![Interior del palacio Balmes, en Velluters.](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/02/28/1462035180-klMF-U190769422097ESE-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Para entrar a vivir: la manida frase con pinta de eslogan propia del negocio inmobiliario cobra vida mientras se recorren las majestuosas estancias del palacio Balmes, ubicado en la calle del mismo nombre, ombligo de Velluters. El antaño aristocrático barrio de Valencia esconde, entre demasiados solares cuya única inquilina es la mugre, algunos tesoros como esta espléndida muestra de la mejor arquitectura del siglo XVIII, aunque su origen tal vez sea aún más antiguo. Con esa particularidad: que el potencial comprador que desembolse los 1,6 millones de euros que piden sus dueños puede hacer suya la propiedad en ese mismo minuto y habitarla. No como residencia, por supuesto, pero sí como sede institucional de alguna entidad cuya envergadura se sitúe en la misma lógica adherida al Palacio Balmes: al servicio del privilegiado estatus que emana de sus muros y de sus salas.
Este viaje a sus entrañas obedece al interés de sus propietarios por exhibir los secretos de su criatura, sede histórica del gremio de carpinteros, uno de los linajes más nobles de los oficios valencianos. El segundo más antiguo, como recalca durante la visita Alejandro Bermejo, presidente de la asociación de carpinteros: un timbre de honor nacido en los fastos que siguieron a la entrada en Valencia de Jaime I, que distinguió primero a los sederos (vecinos de barrio) y luego a estos artesanos de la madera que todavía hoy dan brillo al sector a escala nacional. Sólo Cataluña, apunta Bermejo, puede presumir de una historia tan rica en el ámbito de la carpintería.
Como testigo de sus palabras, valgan las hermosas vigas que recorren los techos del Palacio, desde su sala principal en la planta baja hasta las distribuidas en las dos alturas siguientes. En esa estancia, dedicada a salón de actos en los últimos años en que el gremio tuvo aquí su sede y el edificio contaba con una actividad más de índole administrativa, brillan otras joyas en madera: una majestuosa puerta (asimétrica, por cierto) de magnífico castaño preside la zona noble del recinto; a su lado, otras puertas trucadas atestiguan el rico legado de la carpintería valenciana y el sustrato sentimental que distingue al palacio. Una veta emocional que contrasta con la decisión de ponerlo en venta, como admite Bermejo: «Claro que nos da pena desprendernos del palacio pero hay que ser realistas. Esto no tiene ahora uso y lo que no tiene uso, se abandona y se deteriora».
De hecho, Bermejo va explicando mientras hace de improvisado guía por el inmueble que su actual sede, ubicada en un parque tecnológico bien dotado de servicios y accesos, siempre convivirá con el alma intangible del Palacio Balmes aunque cambie de manos. «Será nuestro toda la vida, aunque no sea nuestro», afirma, valga el juego de palabras. Alude con esta frase al carácter emotivo que para todo el gremio habita en esta especie en vías de extinción: un palacio en perfecto estado de revista alojado en un barrio «al que sólo le falta resolver esta manzana». Y apunta entonces hacia el entorno, degradado el paisaje por un solar vacío desde hace demasiados años, que afea el conjunto: nada que ver con el saludable aspecto que presenta su propiedad, salvadas sean las inevitables pintadas en los muros que se asoman a la aledaña plaza de la Botxa.
Esa vista que se obtiene desde la última planta del Palacio Balmes permite observar en detalle su auténtico valor, que va más allá de su precio. En el edificio late el corazón de aquellos profesionales que, según cuenta la leyenda, se inventaron las Fallas mediante el método de quemar con las fiestas del solsticio los materiales inservibles y elaborar los primeros monumentos. Palpita también el espíritu de sus predecesores que siglos después mantuvieron vivo esa herencia y se responsabilizaron de una de las maravillas que oculta el caserón: el artesonado del techo, una delicada obra en marquetería según una secuencia de nada menos que sesenta rosetones atravesando el techo de la sala noble.
Sesenta rosetones por cierto con una particularidad: cada cual es distinto de su hermano. Son obra de otros tantos profesionales, un encargo de una dimensión homérica cuya auténtica talla se percibe ya en la última planta, cuando Bermejo se pasea por su envés. Cubículos de madera que esconden las filigranas de aquellos abuelos carpinteros, una obra de elevado ingenio que resume la importancia del gremio en la historia valenciana más reciente. «Es único y el precio es asequible», insiste Bermejo en la salida. Alguna razón lleva: parece para entrar a vivir.
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
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