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CARLOS BENITO
Martes, 12 de mayo 2020
Allá por el final de los años 80, un 'sketch' del programa televisivo 'Ya semos europeos' retrataba a los españoles como un pueblo esencialmente escupidor. La idea de aquel espacio era presentar el país como una suerte de parque temático de nuestras costumbres y, entre ellas, figuraba en lugar destacado la de proyectar gargajos a nuestro alrededor: era aquella una estampa grotesca, con un montón de personajes empeñados en regar el suelo con saliva y flemas, igual que si para ellos resultase tan imprescindible como respirar.
Como corresponde a una sátira, aquel 'sketch' exageraba y resultaba un poquito injusto. Por un lado, la proporción de los ciudadanos que se dedica a escupir sobre la vía pública es actualmente (y lo era ya entonces) muy minoritaria, por mucho que de su conducta estremezca a los 'no escupidores'. Por otro, resulta muy discutible que lo de expectorar en público constituya un rasgo distintivo de nuestro país. La mayor prevalencia de esta costumbre se da en Asia, en lugares como China o India, pero muchos países occidentales comparten la incapacidad para erradicarla del todo: aunque faltan estadísticas detalladas sobre el asunto, basta comprobar que en Gran Bretaña se han registrado en los últimos años campañas contra el vicio de escupir o que en Francia (donde esta práctica es ilegal desde 1942) aparecen de vez en cuando noticias de multas impuestas a algún irreductible del lapo. Hay situaciones que nos vuelven particularmente sensibles a los salivazos de nuestros vecinos. Unas son particulares: por ejemplo, cuando a uno le toca empujar un carrito de bebé y mira más al suelo, se ve obligado a avanzar a veces por la acera como si vadease un terreno de marismas. Otras son globales, y el ejemplo más obvio lo tenemos ahora mismo a nuestro alrededor, con una pandemia que ha convertido lo desagradable en inquietante. Y, sin embargo, incluso se ha avistado a personas que se apartaban la mascarilla para aclararse la garganta y disparar su contenido al suelo.
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, escupir era un acto cotidiano que no se contemplaba con malos ojos. En el medievo, una de las escasas normas de urbanidad acerca de este tema era la de no escupir encima de la mesa donde se estaba comiendo, sino debajo, entre los pies de los comensales. El gran cambio se produjo a finales del siglo XIX y principios del XX y tuvo que ver, precisamente, con la lucha contra la enfermedad: el descubrimiento de los mecanismos de contagio de la tuberculosis desencadenó una campaña internacional que llenó el mundo de escupideras. En 1901, por ejemplo, España prohibió a los soldados escupir en los cuarteles. «La guerra al esputo debe comenzar desde la misma escuela de instrucción primaria, en la que se afeará ante los niños la costumbre de escupir en el suelo como una práctica grosera y perjudicial», planteaba la 'Revista de Sanidad Militar'. Un año más tarde, 'El Progreso Industrial y Mercantil' elogiaba a una panificadora cántabra como «industria modelo» por su espléndida dotación de escupideras. El 'alfabeto antituberculoso' con el que formaba a los críos consagraba a esta cuestión la letra e: «Escupir en el suelo es sucio, peligroso y propio de ineducados», decía aquella entrada (la zeta, por cierto, amenazaba con que «zote serás y tu castigo sufrirás si no observas estas máximas»).
Pero aquí seguimos, siglo y pico después, contemplando con impotencia cómo esputa el prójimo (o esputando nosotros mismos, que de todo habrá entre los lectores). Escupen viejos y jóvenes, aunque sigue siendo una costumbre predominantemente masculina. Y, por mucho que la tradición vincule este hábito a las clases bajas, encontramos a los campeones del gargajo entre la élite económica de la sociedad: los futbolistas escupen con profusión, como si una de sus tareas fuese aportar un riego suplementario al césped del campo. ¿Por qué, pese a más de cien años de presión social, sigue habiendo gente que escupe sin recato? Los médicos rechazan que exista ninguna justificación en nuestro funcionamiento corporal: «No hay motivos fisiológicos que requieran la necesidad de escupir por la calle, ni siquiera en los que presentan una hipersecreción salival. Se trata más bien de un problema educativo. Y, al escupir, hacemos que los gérmenes que contiene la mucosidad que expulsamos contaminen el exterior. La saliva tiene su vía natural de expulsión, que es el tubo digestivo, al igual que las flemas. No obstante, en caso de necesidad, pueden recogerse en un pañuelo de papel y arrojarlo a la basura», expone el doctor Miguel Fresnillo, del Instituto de Otorrinolaringología IOM de Madrid.
Los estudios sobre el escupitajo callejero no abundan. Uno de los contados académicos que se han interesado por este debate es Ross Coomber, del departamento de Sociología de la Universidad de Liverpool. «En Occidente, la mayor parte de la gente no escupe –explica a este periódico el profesor Coomber–. Podríamos decir que las campañas contra los esputos han tenido un éxito notable, pero evitar que escupa todo el mundo es muy difícil, porque los distintos grupos lo hacen por motivos variados. Está claro que la costumbre de escupir ha crecido enormemente en el contexto deportivo y, de hecho, ahora es prevalente en deportes donde antes no se daba, como el críquet. Las mujeres futbolistas también escupen. Esto son atribuciones culturales. Escupir adopta múltiples significados y no se reduce a limpiar las vías respiratorias: en el tenis, pese a la extrema actividad física, no se permite escupir y no se hace, y esto es igualmente válido para otros deportes. Algunos jóvenes escupen para demostrar su 'presencia', para decir que están ahí, y en otros casos es simplemente cuestión de hábito: las generaciones de más edad, especialmente en algunas áreas rurales o mineras, escupen porque siempre lo han hecho».
Incluso se pueden distinguir estilos de escupir. El escritor riojano Fernando Sáez Aldana hablaba hace años de dos escuelas técnicas a la hora de lanzar el «viscoso proyectil», a las que él bautizó como 'mediolao' y 'palante'. La primera, «propia de jubilados o gente muy mayor», expele la saliva de manera oblicua, «no se sabe si para obtener un impacto lateral sobre la acera, más discreto, o para tratar de disimular con el gesto un acto que en el fondo reprueba pero no puede evitar», mientras que el esputo 'palante' es el resultado de un hábil juego de lengua y vías respiratorias que puede obtener llamativas «marcas de longitud». A este esbozo podríamos añadir la singular figura del escupidor de ventana o balcón, amante de comprobar el efecto de la gravedad sobre sus secreciones.
Tal vez esta pandemia sea el momento indicado para acabar de una vez por todas con un hábito que a la mayoría nos parece de otra era. En el fútbol, tan importante a la hora de crear modelos sociales, ya se han registrado algunos movimientos en favor de la prohibición y consiguiente sanción de los esputos. «Las circunstancias pueden favorecer el cese de esta costumbre –asiente nuestro otorrinolaringólogo, el doctor Fresnillo–. Por un lado, existe la posibilidad de contaminar el ambiente. Por otro, está el confinamiento: supongo que ha hecho que la gente no escupa en el suelo de su casa».
Hay partidos de fútbol que parecen festivales del salivazo, pero algunas voces abogan estos días por poner fin a esa costumbre mediante medidas tajantes. «Es antihigiénico y una buena manera de propagar el virus, creo que deberíamos evitarlo al máximo. Otra cosa es que eso resulte posible», ha declarado al 'Daily Mail' el belga Michel D'Hooghe, jefe de los servicios médicos de la FIFA, que ha planteado la posibilidad de sancionar con tarjeta amarilla a los jugadores que esputen en el campo. La prohibición de escupir figura entre las medidas que ha aplicado ya la liga surcoreana y aparece en la plataforma preliminar para el nuevo protocolo de la Premier League. «Evitar que se escupa en el campo debe ser una cuestión innegociable en la vuelta a los entrenamientos y los partidos», ha apoyado el responsable médico del Arsenal.
Pero también hay quienes alertan de que esa pretensión está condenada al fracaso, ya que las condiciones en un partido no son las mismas de un peatón que pasea por la calle. «¿Cómo no va a escupir un jugador ? Con la presión sanguínea a tope y el pulso a 120, escupir se vuelve una acción casi involuntaria», ha protestado el instructor de árbitros indio Rizwan Ul Haq.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras (gráficos)
Álvaro Soto | Madrid
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