![Zapaterías en Valencia: La Casa de las Botas | La Casa de las Botas, una zapatería que marcó el paso de Valencia](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/202210/30/media/cortadas/LAS%20BOTAS-Rd5ieEo013v3Rt8zXXWkksI-1248x770@Las%20Provincias.jpg)
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También puedes escuchar este artículo locutado por su autora, Laura Garcés
Desde aquellas sandalias de goma de color caramelo que hoy conocemos como cangrejeras, hasta los brillantes zapatos de charol negro o las merceditas blancas para el día de la Primera Comunión, sin dejar de ... lado las botas de agua, los blucher o los mocasines para pisar las aulas, y las 'bambas' de paño con estampado escocés -sí, las de andar por casa-. También ese inolvidable par oxford negro o aquellos salón blancos para llegar al altar el día de la boda... El calzado que vistió los pies de varias generaciones de valencianos contó en la calle Serranos de la ciudad del Turia con un lugar de visita irrenunciable en la búsqueda de la suela que merecía cualquier ocasión que se presentara en la vida: La Casa de las Botas. Y allí, a una zapatería que a lo largo de siete décadas marcó el paso de Valencia, le conduce hoy LAS PROVINCIAS.
Desde julio de 1952 y hasta 1989 la calle que presiden las emblemáticas torres en la orilla del viejo cauce del Turia y un campanario sin iglesia en la confluencia con la plaza de Manises, acogió el establecimiento que abrió Vicente Ganau Sáez, comerciante «apasionado del calzado; que llegaba incluso a dibujar zapatos», relata hoy su hija Julia cuando habla con este periódico de un emprendedor entregado al negocio hasta el punto de que «nunca tuvo vacaciones».
La alpargatería que los abuelos de Julia regentaron en la calle Salvador Giner vendiendo humildes zapatos de suela de caucho y alpargatas fue el germen de la tienda que en los años cincuenta abrió Vicente en el número siete de Serranos estrenándose con el nombre de Levantina para después tomar el título La Casa de las Botas. Al abrigo de este rótulo, que sin duda concedía personalidad al entorno y que en sus últimos tiempos se mostraba desde la fachada en mayúsculas combinando letras blancas sobre fondo rojo en el toldo y al contrario en un luminoso vertical, abría sus puertas un escenario comercial de entrañable atrezo.
Julia Ganau detiene su conversación, piensa, y retoma la palabra para describir aquel universo que llega a su memoria casi tangible, como si lo tuviera ante sus ojos: «La tienda era un cuadrado rodeado, a izquierda y a derecha, de sillas de enea pegadas a la pared y delante de estos asientos unas alfombrillas para apoyar los pies». De su testimonio se extrae que era aquel un espacio ante el que hoy se les haría la boca agua a los amantes del 'vintage'. «Al frente había un mostrador de madera y una de aquellas cajas registradoras tan bonitas», añade Julia. Y qué decir de la tira de estanterías que se elevaban hacia el techo mostrando un mosaico de cajas de zapatos que para bajarlas hasta el mostrador para enseñar a los clientes el producto que solicitaban, el personal de la zapatería se servía de ganzúas que manejaban con envidiable destreza -propia de malabaristas- y también de calzadores para facilitar a los clientes las pruebas.
Ese era el escenario que llenaba el ir y venir de los dependientes que atendían con la elegancia que aportaba el uniforme. Era el territorio por el que transitaba el público en tal afluencia, que llegadas efemérides como la Navidad o el inicio del curso escolar, recuerda Julia, se hacía necesaria la intervención de un guardia para regular la cola en conjunción con el incipiente tráfico de una calle por la que en las primeras décadas de vida de La Casa de las Botas circulaba el 11 de la red de tranvías.
Aquellos eran tiempos en los que salir planchado y bien vestido de la cabeza a los pies marcaba la diferencia; años en los que aún no se había perdido la costumbre de lustrar los zapatos y remendarlos si era necesario. «Incluso ofrecíamos servicio de zapatero, vendíamos crema y cepillos», apunta la hija del fundador de la tienda. Eran también días de adquirir calzado para mucho tiempo. Primaba la calidad sobre el usar y tirar -eso vendría después- en una sociedad de bolsillos limitados en los que el consumismo aún no se había permitido el lujo de anidar. Uno no compraba hoy unas botas y la semana que viene otras. No, «unos zapatos para el invierno y otros para el verano», señala Julia. Y un calendario de celebraciones determinaba las adquisiciones.
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La Navidad y la fiesta de los Reyes Magos eran una buena ocasión para regalar un par de zapatos o quizás unas pantuflas. El principio de curso convertía en obligada la visita de las familias a la zapatería de Serranos para calzar a los niños como exigía el uniforme colegial y el cumplimiento con la máxima de que los pequeños dibujaran en su rostro la ilusión de calzar zapatos nuevos. Ya de paso, se adquirían aquellas zapatillas negras o blancas -sin mucho más que elegir- completamente planas y con un elástico como lengua que vestían los pies en las clases de gimnasia. Llegaba la Pascua para coronar el periplo por el calzado, que desembocaba en la compra de las zapatillas pascueras, «las bambas», advierte Julia, género que en la cultura popular daban pie a aprovechar la inocencia infantil para ilusionar a los pequeños al calificarlas de «corredoras». Y los zapatos de novio, junto a los de novia. Los que requiriera la madrina y el padrino. Qué decir de los de Primera Comunión. Y las botas de agua para el mundo del campo y para los días de lluvia. Y unas zapatillas calentitas para los abuelos...
Ya podía pedir el cliente, que en La Casa de las Botas lo iba a encontrar. «El almacén estaba lleno de calzado. Mi padre tenía gran variedad, no había zapato que no tuviera. Todos los de Elche y también los de Palma de Mallorca», apunta Julia, quien al mismo tiempo recuerda los encantos de una trastienda recorrida de estanterías repletas de género entre el que había marcas como Chiruca o Segarra «y el despacho de mi padre». Era la estancia donde se gestionaba un negocio del que el público salía con sus zapatos nuevos envueltos en papel «blanco con una especie de motas separadas en la que se leía La Casa de las Botas en rojo, además de con los cupones del Cupón Regalo Comercial», aquella tienda de canje de la Finca de Hierro que ya visitó LAS PROVINCIAS.
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Con la energía propia de un emprendedor que hizo de su tienda una vida y ayudó a escribir la de los valencianos, la trayectoria de La Casa de las Botas se extendió hasta aquellos años ochenta del pasado siglo en los que empezaron a saltar al escenario del calzado las deportivas de la mano de las tan populares entonces «Paredes, y las Adidas«, aclara Julia. Ya por entonces llegó la hora de jubilarse y La Casa de las Botas se despidió de la ciudad a la que había ayudado a caminar y se disponía a emprender nuevos rumbos.
En medio de un paisaje urbano hoy tomado por el turismo, en el corazón de la Valencia histórica, la vida era entonces distinta. Habitaban las calles aquellos que hicieron del pequeño comercio un mundo de negocios -que fue para lo que nacieron- pero que sin duda y sin que sus impulsores se dieran cuenta escribieron párrafos que hoy se revelan retratos de emociones, retales de vidas que recompuestos ayudan a zurcir la memoria de ese gran escenario humano que ha sido y es Valencia. «Daban identidad a la ciudad, servicio y trabajo. Cuando veo que un comercio cierra, se me cae el mundo. Se pierde la historia», lamenta Julia Ganau, hija del fundador de La Casa de las Botas.
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