Dicen que a los habitantes de este edificio tan singular, un edificio-manzana que ejerce de icono valenciano y al que no por casualidad le llaman Finca Roja (por el rojo del ladrillo que viste su piel) les bautizaron como 'fincarrojistas', como si fuera un ... gentilicio. Es una manera de proclamar el orgullo que significa habitar en los cerca de 400 pisos diseminados por el céntrico inmueble, que en realidad no era tan céntrico cuando se construyó y de ahí esa consideración de sus ocupantes como miembros casi de su propio municipio independiente de Valencia. El apodo de 'fincarrojistas' da idea de hasta qué punto ese sentimiento de pertenencia a un enclave único está adherido a su ADN, pero basta un paseo de unos minutos por su interior para corroborar que el orgullo identitario aquí está justificado. Un inmenso jardín por donde una vecina corretea en chándal haciendo ejercicio mientras otro vecino fuma un lánguido pitillo sentado en un banco junto a uno de los parterres; una densa teoría de arbolado, plantas y flores se distribuye por estos corredores exteriores adonde se asoman las viviendas, divididas en dos categorías: las más espaciosas, ubicadas en los chaflanes orientados a las diversas calles que delimitan el edificio, y los de tamaño más contenido: unos 80 metros cuadrados de primoroso orden en el caso que nos ocupa. La vivienda de una pareja de arquitectos, José y João, que han reformado a su exquisito gusto uno de estos pisos que tanto cuesta exhibir al resto de propietarios. Un secreto ahora desvelado: así es la Finca Roja por dentro.
La vivienda se ubica en una de las entradas que tienen acceso por la calle Maluquer, que da paso a una señorial escalera y a una serie de elementos que, ya en el mismo portal, hablan con elocuencia de la alta dignidad que el arquitecto autor del edificio, Enrique Viedma, otorgó a su criatura: un bloque de casas que se elevaba sobre el estatus habitual en esta clase de edificios, destinados a la clase obrera de aquel entonces: año 1933. En la Valencia republicana se obraban esta especie de milagros: dotar a la idea de vivienda de un espíritu superior al habitual para el disfrute de las clases menos pudientes. Noventa años después, aquella ambición se ha ido evaporando: es otra sociedad, otra ciudad. En el bloque resisten herederos de aquel espíritu, una serie de inquilinos de edad avanzada, ajenos tal vez al efecto hipnótico que la Finca Roja ejerce sobre la ciudadanía, con recién llegados como los anfitriones de LAS PROVINCIAS, que firmaron con su casa todavía flamante una suerte de declaración de amor.
Un hechizo que se desprende de la magia alojada en ese inmenso jardín que sorprende a las visitas en cuanto traspasan ese elegante portal, con su coqueta barandilla y los hermosos y cuidados detalles decorativos (los timbres, las luminarias, la tipografía de la rotulación) y apuntan hacia un factor fascinante: el silencio. «Es magia», dice José. Magia acústica, habrá que añadir: aquí dentro, el bullicio que prevalece en el centro de Valencia se desvanece. Es como habitar una isla. Una isla con pinta de icono: es el único edificio residencial plurifamiliar de Valencia declarado BIC (bien de interés cultural) y el único que cuenta con una comisión propia en el Ayuntamiento de Valencia para proteger su rico patrimonio. Peajes que deben pagar sus ocupantes a cambio de gozar de esta sensación de señorial aislamiento que la Finca Roja garantiza, pero que imponen algunas restricciones en materia ornamental: los propietarios deben respetar la fisonomía original de piezas como las puertas de su casa (una hermosura) o las ventanas, de un hermoso verde las más antiguas y de un verde más oscuro las que se instalan ahora bajo mandato municipal, que conviven con otras de todos los colores y materiales que remiten al tiempo en que esta clase de edificios se sometió a la asilvestrada ley de sus ocupantes.
Hoy ya es imposible que ese caos decorativo e incluso estructural perviva. Las obligaciones impuestas por el Ayuntamiento, por el contrario, derivan en un celoso mimo respecto a toda obra de rehabilitación del que se beneficia la criatura alumbrada hace unos meses por José y João: su piso, una coqueta vivienda donde brilla un excelente criterio, esa sutil inclinación hacia los detalles y la armonía que convierten una casa en algo distinto. En un hogar. Un estupendo suelo de microcemento dotado de un baño de resina muy agradable añade confort a la experiencia de recorrer sus casi 80 metros cuadrados, distribuidos según una lógica muy convincente: un paseo por el pasillo muy rico en espejos (que contribuyen a agrandar el espacio), con estanterías camufladas (la casa es también su despacho profesional y funciona de hecho como show room) y una elegante iluminación que conduce, de una manera tal vez teatral, a la joya de la corona: su salón, que opera también como cocina, con el mobiliario emboscado y una preciosa chimenea (con el tiro ciego) presidiendo el conjunto. Muebles, alfombras y demás elementos confieren un sello de distinción a la estancia, que se asoma a la calle Maluquer y ejerce también como llave de paso hacia el resto de la casa.
Es en este punto donde reside uno de los factores diferenciales de la casa, depositario de su encanto: una suerte de itinerario circular, que viaja desde los espacios para la intimidad (dormitorio, baño) a los compartidos, con el pasillo como espina dorsal. Al fondo, junto a la puerta, otra habitación: el resumen, una afortunada reforma que sus propietarios condensan en la frase «queríamos que nuestra casa hiciera justicia al edificio». Molduras que respetan el original, un perfume art déco en múltiples guiños al pasado, vigas de hormigón al aire que remiten al espíritu fundacional del edificio… Todo en esta reforma resalta la elevada nobleza de los espacios interiores y de la Finca Roja, mediante un léxico innovador donde conviven la historia y la modernidad, que en realidad es un atributo que homenajea al propio carácter moderno con que nació este bloque que, desde fuera, a ratos remite a una esquina de Londres y otras veces a uno de esos inmuebles con pinta de paquebote que saludan al pie de los canales de Amsterdam.
Afuera, aguarda de nuevo la magia. Un silencio cautivador, que congenia sin embargo con los usos propios de las plantas bajas de la Finca Roja, donde fluye la vida. Algunas están dedicadas a vivienda, pero en otras se ubica su club social, mitad peña valencianista, mitad falla, donde esta mañana se desperezan los inquilinos siempre en silencio. Y magia en cada esquina, porque la planta trapezoidal de la Finca Roja asegura que en los chaflanes triunfe una brillante irregularidad: cada cual es distinto del anterior, una condición que aporta también encanto al paseo interior. José y João nos despiden recordando cómo su hechizo por la Finca Roja nace del tiempo en que el primero de ellos vivía aquí cerca, en la calle Albacete, y tropezaba con esta mole camino de la Facultad, día tras día. Una especie de epifanía cotidiana, «una oda hacia una estética única», como explica él mismo.
Así que cuando la pareja tropezó con la posibilidad de hacerse en propiedad con un piso en esta suerte de edificio fetiche lo vivió casi como una señal del destino. «No podría considerarme más afortunado», confiesa José. «Es cierto», prosigue, «que la protección del edificio hace la obra más complicada, aunque en términos burocráticos resultó ser bastante coherente, tanto por los tiempos de concesión de la licencia, como a nivel de la aprobación de proyecto». ¿Resumen? Una frase que condensa su grata experiencia, la evidencia de que la Finca Roja es tanto un símbolo de Valencia como una formidable máquina de habitar: «Cuando gran parte de tu imaginario discurre a través de las cualidades de tu profesión, y tienes la suerte de poder vivir en tu edificio favorito de la ciudad, abordas el proyecto de rehabilitación del apartamento con el mismo respeto que le tienes a la construcción», confiesa. Y concluye: «Para nosotros vivir aquí es un regalo y un privilegio».