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Antigua Facultad de Derecho en Valencia, hoy sede de la Facultad de Filosofía. I. Marsilla

Los secretos de la antigua Facultad de Derecho

Una detallada inspección a la magna obra de Moreno Barberá, icono de la avenida Blasco Ibáñez, arroja como resultado que el edificio oculta tanto como enseña

Jorge Alacid

Valencia

Miércoles, 8 de noviembre 2023, 00:51

Quien haya cruzado alguna vez por la vieja Facultad de Derecho, obra cumbre del arquitecto Moreno Barberá, tal vez haya reparado, como de pasada, en su condición de cima de la arquitectura valenciana, adosada al Movimiento Moderno. O tal vez ni siquiera se haya ... fijado en ella: es lo que ocurre con tantos iconos urbanos, que se convierten en invisibles cuando el paseante se familiariza con ellos. Puede ocurrir otra tercera posibilidad: que sí se detenga ante el edificio, o al menos aminore el paso, y no deje de maravillarse ante este acabado ejemplo de alta creatividad, concentrada ciencia, espíritu transgresor. Esos tres prototipos de paseantes valencianos, tan distintos, se hermanan sin embargo gracias a un factor común: que la antigua Facultad, destinada hoy a la enseñanza de Filosofía, les oculta su auténtica personalidad. O parte de ella. El talento de Moreno Barberá se traduce en lo que vemos pero también en aquello que oculta, en los mil detalles que añaden brillo a su criatura y se arriesgan a pasar desapercibidos. Otro arquitecto, Malek Murad, profesor en la Politécnica, sirve como cicerone en este recorrido por los secretos del edificio. Los que se ven, también misteriosos, y los que apenas se intuyen.

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  1. Función y forma en Moreno Barberá

Hijo de militar, nacido en Ceuta, criado y afincado en Madrid, firmó en Valencia algunas de sus mejores obras, Fernando Moreno Barberá (1913-1998) se adiestró en su profesión mediante la propensión a dejarse invadir por el mensaje renovador que llegaba de Alemania: becado en Berlín por el CSIC, de sus maestros alemanes tomó la idea de construir su estilo mediante la técnica jardinera de la poda. Despojando su modo de entender la arquitectura de todo afán decorativo (el ornamento como delito que sugirió Adolf Loos), apostó por una arquitectura propia, aunque deudora de un modelo donde la función es su precepto clave y ella misma encarna la aspiración a la belleza, creando una forma sugerente y evocadora (a ratos abstracta) que moviliza las conciencias de sus usuarios: apreciar el valor de sus creaciones les hace más inteligentes. Les obliga a observar algunos elementos que Murad señala a la puerta del edificio de la antigua Facultad de Derecho: su privilegiada orientación, el uso astuto de los nuevos materiales (la tecnología punta de su época: se construyó entre 1959 y 1963) y su contemporaneidad. Una vigencia que nace de su ambición por ejercer como icono de la España de entonces, sin la aparatosa y fatua monumentalidad de otros edificios construidos bajo el léxico franquista: al contrario, su Facultad recurre a un estilo internacional que ayuda a leer este hermoso conjunto de bloques en hormigón y piedra como su particular contribución a otra tendencia muy de entonces, tal vez de siempre. Que de la arquitectura nazca también el urbanismo. Y viceversa. Porque esta avenida dedicada a Blasco Ibáñez, hoy más o menos céntrica, era un páramo, alejada del ombligo de Valencia, cuando los estudios de Derecho abandonaron el campus histórico y se trasladaron a una esquina donde todo estaba por hacer: la condición ideal para que prosperase el arte de Moreno Barberá.

  1. En el principio fue el aulario

Aulario de la vieja Facultad. I. Arlandis

Bienvenidos por lo tanto a la modernidad, que en materia arquitectónica llegó a Valencia de la mano de esta Facultad que ha superado estupendamente bien el paso del tiempo: sesenta años después, Murad se sigue admirando (es un entusiasmo contagioso) ante la elegante belleza de su disposición, asomada a los cuatro puntos cardinales para que cada uno de ellos distinguiera con sus atributos a las piezas que componían el denso programa de su proyecto. Un gesto natural que se derivaba de la respuesta a la pregunta clave: cuál es el elemento principal de un edificio escolar. La respuesta (el aulario, por supuesto) organizaba casi de modo automático la construcción de la Facultad: con las aulas orientadas al este, beneficiarias del sol de primera hora, el resto de piezas de su puzle («El edificio funciona como un Lego», advierte Murad) se diseminaban por la parcela según ese mismo principio de funcionalidad que exigía de su autor la mínima intervención, igual que un mago invisible. Moreno Barberá tiró los dados como si fuera dios y acertó. Encadenó el aulario con el otro corazón de esta nave (el edificio destinado a despachos y salas administrativas) mediante otra cima de su ingenio: un vestíbulo que opera como sutil encaje entre fragmentos (visto desde fuera) y como espectacular teatro de operaciones cuando se ingresa en su interior. Una pieza con identidad propia antes que un eslabón más en la cadena de edificios que acogía la Facultad: la biblioteca y el salón de actos, también dotados de su propio ADN (únicos y a la vez hermanos del resto de bloques), declinados en un lenguaje limpio y geométrico según la implacable teoría de su creador: «En su mente funcionalista, cada cosa debía ubicarse en el sitio más apropiado», observa Murad, quien destaca otro detalle: Moreno Barberá se aprovechó de la libertad compositiva que garantizaba alumbrar su obra en una esquina deshabitada de Valencia.

  1. Elogio del jardín y del vestíbulo

Acceso al vestíbulo del antiguo edifico a través de su marquesina volada.

Otro gesto radical, de exagerada modernidad, se deposita en un rincón de la Facultad que no llama demasiado la atención, porque tendemos a fijarnos en la majestuosidad del edificio y olvidamos que se alza aprovechando sólo una parte de la parcela: Murad define como organicista esta idea de dedicar gran parte del suelo a una función que parece ornamental (el jardín) pero que caracteriza un espíritu disruptivo para la época. Retranquea la entrada para conceder a ese espacio frontera un estatus superior de nobleza y para que mejore el acceso sitúa la verja metros más allá de la línea de calle, separando mediante materiales distintos en el pavimento unas funciones de otras y diseñando una zona verde de elevado confort: la función y la forma, de nuevo. Unos caminos de grava que respetan el dibujo original, como los bancos primigenios que aún resisten, conducen de manera espontánea el recorrido hacia donde quiere su autor: hasta el vestíbulo, una de tantas joyas dormidas. Una pieza muy evocadora, casi escultórica: apoyado sobre dos pilares muy evidentes, su acceso es una marquesina volada que en realidad se sostiene sobre nuestras cabezas, creando una inquietante sensación, gracias a dos tirantes que apenas se ven, sutilmente emboscados junto a la cristalera de acceso. El conjunto, con ese par de escalones, innecesarios tal vez, que guían hacia el interior nuestros pasos, parece que nos quisiera susurrar que estamos ingresando en el vientre de la ballena. Un efecto teatral que predisponía a sus clientes finales (alumnos y profesores) a entender que habían terminado la travesía de su horizonte y debían honrar a la academia que los acogía como ella los honraba a ellos: mediante un espacio magnífico, decorados los esbeltos pilares por un coqueto gresite que aún sobrevive, la escalera imperial, el mural de enormes dimensiones. Bienvenidos a la Facultad de Derecho: el medio era el mensaje.

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  1. Cuatro mejor que ocho

«Parece que el edificio emerge del suelo». Las palabras de Malek Murak, mientras prosigue la visita, expresan muy bien la clase de experiencia que forja el edificio entre quienes lo inspeccionan con detalle. Es un elegante ejemplo de esa clase de alta arquitectura que no pretende asombrar, sino seducir. Una especie de manifiesto constructivo, basado en unos cuantos principios de metódico cumplimiento. Por ejemplo, la mínima intervención, desde la misma elección de materiales, donde Moreno Barberá siguió la consigna de menos es más. Cuatro mejor que ocho, por decirlo con Murad: piedra de la zona para fortalecer esa imagen de rusticidad (kilómetro cero antes de que estuviera de moda), acero, vidrio y hormigón (y algo de ladrillo), más la madera de algunas piezas, como la espléndida mesa del conserje en el corazón del vestíbulo: tan majestuosa que parece un trono. Con esos elementos, esa sólida piel que asegura un perfecto aislamiento, configuró un espacio singular, adelantado a su tiempo. Un espíritu pionero que se refleja en los enormes vanos, de tamaño irregular para dar sensación de movimiento. Grandes paños de luz que se fijan a la fachada interior del aulario, con vistas al jardín, mediante otro ingenio también muy sagaz, apenas empleado hasta entonces: los perfiles metálicos en doble T, un elemento que apuntalaba su pretensión de edificar la vieja Facultad mediante una especie de secuencia modular que propende al orden (un concepto clave en un centro educativo) y tiende además a asegurar otros factores claves en su programa arquitectónico: alumbrar un espacio fácil de entender para sus usuarios. Un edificio que desprendiera calidez y apuntara a otro de los intangibles que afloran cuando nos dejamos guiar por el encendido discurso de nuestro cicerone: la idea de interpretar la arquitectura desde su vertiente artesanal, como si Moreno Barberá regresara al Renacimiento y pusiera en marca su taller.

  1. Una melodía, una partitura

Moreno Barberá, como se deduce, tenía algo de hechicero. Sembraba de pistas su criatura para que sólo un ojo bien entrenado captara sus hallazgos en toda su intención. Un pícaro itinerario, del que reparamos cuando Malek Murad nos conduce hacia un lateral del edificio, recayente a la calle Doctor Rodríguez Fornos, y señala hacia una suerte de celosía que cubre (y encubre) la pared del aulario. Unas franjas horizontales nacidas para tamizar la irrupción del sol, de manera que sus rayos no ingresaran en el espacio directamente, sino mediante un impacto más calculado. Funcionalidad máxima, de nuevo. Esas lamas de hormigón adheridas al edificio otorgan una sutil belleza pero sobre todo sirven para cumplir la misión de garantizar la mejor iluminación al alumnado, una luz suave que en el exterior dibuja una especie de pentagrama: la arquitectura hermanada con la música, disciplinas más conectadas de lo que pensamos. «Es como una melodía dibujada en una partitura», observa Murad. Esa técnica del brisoleil (voz francesa que podemos traducir como parasol), aplicada en este lateral de la Facultad como si fuera un tres bolillo, dota de un gracioso dinamismo a la secuencia que sigue hasta la calle Artes Gráficas como el particular sendero de guijarros por donde nos guía de su artífice: Moreno Barberá, bajo su seria estampa, revelado ahora como un travieso arquitecto, que juega con las luces y las sombras y levanta su obra en distintas alturas para resaltar las zonas más nobles del aulario respecto a las más prosaicas (los pasillos). Incluso se permite un gesto audaz para la época: como el estudiantado accedía hasta ese lejano punto de Valencia en bici o moto, reservó un espacio a ras de suelo, bajo el aulario, como aparcamiento. Hoy, esa zona está vallada mediante una fea verja, pero en su origen permitía otro ingenioso uso: sendas viviendas para los porteros, cada una en las esquinas del edificio.

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  1. El arquitecto juega a los dados

Como un particular dios de la arquitectura, ya hemos citado esa imagen de Moreno Barberá jugando a los dados para explicar su método constructivo: el azar ordenado por la ciencia. Es un rasgo de su estilo que detectamos en su plenitud cuando llegamos a la esquina con Artes Gráficas y reparamos en la presencia de una serie de elementos que pueden desconcertar si no captamos la perspicacia que justifica su presencia. Gracias a Murad, caemos en la cuenta de cómo el sendero corrido a lo largo del edificio, hoy parcialmente mutilado, otorgaba un aire patricio a la Facultad, incluyendo la casa del conserje que en ese punto tenía incluso acceso al jardín, hasta que la dañina verja lo impidió. En ese rincón detectamos también un factor que añade expresividad a su obra: los pilares en cuña que anteceden otro de los guiños más ingeniosos de su léxico. Lo que no necesito, lo descarto porque no añade nada, parece decirnos el arquitecto. Es la lectura idónea para descodificar ese muro ciego que en el interior forma parte de las paredes del aulario pero que al exterior encarna un gesto de rabiosa modernidad cuya vigencia conmueve: apenas unas ventanas, dispuestas de nuevo con una apariencia de celosía, interrumpen la secuencia concebida por Moreno Barberá en una zona donde reina una palmera, vestigio del jardín original que aún resiste y nutre la idea del movimiento moderno como un avanzado heraldo de la idea de sostenibilidad hoy tan recurrente en la arquitectura. Hormigón aliado con el medio natural, moviéndose a través de una piel reticulada que llega a los dominios de la Biblioteca tras salvar una aduana que evita que este bloque se roce siquiera con el aulario, unidos ambos mediante un paño de cristal más bajo y (de nuevo) unas lamas de hormigón en la faja superior que apuntan hacia otro de los hallazgos del edificio: la adecuada ventilación cruzada en los aularios. La arquitectura de toda la vida siempre es moderna.

  1. Quinta fachada y punto final

Las gentes del teatro llaman la cuarta pared a ese límite impreciso que separa al público del escenario; en arquitectura, la quinta fachada es un concepto que opera según esa misma lógica… pero al revés: es la idea con que Le Corbusier bautizó la cubierta, una afortunada expresión nacida para dar la importancia que merece ese elemento. La relevancia que Moreno Barberá le concede en la parte final de nuestro recorrido, en la zona donde confluyen la Biblioteca y el Salón de Actos, cuando dota al primero de ambos edificios de un hermoso techo con lucernario, tamizado mediante piezas de escayola en vertical mediante celdillas. Es otro hallazgo espléndido, que se vale de la atención que la mejor arquitectura de entonces empieza a prestar a factores como la contaminación acústica, que ayuda a mitigar el ruido como es factor siempre molesto en espacios pensados para la reflexión, la lectura y la escucha. En la faja que recorre la parte baja de la Biblioteca, Moreno Barberá sitúa los depósito para los libros, deja que una luz ya más mortecina alumbre el espacio de consulta y se reserva para el salón de actos otro nuevo gesto genial, recurriendo otra vez a su acusada tendencia al juego: como si fuera «un quesito del Trivial», en afortunada expresión de Malek Murad, el autor de la vieja Facultad de Derecho levanta un espacio abocinado, una suerte de embudo que en planta, aunque irregular, garantiza que la voz llegue mejor hasta cualquier punto de la estancia, porque el sonido rebota hacia afuera y su ingenio cumple entonces con esa máxima que hemos ido observando por nuestro recorrido, que ya acaba: a saber, que siendo todos los elementos del edificio propios e intransferibles, construidos cada uno de acuerdo con sus necesidades, obedecen a un plan común. La cristalera que une la Biblioteca con el Salón de Actos habla en efecto de cómo cada pieza cumple ese propósito colectivo. Que la Facultad sea una y más que trina.

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Y nos siga interpelando seis décadas después como nos seduce ahora, cuando rematamos el recorrido. Punto final a una exquisita lección de arquitectura.

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