Viernes, 07 de Marzo 2025, 06:57h
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Seguramente sea el abnegado rucio de Sancho Panza el animal tratado con mayor simpatía por Cervantes, entre todas las «amables bestias» que pueblan el Quijote. Viendo dormir a pierna suelta a su escudero, don Quijote le dirá: «Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se estienden más que a pensar tu jumento». El menester principal de Sancho es, en efecto, cuidar de su rucio; cuida tanto de él que llega a imitar primorosamente su rebuzno. En la aventura del barco encantado, mientras don Quijote y su escudero se adentran en las aguas del río Ebro, dejando a sus monturas en la orilla, Sancho se lamenta: «El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros. ¡Oh carísimos amigos, quedaos en paz, y la locura que nos aparta de vosotros, convertida en desengaño, nos vuelva a vuestra presencia!». Sancho no soporta verse separado de su rucio; y tampoco el asno soporta verse separado de su amo, como prueba cuando Sancho desmonta para trepar a una encina, temeroso de que un fiero jabalí lo embista, y el rucio corre a su lado, para no desampararlo en la calamidad. Y añade Cervantes, invocando la autoridad de su narrador arábigo: «Dice Cicle Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban».
Sólo Cervantes puede emocionarnos y hacernos reír a un tiempo
Y cuando tengan que separarse, porque la perfidia de Ginés de Pasamonte roba inadvertidamente a Sancho su montura, el escudero hará «el más triste y doloroso llanto del mundo» que se resuelve en un emotivo panegírico: «¡Oh hijo de mis entrañas, nacido en mi mesma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer, envidia de mis vecinos, alivio de mis cargas y, finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte y seis maravedís que ganaba cada día mediaba yo mi despensa!». Desde entonces, huérfano de su rucio, por doquiera que vaya, a Sancho se le irán los ojos y el alma en pos de cada asno, hasta que la Providencia pone a Pasamonte en su camino, caballero sobre su asno; Sancho lo reconoce enseguida y a grandes voces increpa a Ginés: «¡Ah, ladrón Ginesillo! ¡Deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo! ¡Huye, puto; auséntate, ladrón, y desampara lo que no es tuyo!». Retahíla que ahuyenta al ladrón, mientras Sancho abraza, besa y acaricia a su rucio «como si fuera persona» y le pregunta: «¿Cómo has estado, bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío?». Ternuras ante las que el asno –nos precisa Cervantes– calla, «sin responderle palabra alguna», mientras se deja besar y acariciar. Sólo Cervantes puede emocionarnos y hacernos reír a un tiempo.
Cuando Sancho, molido y harto de los sinsabores que le ha acarreado el gobierno de la ínsula Barataria, decida ejemplarmente renunciar al cargo y volver con don Quijote, lo primero que hará después de vestirse será ir a la caballeriza y abrazarse a su rucio, dándole «un beso de paz», antes de hablarle emocionadamente, mientras lo enalbarda: «Venid vos acá, compañero mío y amigo mío y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos». Y cuando los criados de la ínsula le ofrezcan cuanto desee para comodidad de su viaje, Sancho sólo pedirá «un poco de cebada para su asno y medio queso y medio pan para él»; porque desea que su suerte sea la misma que la de su bestia, porque desea compartirlo todo con él, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. También, por cierto, en la misma muerte, como probará Sancho enseguida, cuando de regreso al palacio de los Duques caiga en una honda sima o falla del terreno y proclame: «Aquí habremos de perecer de hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y quebrantado, y yo de pesaroso. [...] De aquí sacarán mis huesos mondos, blancos y raídos, y los de mi buen rucio, con ellos, por donde quizás se echará de ver quién somos, a los menos, de los que tuvieren noticia que nunca Sancho Panza se apartó de su asno, ni su asno de Sancho Panza».
Así de amables son las bestias del Quijote; amadas por sus amos y amorosas con ellos, compañeras eternas de su memoria gracias a la pluma amantísima de Cervantes, que supo inmortalizar ese amor con rasgos que conmueven el alma.
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