Peter Lim, de su bolsillo, debería pagarle el pase de la próxima temporada a los más de 600 sufridores que, como en aquel histórico programa de la televisión, siguieron desde las gradas del Villamarín una sucesión de sustos que tuvieron a su equipo al borde del descenso durante hora y media. Tras el gol del Betis antes del primer minuto de juego, los cientos de valencianistas repartidos por muchos sectores del estadio tuvieron que lidiar con la angustia que les dejaron los dos goles anulados al Elche en la primera parte. Cuando marcó el Celta, subieron las pulsaciones. Al descanso, esa angustia provocó que decenas de aficionados se marcharan de sus localidades más pendientes de ganar un poco de aire en los pulmones que de meterse entre pecho y espalda el bocata, que es lo que corresponde al descanso de un partido nocturno. En uno normal, no cuando en ese momento tu equipo está a tres goles (dos del Elche y uno del Valladolid) de bajar a Segunda. Ni olvido ni perdón al actual máximo accionista. El tanto de Diego López en el minuto 70 sirvió para aliviar algo esa angustia... que se convirtió en un sentimiento de liberación cuando terminó el partido en el Martínez Valero con el empate entre el Elche y el Cádiz. En ese instante, pasara lo que pasara ya en Sevilla, el Valencia seguía en Primera. Ahí, en la liberación total, resonó un «¡Peter, vete ya!» desde el corazón de cada valencianista presente en el campo. Se rozó el desastre, el capitán Gayà dejó claro que hay que tomar nota para que no se repita, pero sólo una catarsis en el proyecto de Meriton evitará que dentro de un año no tengamos una imagen que termine como se vivió ayer en Pucela, con un descenso.
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El bendito Villamarín ya forma parte del imaginario colectivo del valencianismo. Entre las lágrimas de alegría por ganar una Copa del Rey a las de alivio por evitar el drama de la Segunda tuvieron que pasar 1.417 días. Cuatro años y siete días desde que el Valencia tumbó al Barça de Messi para ganar el que sigue siendo su último título, la Copa del centenario en 2019, hasta que el equipo se salvó del infierno. Sobre el mismo césped, con el mismo valencianismo latiendo en las gradas. Hasta Joaquín Sánchez se alegró de la permanencia del que fue su equipo. Conociendo al del Puerto de Santa María, la fiesta de su despedida del fútbol hubiera sido algo amarga en el caso de que el Valencia hubiera llorado el descenso sobre el mismo césped en el que celebró la vida. Porque el cariño eterno del fútbol español hacia el gaditano está muchos años luz por encima del fútbol. Eso no se compra con dinero, todo lo contrario que los clubes de fútbol.
Cuando se recuerde la nefasta temporada 22-23, salvarse del descenso en la última jornada es indigno para una entidad grande como lo es el Valencia pese a sus eventuales dirigentes, se destacarán tres cosas; la afición, los chavales del Mestalla y Baraja. Ese maridaje, sin intervención de nadie más, ha salvado del bochorno a un club con 104 años de historia. La demostración de madurez de la militancia ha sido uno de los episodios más emocionantes en más de un siglo de historia del Valencia. La afición, que sigue reclamando a Peter Lim, en su inmensa mayoría, que venda sus acciones y se marche del club, supo reorganizar prioridades a partir del partido contra el Almería para enlazar seis desplazamientos masivos consecutivos para ayudar a su equipo a salvarse. En el momento más importante, cuando lo más fácil hubiera sido ahogarse en el lamento, el valencianismo se arremangó, dejó sus diferencias a un lado y se dejó la voz, el sueño y el alma para salvar a su equipo. Dando un disgusto, de paso, a todos aquellos que querían ver al Valencia en Segunda.
La catarsis colectiva que dejó el gol de Lino en Mestalla no se repitió en el Villamarín tras el pitido final. Es más, cuando algunos jugadores hicieron el amago de salir corriendo para celebrar la permanencia, Jaume Doménech, uno de los capitanes, pidió «cabeza» a sus compañeros «porque aquí no hay nada que celebrar». Hicieron bien, puesto que los más de seis centenares de valencianistas presentes en el estadio volcaron toda la rabia que llevaban acumulada durante muchos meses y uno de los cánticos que se escuchó fue el de «¡Jugadores, mercenarios!». El pique con una minoría de la afición del Betis, que durante algunos pasajes del partido coreó algún «¡A segunda!», cuando el Valencia estaba perdiendo el partido y un par de goles en otros campos le mandaban al infierno, no fue a mayores. Es una de las enseñanzas que tiene que dejar una temporada para el olvido. Una minoría, fuera de Mestalla, también se lo cantó a los jugadores del Espanyol. Ese cántico, lo realice quien lo realice, es indigno lo cante quien lo cante. Una auténtica vergüenza.
El sexto viaje para salvar al Valencia terminó en liberación pero comenzó de nuevo antes del amanecer, con los 600 aficionados dejándose notar desde que pisaron las calles de Sevilla. A la llegada del autobús, los jugadores volvieron a notar el aliento de una afición que se lo dejó todo para evitar la pesadilla. En una sociedad donde todos somos muy dados a olvidar, esa demostración de miles de seguidores –muchos hicieron varios o todos los viajes– se recordará como el motor del milagro de la salvación. Cuatro décadas después, el Valencia volvió a salvarse sobre la campana del último partido. En 1983 gracias a un gol de Tendillo. En 2023 con un gol de Diego López que certificó la permanencia. Es otro club y otro entorno. Lo que nunca cambia es la afición.
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