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Animales de compañía

Amables bestias (I)

Juan Manuel de Prada

Viernes, 28 de Febrero 2025, 11:31h

Tiempo de lectura: 4 min

La finura espiritual de Cervantes también se percibe en el tratamiento literario que dispensa en el Quijote a los animales, lleno de franca simpatía y de un amor que nunca es condescendiente, ñoño o idealizador. A diferencia de lo que ocurría en las fábulas de la Antigüedad, donde los animales aparecían siempre antropomorfizados, con dichos y hechos impropios de su naturaleza que siempre tenían una función moralizante, en el Quijote los animales siempre se presentan como tales, sin atribución de rasgos humanos. Tampoco son, como ocurría en los bestiarios medievales o en las novelas de caballerías, símbolos o emblemas o creaciones fantasiosas y quiméricas, sino que aparecen con una existencia distintiva, con vicios y virtudes propios que pueden servir de enseñanza o ejemplo a los humanos, pero que no son vicios y virtudes propiamente humanos.

Los animales en el 'Quijote' son siempre muy «amables bestias» que, además, se aman entre sí

Los animales en el Quijote son siempre muy «amables bestias» que, además, se aman entre sí, como les ocurre a Rocinante y al rucio, cuya amistad –en palabras de Cervantes– «fue tan única y tan trabada, que hay fama, por tradición de padres a hijos, que el autor desta verdadera historia hizo particulares capítulos della, mas que, por guardar la decencia y decoro que a tan heroica historia se debe, no los puso en ella». Una amistad que se prueba cuando «acudían a rascarse el uno al otro», o cuando, «cansados y satisfechos, cruzaba Rocinante el pescuezo sobre el cuello del rucio (que le sobraba de la otra parte más de media vara) y, mirando los dos atentamente al suelo, se solían estar de aquella manera tres días, a lo menos todo el tiempo que les dejaban o no les compelía la hambre a buscar sustento». Una amistad tan firme que, a juicio de Cervantes, debería servir «para confusión de los hombres, que tan mal saben guardarse amistad los unos a los otros». No le ocurre esto al buen Alonso Quijano, que antes de salir en pos de aventuras consagra nada menos que «cuatro días» para elegir el nombre que pondrá a su caballo; y que sólo cuando por fin lo halla busca nombre para sí mismo. Y cuando salga de su aldea no tomará otro camino «que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras». ¿No es esta confianza que don Quijote muestra con Rocinante la prueba máxima de la amistad?

Don Quijote no cesa de encomiar a Rocinante, «flor y espejo de los caballos», atribuyéndole virtudes como la paciencia y la lealtad; y en cambio, no percibe sus muchos defectos, entre ellos su falta de bríos y empuje, que en más de un envite le saldrán caros. Y pide al sabio encantador «a quien ha de tocar ser coronista desta peregrina historia» que no se olvide «de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos y carreras». Lo valora tanto que deja a veces que sea él quien inspire sus decisiones, como cuando resuelve salir otra vez a los caminos después de oír relinchar a Rocinante y suspirar al rucio en sus establos, que toma por «buena señal y por felicísimo agüero». Así que, siendo tanta la consideración que don Quijote muestra con Rocinante, es natural que Rocinante le corresponda, dejándose vapulear y apedrear solidariamente por los bellacos que vapulean y apedrean a don Quijote y compartiendo con él sus fatigas y sus privaciones. Pero esta sufrida lealtad de Rocinante no quita para que de vez en cuando muestre algún lunar en su conducta (pues, como hemos dicho, Cervantes no idealiza a los animales), como sucede en la aventura de los yangüeses, cuando a Rocinante «le vino el deseo de refocilarse con las señoras jacas, y saliendo, así como las olió, de su natural paso y costumbre, sin pedir licencia a su dueño, tomó un trotico algo picadillo y se fue a comunicar su necesidad con ellas». Pero las señoras jacas, desdeñando ese «trotico algo picadillo» de Rocinante, lo recibirán «con las herraduras y con los dientes»; y a ese recibimiento se sumará el de los arrieros yangüeses, que «acudieron con estacas y tantos palos le dieron que le derribaron malparado en el suelo». Y como don Quijote y Sancho acuden en su socorro, también se llevarán una soberana paliza, tras la cual, mohíno y con las costillas abrumadas, comentará Sancho sobre la rijosidad del caballo: «Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen que es menester mucho tiempo para venir a conocer las personas, y que no hay cosa segura en esta vida».

Y es que, en efecto, conocer a los animales es tan costoso como a las personas, porque no están hechos de una pieza, sino entreverados de vicios y virtudes. Pero el amor todo lo iguala, como le ocurre a Sancho con su rucio, según veremos la semana próxima.

[Concluirá]