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Animales de compañía

Museos 'rave'

Juan Manuel de Prada

Viernes, 21 de Febrero 2025, 11:05h

Tiempo de lectura: 4 min

Hace algo así como mil años (bueno, en realidad sólo treinta y tres) escribí un cuento surrealista, titulado Vísperas de la revolución, que después incluiría en mi libro El silencio del patinador (1995), donde imaginaba una situación por completo desquiciada y rocambolesca. Una panda de personajes delirantes organizaban fiestas nocturnas en los salones del Museo del Prado, entre 'algaradas de guateque', con invitados que perpetraban todo tipo de tropelías a los cuadros, como «un grupo de marqueses viciosillos, que aprovechaban la invitación para cogerse una cogorza procaz y reventar huevos crudos sobre Las Tres Gracias de Rubens».

Los museos no son hijos de la Ilustración, sino de las tinieblas y de la rapiña

Cuando escribí aquel cuento juvenil, no se me ocurrió una situación más onírica e improbable que una fiesta nocturna en el Museo del Prado. Pero, como nos enseña Oscar Wilde, «la naturaleza imita al arte»; y puede hacer verídicas las situaciones más improbables o inverosímiles. Hace apenas unas semanas, el Museo del Prado acogió –con entrada libre hasta completar aforo– una velada amenizada por un pinchadiscos cuyos asistentes, mientras bailaban la música a toda pastilla, trasegaban sus bebidas y grababan la escena con sus teléfonos móviles; luego, orgullosos de la hazaña, subieron a sus redes sociales las grabaciones de la cuchipanda, que tenía cierto aire de botellón. Inevitablemente, tales grabaciones han provocado consternación y escándalo entre muchas gentes: en parte porque los asistentes a la fiestuqui se tomaban libertades que están rigurosamente prohibidas para las personas que visitan el museo en su horario habitual (desde luego, trasegar bebidas en vaso o del gollete, pero también tomar fotografías a los cuadros o filmarlos); en parte porque con sus actitudes crapulosas y gesticulantes (y con la trepidación o retumbo de la música a toda pastilla) podían dañar los cuadros (no tanto, sin embargo, como los marqueses viciosillos de mi cuento, pero todo se andará).

Se trataba, desde luego, de un espectáculo grimoso; pero también de la inevitable culminación del criminal proyecto ilustrado. Aunque suelen presentarse como hijos de las luces y de la Ilustración, lo cierto es que los museos son hijos de las tinieblas y de la rapiña. Sus infaustos creadores arrancaron primero el arte de los lugares para los que había sido concebido (con frecuencia después de arrasar y apropiarse de tales lugares); y, para disfrazar sus repugnantes expolios de altruismo y filantropía, concibieron estos almacenes fatigosos donde las obras de arte se amontonan de forma por completo artificial, como reses descuartizadas en el matadero. Así las obras de arte que fueron concebidas para guardarse en la penumbra de una capilla, en el gabinete de una dama, en el claustro de un convento o en el altar de una parroquia campesina fueron a parar a estos horrendos desvanes, convirtiéndose al instante en repetidas baratijas de chamarilero, para que las turbas se regocijasen bestialmente viéndolas apelotonadas (y creyéndose, las muy cándidas, que eran suyas); aunque poco a poco, a medida que la visita estragadora se alarga, el regocijo se desinfla, y emergen las jaquecas y las escoceduras en los pies. Un museo, en realidad, es una aberración de la sensibilidad, que arranca el arte del lugar para el que fue concebido (el único lugar donde verdaderamente se puede disfrutar) y lo apila de forma presuntuosa y soez, sin entender que la obra de arte sólo puede ser apreciada auténticamente –sólo nos brinda deleite estético y consuelo espiritual– cuando el mundo entero converge sobre ella, cuando todas nuestras potencias se consagran a ella en exclusiva, hasta dejar que florezca en nuestra alma. La concepción ilustrada del museo, tan parecida a la concepción que la urraca tiene de su nido, como cúmulo avaricioso o bazar de quincallas, es la refutación más sórdida del arte que uno pueda imaginar; y también una burla descarnada del pueblo convertido en masa cretinizada, al que se priva del disfrute auténtico del arte, arrancándolo del lugar para el que fue concebido, y después se le ofrece a esgalla y en batiburrillo, a modo de opípara carnaza, para que se empapuce y después vomite la comilona, entre jaquecas y escoceduras en los pies. Y conste que me refiero a los museos nacidos al socaire o pestilencia de la Ilustración; de los más modernos, que sólo reúnen maulas y pacotillas, mejor ni hablar.

Así que esa fiestuqui rave del Museo del Prado, que desde luego es una ignominia y una apoteosis de la horterada y la burricie, es también la desembocadura natural del proyecto ilustrado. Pues un pueblo al que se le ha arrebatado el arte e impedido su disfrute, a cambio de que pueda refocilarse en estos almacenes donde el arte desarraigado se expone (talmente como una colección de animalitos disecados o conservados en frascos de formol), inevitablemente tenía que desarrollar perversiones del gusto, que siempre se resuelven en chabacanería y plebeyez. El museo rave es la estación terminal del proyecto ilustrado, el desaguadero natural de su vómito hediondo. Ojalá, como ocurría en mis surrealistas Vísperas de la revolución, ese pueblo despojado y convertido en rebaño embrutecido acabe haciendo lo mismo que ocurría en el desenlace de mi cuento juvenil; ojalá también en esto la naturaleza imite al arte.

Por supuesto, esta visión integradora la gente mediocre y obtusa siempre la percibe como contradictoria. Pero, como dice el marinero del romance del conde Arnaldos, «yo sólo digo mi canción / a quien conmigo va».