Viernes, 28 de Febrero 2025, 11:33h
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Como torpe que soy en todo lo relacionado con las plataformas, redes sociales, podcasts, reinos de TikTok y tiranías de influencers, me ha asombrado ver el recorrido que está teniendo una frase bastante elemental pronunciada por esta servidora de ustedes. Hace meses, en una entrevista, me preguntaron qué valoraba más en otras personas y respondí que, cuando era joven, me fijaba mucho en los hombres guapos, más adelante me fijé en los inteligentes y ahora solo me fijo en la bondad, porque es lo único que me interesa, tanto en hombres como en mujeres.
Belleza e inteligencia pueden usarse para fines tanto nobles como innobles. La bondad, en cambio, solo tiene un fin: ella misma
Expliqué también que, con veinte, treinta o cuarenta años, la bondad me parecía algo ñoño, aburrido, bobo. Así, es bastante habitual que, cuando uno es joven y no tiene nada mejor que decir sobre alguien, suelte aquello tan perdonavidas de «¿Fulano? Ah, sí, es muy buen chico (o chica)». Todo esto me ha hecho reflexionar sobre esta virtud y cómo tarda uno en valorarla. Es lógico que así sea porque, a simple vista, da la sensación de que para triunfar es más útil ser un tanto egoísta, sin escrúpulos, y todo lo que vemos en derredor parece corroborar esta idea. Además, ser bueno no es nada fácil. Entre otras razones porque la bondad no siempre es comprendida.
Cuenta Dostoyevski lo difícil que le resultó escribir una novela sobre un personaje eminentemente bueno. El nombre que eligió para su obra lo dice ya todo, la llamó El idiota. Crear personajes siniestros resulta mucho más lucido y los hay sublimes en la literatura. Desde Otelo al protagonista de Lolita, pasando por Drácula y/o los diversos e infames personajes de Los miserables, los malos tienen bastante más interés que el pobre príncipe Myshkin, que ayudaba a todo el mundo y solo procuraba hacer las cosas bien.
Otro tanto ocurre en la vida, basta con mirar alrededor para comprobarlo: el mal causa más (velada) admiración. ¿Por qué? Tal vez porque, a pesar de que Beethoven decía que el único símbolo de superioridad que él reconocía era la bondad, muchas veces se confunde con simpleza, otras con ingenuidad o debilidad y, en no pocas ocasiones, genera desconfianza porque la gente piensa que persona tan mirífica seguro busca algo más. Dicho esto, aquí viene la paradoja.
¿Conocen ustedes a alguien que no se autoproclame buena persona? Así como a nadie se le ocurre decir que es inteligente o guapo, todos nos tenemos por buenísimos, lo que, visto cómo va el mundo, da que pensar también. Yo tengo mi método personal para saber quién lo es y quién no. Tengo observado que aquellos que, diciéndose buenos, hablan pestes de los demás no lo son tanto. En cambio, lo son de verdad quienes se muestran críticos con ellos mismos al tiempo que intentan comprender las flaquezas de otros. El tema de la bondad es tan apasionante y tiene tantas vertientes que da para escribir varios volúmenes.
Pero me gustaría volver al comienzo de mi artículo y retomar lo que les contaba de cómo con los años cambia la valoración que hacemos de esta virtud. Es comprensible que los jóvenes admiren otros atributos. La belleza física, por ejemplo, ablanda corazones, agita pasiones y abre muchas puertas, mientras que la inteligencia es capaz de mover montañas y crear imperios. Pero entre estos dos atributos y la bondad existe una diferencia esencial. Belleza e inteligencia pueden usarse para fines tanto nobles como innobles. La bondad, en cambio, solo tiene un fin: ella misma. Tal vez por eso, y Goethe dixit, la mezquindad escribe la historia, mientras que el bien es silencioso, lo que indicaría que, a pesar de todas las apariencias en contra, hay muchas más personas buenas que malas y ellas son quienes, a la chita callando y sin trompetear nada, mueven este viejo mundo.
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