asumidos. El jefe con poder absoluto era Ricardo de la Virgen, que lucía orgulloso los galones de mando. Igual daba un masaje en la camilla del vestuario que organizaba un viaje. Jefe de expedición e interlocutor en los aeropuertos y estaciones. Paco Reig, el hijo del legendario Valentín Reig 'Picolín', hombre concienzudo, discreto y organizado, ejercía de responsable en la recuperación de los lesionados y en la atención a los jugadores. A diferencia del anterior, se concentraba en una misión exclusiva: la salud y el estado físico de los futbolistas. Bernardo España Edo 'Españeta' completaba el trío. Hombre servicial, de sonrisa permanente, chistoso y ocurrente, pero entregado a la causa sin reserva, igual hinchaba balones, recogía la ropa de entrenamiento, que limpiaba las botas. No había horarios. Los días de su vida estaban condicionados por la actividad de la plantilla valencianista.

Con un don de gentes personal e intransferible sedujo a Vicente Peris que le abrió las puertas del club en el que se integró poco a poco hasta formalizar su labor a principio de los años sesenta. Por entonces, los asiduos a Mestalla estaban familiarizados con la figura de un hombre alto y enjuto, vestido con un chándal de la época de 'Cesta y Puntos' en tono azul, que solía llevar gafas de sol y lucía una gorra. Moreno, ese era su apellido, se apostaba en las escaleras que conducen al campo desde los vestuarios, atento a cualquier incidencia durante los partidos. A su marcha, por motivos de edad, tomó el relevo la figura rechoncha pero dinámica de Españeta, con aire resuelto y un dominio del escenario que no pasó inadvertido para el gran público. El paso del tiempo lo convirtió en un elemento imprescindible. El utilero ya había adquirido la etiqueta de fijo en el decorado previo a cada encuentro. Mientras Ricardo de la Virgen y Paco Reig ocupaban plaza en el banquillo, Españeta recogía balones y dejaba algunos detalles de cosecha propia.

En los años setenta llegó su consagración popular gracias a dos argentinos: Alfredo di Stéfano y Mario Alberto Kempes. Palabras mayores. El entrenador lo adoptó y lo protegió como si fuera hijo suyo, seducido por el espíritu de colaboración y la entrega sin dobleces de Bernardo España. Ver, oír y callar. Nunca conspiraba ni creaba mal ambiente. Valor seguro. A esa predisposición natural al trabajo discreto, Bernardo España añadía un sentido del humor singular que animaba el ambiente y relajaba la tensión en los peores momentos. Di Stéfano, hombre selectivo con el entorno, igual le ponía la cruz a alguien a las primeras de cambio que lo acogía con generosidad, estableció una complicidad total con el utilero. La aparición de Kempes en 1976 fue como el final de la película Casablanca. El inicio de una gran amistad. Ambos se entendían con la mirada como si fueran dos niños en etapa de juegos. La relación estrecha entre ellos derivó en múltiples anécdotas: desde retos de habilidad futbolística hasta imitaciones de firmas en cheques bancarios y, por supuesto, en balones autografiados. El carácter del Matador sintonizó a las mil maravillas con la picardía natural de Españeta.

Superado el anonimato inicial, se empezó a fraguar un protagonismo en torno a su figura que rompía barreras, los rivales no sólo lo respetaban sino que sentían una especial atracción por el utilero valencianista, se abrazaban con él en Mestalla o lo recibían con los brazos abiertos en los desplazamientos, cuando se incorporó a la expedición oficial después de los primeros años de ausencia en los viajes. La profunda crisis sufrida por la entidad a mediados de los ochenta afectó a la, hasta entonces, intocable organización interna del club y terminó por desintegrar este poder fáctico. Aquel trío que había visto pasar jugadores, entrenadores y presidentes se deshizo porque el cabeza visible, De la Virgen, perdió su condición. Nuevos tiempos. España permaneció contra viento y marea en su sitio, sin reclamar nada, centrado en su labor, comprensivo con la situación y adaptándose a un período de sacrificio. Al mal tiempo, buena cara. Después de la tormenta, el Valencia reconoció su trabajo y le mejoró las condiciones laborales.

Por entonces, Españeta ya había alcanzado la condición de símbolo y se manejaba con total desenvoltura, no solo entre bambalinas, sino en cualquier acto público. Los medios de comunicación descubrieron su poder de convocatoria y él supo adaptarse a un protagonismo que no perseguía pero que tampoco le desagradaba. No sabía decir que no. Su carisma conquistó a niños y mayores, su figura se elevó de forma imparable. En cada presentación veraniega su aparición era celebrada con entusiasmo. Una tradición que se vivió por última vez en los días felices del Centenario. Su marcha del club resultó traumática porque no entendía vivir sin el Valencia. En su memoria quedó siempre grabado el gesto de los jugadores cuando le brindaron el triunfo en el campo del Barça en septiembre de 1987, un día después del funeral por el fallecimiento de su madre. La única vez que le vi llorar.

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