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Caminar por la ciudad atento sólo a la suela de los zapatos o vigilando los avatares del tráfico rodado predispone a ignorar algunos tesoros que ... siguen esperando nuestra mirada: bastaría con levantar la cabeza y dirigir los ojos hacia los edificios que escoltan nuestro paseo para maravillarnos, por ejemplo, con las delicadas piezas de arte menor que decoran algunos de los edificios más representativos de Valencia. Es el caso de un elemento que a menudo pasa desapercibido pero que esconde una sugerente belleza y admite diversas lecturas: el llamado lambrequín, un ingenioso truco arquitectónico nacido para emboscar las persianas venecianas, que es también un detalle de singular encanto, más allá de su utilidad concreta. Un juguetón guiño artístico que de paso nos recuerda el tiempo en que la fundición de hierro tenía a orillas del Turia una dinámica actividad.
La reciente reedición de la obra 'Centro histórico de Valencia', alumbrada en la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica por los arquitectos Camilla Mileto y Fernando Vegas, podría animar al curioso paseante a, en efecto, levantar la vista y fijarse en Valencia como la ciudad de los lambrequines. Y empezar por preguntarse qué significa esa palabra, muy desconocida: lambrequín, sinónimo de guardamalletas, es un elemento arquitectónico que se ubica en la zona exterior de los huecos de un edificio, «coronando la persiana veneciana». La definición corresponde a un trabajo de fin de grado del alumno de la Escuela de Arquitectura, Juan Manuel Álvarez, cuyo tutor fue precisamente Vegas, catedrático de ese campus. Y a continuación, surgen más preguntas, aunque la esencial (¿Por qué abundan en Valencia y nunca en el resto de España?) carece de respuesta. «Es un buen tema para una tesis», acepta Vegas, quien apunta que el lambrequín, de frecuente presencia en las calles valencianas en los edificios construidos entre 1876 y 1912, es una rareza que sólo se observa en otros puntos de la Comunitat (Catarroja, Meliana, Sagunto, Chiva y algunos otros municipios de la provincia de Valencia, además de ciertos escasos ejemplos en Castellón y Alicante) y, misterio máximo y por supuesto merecedor de esa investigación que alienta Vegas, en la ciudad francesa de Lyon.
Fin del viaje: el paseante deberá concentrarse en las calles del corazón de Valencia si quiere asombrarse y deleitarse con el espectáculo de ese rosario de lambrequines que puede encontrar no sólo cruzando el Ensanche o callejeando por el barrio del Carmen: también es frecuente su presencia en Nazaret (su calle mayor contiene unos cuantos lambrequines de estupenda factura) o el Cabañal, donde Vegas detecta que se siguieron construyendo incluso más allá de 1912, fecha en que cesa su producción en el centro de la ciudad. Son por cierto omnipresentes en las edificaciones antiguas de la calle de La Paz, un verdadero templo del lambrequín.
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No es el único dato curioso que se extrae de las pesquisas de Mileto y Vegas o del TFG de Álvarez. Debe anotarse que la fabricación de lambrequines evoca el tiempo de pujanza de la industria de hierro, puesto que en efecto la mayor parte de ellos utilizaban este material, tanto en chapa como en forja, con la particularidad de que ese fino trabajo artesano dotaba de espacios a las piezas para que fluyeran el aire y la luz: los agujeros del forjado cumplían el doble cometido de ventilar la casa e iluminarla, a la vez que el conjunto del lambrequín aseguraba que las persianas quedaran recogidas y dejaran de estar expuestas a las inclemencias del tiempo. Ahí reside, de hecho, la singularidad principal de esta pieza que también cumplía una función decorativa: que se trata de persianas exteriores. Lo habitual en esta clase de elementos es que fueran, por el contrario, interiores, que es como nacen estas persianas en Venecia en el siglo XVIII, como apunta Vegas. Otro enigma: resolver el misterio de que sólo en Valencia (y Lyon) las persianas venecianas sean exteriores y obliguen a guarecerlas dentro del lambrequín. «Sí, es algo muy curioso», confiesa Vegas, quien calcula en decenas de miles los lambrequines construidos por Valencia, algunos de los cuales han ido pereciendo a medida que también desaparecían los edificios donde se alojaban.
Esa enigmática presencia, que casa bien con el misterio que suele latir en el corazón de Valencia, adopta en ocasiones el formato de madera (hay algún lambrequín por nuestras calles que habla del ingenio de los talleres de marquetería que también se han ido despidiendo de nuestra vida cotidiana ) o incluso de escayola. Como puede deducirse, los artesanos que se ocupaban de su manufactura se sometían, como el resto de profesionales que participaba en la construcción del edificio al que iban destinados, a los avatares del paso del tiempo, así que hay lambrequines de todos los estilos: neoclásicos, alguno art déco y por supuesto modernistas. «Con el Modernismo la decoración de los lambrequines fue una fiesta«, sonríe Vegas. Una fiesta que alcanza a todos los lenguajes arquitectónicos que recurren al lambrequín y festonean Valencia con su »bellísimo efecto«, como enfatizan Mileto y Vargas en su libro. ¿Resumen? Que los lambrequines sirvieron »de excusa« a los arquitectos de la época para »generar nuevas soluciones decorativas para el edificio que entonces buscaba celebrar su existencia y vestirse de gala«.
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