Vivir en un edén oculto en el Ensanche de Valencia
CASAS QUE HABLAN ·
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CASAS QUE HABLAN ·
Un edificio de la calle Félix Pizcueta esconde un jardincillo y una vivienda unifamiliar, que visitamos de la mano de su propietario, el empresario Federico FélixLa señorial fachada del edificio que hace el número 23 de la también señorial calle de Félix Pizcueta pasó los meses más duros del confinamiento... confinada, a su manera. Un andamio y unas lonas ocultaban a los ojos del paseante ese espléndido ejercicio de ... la mejor arquitectura valenciana del siglo pasado, que dejó abundantes y hermosas muestras en todo el barrio. Hoy, el edificio luce resplandeciente, aunque las obras continúan en el interior, ajenas a la curiosidad del paseante. Sólo gracias a la amabilidad de uno de sus habitantes, el empresario Federico Félix, LAS PROVINCIAS puede traspasar su puerta, un formidable portón de mobila, acceder al majestuoso zaguán y pasear por dentro de uno de los secretos mejor guardados que oculta el Ensanche. Porque dentro del edificio se alza una vivienda, un chalecito exento que admira a las visitas y ofrece una acabada idea del confort de que disfrutan los inquilinos de este coqueto inmueble. O, por decirlo con las palabras con que recibe nuestro anfitrión, «un casoplón valenciano», como explica con una carcajada.
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Félix ejercerá luego de cicerone por la vivienda, que saluda al visitante con unadecoración de delicada belleza. No hay un estilo dominante, aunque observamos un aire art déco en las lámparas que franquean el paso hacia el interior, de tres brazos y estilizadas tulipas, ancladas a cada uno de los laterales y facturadas según la proporción casi de orden gigante que distingue al conjunto. Porque aquí los techos no son altos, sino altísimos, rematados por un gracioso juego de escayola que también nos remite a uno de los lenguajes decorativos del siglo pasado, el estilo historicista, de factura tan esmerada como la forja que preside la puerta por donde se ingresa en el jardín, una especie de pequeño edén ajeno a la contaminación ambiente propia del corazón de Valencia. «Aquí no se oye ni un ruido», avisa Félix. Dejamos de hablar y le damos la razón: sólo llega el susurro del aire, que acaricia los árboles dispuestos en el encantador jardín donde se alza el chalecito que, igual que el piso de la primera planta donde reside, también es de su propiedad. Sus inquilinos son los miembros de un prestigioso estudio de diseño, que van y vienen por la casa y salen de vez en cuando al jardín, disfrutando del privilegio que supone disfrutar de su lugar de trabajo en un sitio de tan mayúsculo encanto.
La visita prosigue, aderezada por las anécdotas que va contando este otro Félix de los ingenios, empresario de éxito y popular personalidad de la vida social valenciana, quien relata su llegada a la vivienda movida toda la familia desde la antigua casa de la calle San Vicente por la conveniencia de acercarse a Cirilo Amorós, donde residían otras ramas del árbol familiar. Hace de aquella mudanza más de treinta años, calcula, mientras repasa con la mirada los metros cuadrados de jardín y se recuerda a sí mismo, en el periodo cumbre del estado de alarma, superando la cuarentena mientras correteaba por aquí, por esta zona verde que le ayudó a aliviar los rigores del confinamiento. Daba la vuelta al chalecito del jardín una y otra vez, respiraba el aire perfumado por un limonero «de todo el año», como matiza, y un espectacular naranjo. Espectacular por el tamaño y brillo de los frutos que cuelgan de él, de apabullante aspecto. «Son de Sueca», avisa Félix, quien va señalando el resto de vida vegetal del jardincillo (tres palmeras, por ejemplo, una de ellas imponente, de enorme altura) y también la animal.
¿Animal? Sí, animal. Porque los dos brazos del jardín confluyen en un punto presidido por una fuentecilla, un coqueto estanque donde nadan los pececillos que trajo el propio Félix hace años y ahora también gozan, como el resto de inquilinos del inmueble, de esta refrescante atmósfera. Del lujo que significa vivir en este rincón apartado del mundo… que en realidad está pegado a la Valencia más trepidante, la de vida más dinámica. Fluye la presencia humana aquí al lado, en el Mercado Colón, vibra la ciudad entera al ritmo de las mascletàs que se disparan en el Ayuntamiento cercano y, sin embargo, el número 23 de la calle Félix Pizcueta respira una tranquilidad conventual, ajeno al vértigo que acecha ahí afuera. Es una casa pero es más que una casa: es refugio. Y también fortaleza.
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Los Félix residen en la primera planta del edificio, explica el patriarca mientras señala la ventana redondeada de su salón, el balconcillo de su despacho y el resto de señas distintivas del inmueble: tres plantas más una azotea, imperceptible desde el exterior, que asoma vista desde el jardín. Ese ático, propiedad del cuarto vecino de la finca, remata un conjunto armonioso, «la típica casa de una familia burguesa valenciana de su época», como explica Félix en alusión a los dueños del edificio a quienes compró su propiedad. «No creo que haya nada igual en el centro de Valencia», añade. «La gente entra por aquí y no se lo cree». No hay fatuidad en sus palabras. Sólo un contenido orgullo, justificado. Félix parece mimetizarse con su casa, como si fuera una extensión de sí mismo, hasta el punto de que confiesa que, aunque tiene segunda residencia al borde del mar en Cullera, de su guarida del Ensanche no tiene ninguna intención de moverse: «De aquí no me nuevo. Cuando yo no esté, que hagan con la casa lo que quieran. Pero hasta entonces, aquí me quedo». «Es que esto es algo único», recalca. Y los visitantes sólo pueden darle la razón.
El edificio donde reside Federico Félix es conocido como Navarro II, como detalla la Guía de Arquitectura de Valencia editada por el Colegio de Arquitectos, en alusión al industrial valenciano Joaquín Navarro, brillante referencia del tejido económico local del siglo pasado. El investigador Arturo Cervellera explica que Navarro, acaudalado empresario del sector del hilado de yute y cáñamo, «tuvo una fábrica importante en Burjasot». «Pero no era la única», añade: «Antes ya tenía otra en Valencia, en el camino Real de Madrid».
Esa fortaleza económica de que gozaba Navarro se refleja en la personalidad del arquitecto elegido para poner en pie el monumental inmueble de Félix Pizcuenta: nada menos que Ramón Lucini, uno de los profesionales más prestigiosos del momento. Aunque nacido en Ponferrada (León), en 1852, la parte más sobresaliente de su carrera se desarrolla en Valencia, adonde llega para trabajar en los edificios de la Exposición Regional. Estamos en 1909: sólo un año después aborda para Joaquín Navarro su edificio del Ensanche, que dispone de unas cuantas particularidades.
Además del jardincillo y el chalé del interior, Lucini se benefició de un cambio de normativa que permitía por entonces «la construcción de edificios residenciales de no más de tres plantas, un desván y la posibilidad de entresuelo, siempre que compusiera una unidad formal con el bajo», agrega la Guía. Requisitos que este envidiable caserón de Félix Pizcueta reúne para solaz de sus inquilinos, privilegiados habitantes de un edificio facturado en estilo historicista, con algún detalle modernista y ciertos guiños del arquitecto hacia el promotor: las iniciales de Joaquín Navarro figuran entrelazadas en la puerta de acceso al inmueble. Un toque distintivo de Lucini, quien pasó a la historia de la arquitectura valenciana como autor de edificios emblemáticos que aún sobreviven en la memoria ciudadana: el Asilo de Lactancia, el Convento de Santa Clara y, sobre todo, el edificio de la Tabacalera.
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