![El andén en el que ya no espera ni Penélope](https://s1.ppllstatics.com/lasprovincias/www/multimedia/2023/08/05/encina3-Rpa7rf6ukmqAGWitDohf7VN-1200x840@Las%20Provincias.jpg)
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Hoy, a las 10:11 horas, parará en La Encina un Regional Express procedente de Alcázar de San Juan con destino a Valencia Nord. Un trayecto de una hora y doce minutos por poco más de 9 euros. Ese convoy, como todos los días, ... será un visto y no visto en un mar de playas sin trenes. Las locomotoras de carbón parieron y engordaron La Encina, el único pueblo ferroviario de la Comunitat Valenciana –sólo hay 14 en España–. La tecnología sepultó al municipio y a su presente. Lo que fue un nudo de conexión hoy es un punto de desconexión.
Jesús es el panadero, Jesús es un ángel de la guarda: recadero, depositario, confidente, conversador... La pedanía, que depende de Villena, llegó a tener 1.200 habitantes a mediados del siglo XX. Hoy ronda el centenar. Muchos de ellos mayores, ferroviarios jubilados, que compraron el billete de vuelta para apurar sus días en la última estación. A la vista, desde el parque, la playa de vías y un andén donde ya no espera ni la Penélope de Serrat.
«Aquí se está bien, sin pretensiones. Antes vivía más gente pero cuando el tráfico ferroviario dejó de pasar, la gente se marchó», señala Jesús, con pinta de hipster y que viste de blanco como mandan los cánones para médicos, panaderos y pintores. Tiene pinta de hacer bueno el refrán de que no vive mejor el que más tiene sino el que menos necesita.
La conversación se interrumpe. No una sino las veces que hacen falta. Entra una clienta: «Me pones esos bollos, me das un pan y esos cruasanes». El panadero atiende y el periodista calla y espera. En el local hay de todo. Pan, y algún bote de fabada, latas de atún, leche... «Buenos días, te dejo este paquete y ya vendrán a recogerlo». Jesús aquí ya no es panadero sino punto de recogida. Al rato, una chica le da una hoja con la lista de la compra. Va a Caudete, al supermercado, y se trae lo suyo y lo del resto de vecinos. «Toma, te lo pago por adelantado». Jesús se niega: «Ya pago yo con la tarjeta y hacemos cuentas». Todo se fía porque todos se conocen. Los vecinos de La Encina todavía entran con la bolsa de tela en la mano, esa bolsa heredada de abuelas a nietos donde pone pan en mayúsculas en letras bordadas.
El pueblo es como un parque temático ferroviario. Un tren gigante varado a un paso de la Meseta. En 1932, junto a La Zafra, intentó independizarse, pero el Ayuntamiento de Villena no lo permitió, no podía perder a la gallina de los huevos de oro. El tren dejaba mucho dinero. En el parque, mientras los niños exprimen el verano en los columpios, un grupo de mayores pasan la mañana sentados sobre sus carritos. Junto a ellos, una sobrina, que hace de guardabarreras. «Me dedico a cuidar a mis tíos. Aquí no hay nada. A ver si ahora con la energía solar hay algo de trabajo y se revitaliza esto», comenta al tiempo que plantea una queja: «Es absurdo que no haya tren a Alicante. Se puede ir a Valencia y Madrid pero no a Alicante». La playa de vías tiene en sus cercanías un mar de placas solares. Negocio emergente y zona privilegiada. Muchas hectáreas que llenar.
Antonio, sentado en un banco del parque y con la bolsa del pan en la mano, me llama. «¿Has visto la plataforma en la que se le daba la vuelta a las locomotoras? Ve, es algo único». Unos paso más allá está la placa de 1914 que servía para cambiar de sentido las locomotoras. Ingeniería de otra época, un museo comido por el óxido y destruido por la mano del hombre: desaparecieron las cocheras de las máquinas y los depósitos de carbón.
La estación está al otro lado del pueblo. El silencio aporrea el olvido de un lugar que durante años fue un trasiego continuo de viajeros, de un transbordo que situó a La Encina en el mapa. Se inauguró en 1858, la quemaron los carlistas y se levantó una nueva en 1878. Un edificio majestuoso, protegido y agarrado a un pueblo que no deja de perder habitantes. El reloj marca la hora, un cartel fija el paso de los escasos trenes, casi una anécdota, que paran cada día y sólo cerrar los ojos sirve para imaginar el bullicio de otras épocas. El diésel sustituyó al carbón, disipó el humo de las locomotoras y engulló puestos de trabajo. Las carreteras y la tecnología hicieron la vida más fácil a todos menos a La Encina. El progreso dejó al pueblo en una vía muerta. Mientras la vida pasa ya nadie grita viajeros al tren ni se oye el quejido del pito de las locomotoras. La vida de La Encina ha pasado de una estación a una panadería. Ahora, a partir del 9 de septiembre, llega el Corredor Mediterráneo.
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