PPLL
Domingo, 24 de mayo 2015, 00:03
El I Congreso Mundial del Genoma Humano, un revolucionario proyecto científico que cubrí informativamente hace más de cinco lustros, supuso entonces un hito para Valencia tanto por lo revolucionario del tema como porque por primera vez se reunían en un hotel valenciano cuatro premios Nobel: James Watson, Jean Dausset, Walter Gilbert y Severo Ochoa, junto a decenas de destacados científicos internacionales más. El encuentro requería ese despliegue de cabezas pensantes, ya que se trataba de la investigación de mayor envergadura mundial del momento.
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El evento, que tuvo lugar en el año 1988, se celebró en el Hotel Monte Picayo de Puçol y entre las salas de reuniones y el hall del hotel pasé los tres días de sesiones científicas. Se dijeron cosas interesantísimas para el mundo de la investigación, pero lo que más me marcó fueron las charlas que mantuve con Severo Ochoa. Y no porque me explicara sus trabajos sobre el comportamiento de las enzimas por los que ganó el Nobel en 1959, sino porque con total naturalidad me comentaba que sentía una profunda tristeza desde la muerte de su esposa Carmen. Ochoa estuvo presente los tres días de congreso y pasaba el tiempo entre las salas de reuniones y un cómodo sofá negro de piel del Monte Picayo. Junto a él, siempre su bastón con el que se ayudaba para levantarse.
La melancolía que desprendía Ochoa y sus reflexiones en voz alta me provocaban la sensación de que me encontraba ante un genio desvalido. «No tengo miedo a la muerte. Tengo 83 años y soy agnóstico», me decía. Después se callaba y se quedaba pensativo.
También me llamaba la atención como Santiago Grisolía, impulsor de este importante congreso y de su celebración en Valencia, estaba siempre pendiente del Nobel. Tomaban un café juntos en el sofá, charlaban un rato y volvían a la sala de reuniones. Se percibía una gran admiración y cariño entre el Nobel y su alumno más aventajado.
Al II Congreso del Genoma Humano, que tuvo lugar dos años después en el mismo lugar que el primero, también acudió Severo Ochoa. El genio asturiano, que seguía con su semblante entre triste y aburrido, volvió a comentarme que a pesar del tiempo transcurrido seguía añorando a Carmen. En el terreno científico, el insigne investigador me decía que estaba convencido de que por mucho que se investigue «jamás llegaremos a saberlo todo».
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Y casi mejor.
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