Vicent Martínez tiene 91 años, una ingeniosa e inagotable verborrea, una memoria prodigiosa y un espíritu aún inquieto y juvenil que desmiente su edad: mientras ... atiende a LAS PROVINCIAS en el puerto de Benidorm, ayuda a su sobrino José con los aparejos, cose unas redes, limpia el pescado recién llegado del mar vecino y mantiene simultáneamente un par de conversaciones: la que ilustrará estas líneas y la que hila con su amigo Batiste Cervera, que luce con garbo unos pasmosos 97 años y acaba de aparecer por sus dominios para refrescar entre ambos aquella impresionante epopeya que dio con sus respectivos huesos en las lejanas tierras (y aguas) de Cádiz, cuando como unos cuantos naturales de su localidad y otras vecinas (Calpe, Altea, Villajoyosa) acudieron a enseñar a los pescadores de la franja gaditana los secretos de la almadraba.
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Aquella técnica, hoy una reliquia en la Comunitat, se custodiaba por entonces entre ellos como un tesoro, un tesoro que se ha ido evaporando. Esos tiempos del atún que se recogía por toneladas murieron. Queda la memoria que atesoran veteranos como Vicent o Batiste y queda el relato que algunos historiadores han puesto por escrito para preservar para la posteridad aquella formidable odisea, que dejó sin embargo un vivo legado en forma de presencia valenciana en Barbate y alrededores y en forma de acento andaluz por Benidorm y su entorno: son los familiares de esos pioneros que echaron raíces entre nosotros fruto del intercambio comercial y laboral. O descendientes de los valencianos que labraron su futuro pescando no a orillas del Mediterráneo sino frente al Atlántico.
Francisco Amillo es uno de esos aficionados a la historia que ha rescatado para la posteridad en su blog 'Histobenidorm' la aventura que llevó a sus paisanos durante el siglo pasado hasta las aguas andaluzas. Un testimonio emocionante y muy curioso, porque vincula la actividad económica, y la riqueza que se deducía de ella, con el impacto que tuvo en la transformación de los usos sociales. «La almadraba de Benidorm», escribe, «ha sido de gran relevancia social». «Y no sólo en esta localidad sino en otras muchas del litoral español en las que se contrataba a los almadraberos de Benidorm por su buen hacer profesional», añade. «A lo largo de los siglos esta actividad dio trabajo y sustento a un sector numérica y socialmente importante de sus habitantes, bien trabajando en ella o en actividades auxiliares».
De hecho, Amillo anota cómo «en la toponimia de Benidorm han quedado nombres que nos recuerdan esa actividad». Y pone como ejemplo el llamado edificio Almadraba en el Rincón de Loix, «construido sobre el solar del almacén de la antigua almadraba» o la cala del mismo nombre, así como la playa de la Chanca «que nos recuerda que allí estaba el almacén donde se troceaba y salaba el atún». O también la calle del Pal, «donde se elaboraban el cáñamo y el esparto para las cordelerías que necesitaban las redes y cuerdas de las almadrabas».
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Una emocionante relación de vestigios de aquel tiempo en que este complejo arte de pesca, cuyas raíces se remontan al siglo XIV, todavía daba sentido a la ciudad entera de Benidorm, en abrupto contraste con la imagen que ofrece esta soleada mañana de otoño: hoy nos saluda este otro Benidorm, el famoso Benidorm. El que se abrió con gran éxito al turismo hace un largo siglo, como prueban sus atestadas calles que a primera hora ya registran un mareante ir y venir de visitantes, o sus abarrotadas playas, que aprovechan lo benigno de la temperatura para acoger a la acostumbrada legión de bañistas, octogenarios adictos al yoga y los guiris de rigor, que se suben a los barcos turísticos para darse una vuelta por el frente marítimo. Un paisaje radicalmente distinto al que veían Vicent y Batiste en sus años mozos, como confiesan entre risas mientras señalan a la playa vecina y recuerdan sus juveniles chapuzones «en cueros».
Ese es un Benidorm desaparecido, el pueblito de pescadores en que crecieron, vecinos por cierto de la misma calle, hacia donde apuntan con el dedo: «Ahí mismo vivíamos, en Condestable Zaragoza, detrás del hotel Colón». El hogar que abandonaron para ir al servicio militar, esa aduana que franquearon para alcanzar su siguiente destino: ejercer el oficio de pescador en la lejana Cádiz, hacia donde les guió su acusada maestría en la técnica de la almadraba. En el caso de Batiste, destinado en Ceuta como motorista « en un barquito pequeño que llevaba el pescado a una fábrica». «Me licencié de la mili en 1949 y ese mismo año me fui a la almadraba», rememora. Y Vicent apostilla ese relato con su propio testimonio. «Yo fui antes de ir a la mil y estuve un par de años, en 1950 y 1951». Se detiene un segundo para rebobinar sus recuerdos y a continuación dispara una fantástica cifra que condensa su formidable ejercicio profesional: el primero año capturaron nada menos que 36.000 atunes, durante una temporada que se extendía seis meses y que se sustanciaba según la vieja técnica de pesca, al derecho y al revés. ¿Qué significa esa frase? Ambos lo aclaran al unísono: «Pescábamos cuando entraban y cuando ya salían». En concreto, Vicent se enroló en un barco enviado a «la sacada», es decir, como encargado de hacer lo que llamaban «la levantada»: ese momento mágico en que las redes depositan en la nave el fruto de sus capturas. Poesía vista desde tierra firme; un trabajo «muy duro», según sus protagonistas.
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El sacrificio que aquel oficio exigía se prolongó en el caso de Vicent en extenuantes travesías por el litoral marroquí, donde señala que llegó a estar nada menos que 93 días sin salir del barco mientras pescaban atunes. No fue el caso de su experiencia en Barbate; habían ido hasta allí reclutados por capitanes de su Benidorm natal y aunque tenían por esa razón algún privilegio, fueron unos más entre la tropa que se recluía tras cada almadraba en un campamento de estilo militar que fue su hogar en la costa andaluza. Y aunque hubo quienes como el llorado Vicente Zaragoza, fallecido recientemente, se quedó allí «porque se casó con la hija de Aniceto Ramírez, que tenía la fábrica de hielo y el cine Avenida», como no olvida Vicent, ellos volvían a casa en cuanto acababa la faena, con un magro jornal que servía para que sus madres liquidaran en las tiendas de confianza lo que habían comprado de fiado. «Aquí no había nada entonces», aseguran a la vez, mientras divisan ensimismados este paisaje tan extraño para quienes, como ellos, sí conocieron aquel otro Benidorm.
- ¿Lo añoran?
- Sí, lo añoramos. Entonces la playa y todo Benidorm era para nosotros solos.
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