Alfonso Aguado
Lunes, 11 de noviembre 2024, 00:55
Es martes 29 de octubre de 2024 y son las 20.30, la hora de la cerveza en el bar de costumbre. El camarero tiene la mirada cansada de quien ha vivido varias vidas en una sola y los clientes que utilizamos la barra como foro de tertulia cargamos ya muchos años en la mochila. En una mesa hay una pareja joven haciendo las gilipolleces que solo se hacen cuando estás enamorado y en otra un grupo de currantes reponiendo fuerzas después del trabajo. Dicen que un español apoyado en una barra sabe de cualquier cosa de la que le hables, pero esta noche no hablamos como de costumbre del Valencia, del gobierno ni de los viejos tiempos, esta noche sólo se habla de las conmovedoras imágenes de Utiel que aparecen en la televisión, un pueblo a noventa kilómetros del nuestro, asolado por un diluvio salvaje. Ninguno tenemos ni la más mínima idea de que un río furioso de lodo está arrasando en ese momento un pueblo pegado al nuestro. Sedaví es un lugar tranquilo a cuatro kilómetros de Valencia donde nunca pasa nada hasta que pasa, y está a punto de pasar algo que lo dejará marcado para siempre.
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Cuando dejo de mirar la tele y veo agua entrando por la puerta, me da un vuelco el corazón. Es como si alguien te estuviera hablando de un monstruo de un lugar lejano y te encontraras su cara al girarte. Le digo al camarero que le pagaré mañana y salgo cagando leches con media cerveza aún en el vaso. El agua es aún un riachuelo inofensivo a la altura de los tobillos, que imagino deben ser los restos de la que ha caído en otros lados, pero solo un minuto después me llega ya por encima de la rodilla y se ha empezado a convertir en un río terrorífico de barro cada vez más grande y más furioso. Cruzo por delante de la academia de inglés y veo los carteles que han pegado con los profesores maquillados para la fiesta de Halloween, desconocedores de que íbamos a vivir una noche de terror de verdad.
Cuando consigo llegar a mi casa, tengo una sensación angustiosa y una sobredosis de adrenalina cabalgando desbocada por mi cuerpo. Mi pareja, que se ha pasado toda la tarde trabajando en el ordenador con la música puesta y no se ha enterado de nada, me pregunta enfadada de dónde coño vengo porque estoy manchando el suelo de barro y se me ocurre que la mejor contestación es llevarla de la mano a la terraza. «No puede ser, no puede ser, no puede ser…», repite una y otra vez como un mantra, porque le cuesta creer lo que están viendo sus ojos… Pero es.
Todo parece una puta locura, algo tan sorprendente que resulta casi imposible de creer. Lo más estremecedor es el sonido de la furia del agua debajo de casa, que recuerda al de las olas rompiendo contra las rocas. La vecina del entresuelo le llama aterrorizada por el móvil, pidiéndole que le dejemos subir con su hijo porque al agua está invadiendo su casa y suben con nosotros. Es la última llamada, la cobertura desaparece y todas las luces se apagan. El telón del terror acaba de abrirse y vamos a asistir a una tragedia que ninguno imaginábamos. Dos minutos después, el agua se ha convertido ya en un río mortal de lodo que arrastra hasta los camiones que encuentra en su camino. Pero lo que más impresiona es ver un carrito de bebé. Los vecinos han ayudado a un montón de gente a refugiarse y hay casas con más de treinta personas dentro, pero el agua ha invadido también los portales, y las puertas ya no se pueden abrir por mucho que lo intentes. Si estás en la calle, estás muerto, salvo que consigas agarrarte a algo muy sólido más alto de dos metros, el nivel al que llega ya el agua.
El espectáculo que se ve desde la terraza parece sacado de una película apocalíptica. Pero no es una película, es una catástrofe real. El barrio tranquilo y apacible donde vivo se ha convertido de repente en un puto infierno. Mi vecino Fede ha conseguido salir del coche por la ventanilla porque el agua ya no le deja abrir la puerta y un vecino tiene que romper el cristal del portal con el extintor para que pueda entrar. Susana Pareja, un icono del balonmano español, está a solo cinco metros de su casa, pero ve a una amiga atrapada en el interior de su coche y cuando consigue sacarla, el agua es ya tan fuerte que es imposible luchar contra ella. Quedan solo cinco metros hasta su casa, pero cinco metros son una distancia infinita cuando estás en medio de un río salvaje. Podía haber continuado su camino a casa y haber salvado la vida, pero no lo ha hecho y ahora tiene que tomar la decisión más importante de su existencia: o intentar llegar a casa luchando con el agua en inferioridad de condiciones o subirse a la reja de la escuela de inglés que tiene al lado. De esa decisión dependerá si continúa o no viva. Si acierta, seguirá con vida, si no morirá.
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Cinco horas después, bajan de la reja y entran por fin en su casa, exhaustas, rotas de dolor, con hipotermia y los músculos entumecidos. Susana ha vivido muchas batallas en los campos de balonmano de todo el planeta, pero ésta es la victoria más importante de su vida. Los vecinos de las plantas de abajo han ido subiendo a oscuras al rellano del último piso. A algunos no los había visto nunca y con el resto apenas había cruzado los típicos comentarios de ascensor sobre el tiempo. Pero falta Miguel, el vecino del segundo, que está en el techo de una furgoneta empotrada en un árbol, a la que ha llegado saltando por los coches y hay que ayudarlo. Nos pregunta a gritos por su mujer y sus dos hijos de los que no sabe nada, pero ninguno de nosotros sabe tampoco nada y es imposible localizarlos con el teléfono. No sabemos qué hacer, pero al final mi pareja tiene una idea y la lleva a cabo. Entra en uno de los entresuelos inundados con el dueño y les hacen llegar por la ventana una escalera que utilizan como puente para cruzar hasta la casa.
Otros, sin embargo, no tienen tanta suerte. Una chica que se ha subido a una farola y grita desesperada pidiendo ayuda, no puede resistir tanto tiempo abrazada al palo metálico y acaba cayéndose al río de lodo donde poco después se precipitará también una pareja que estaba en un árbol y no dejan de ayudarse el uno al otro hasta el último momento. La noche es larga. Muy larga. Pero a las dos de la madrugada el agua ya ha rebajado su furia y permite a la gente moverse con mucho menos riesgo. Lo peor ya ha pasado, pero las tragedias no se terminan cuando termina el siniestro y me temo unas próximas horas muy oscuras.
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Nada más amanecer, salgo a la calle, en medio de un silencio estremecedor que contrasta con el ruido y los gritos de la noche. El río salvaje se ha convertido en un tranquilo lago de barro con mucha menos agua y por donde yo camino apenas supera la altura de la rodilla. Es el único agua que hay en el pueblo, y tampoco hay servicio de luz, ni de gas. Y seguirá así varios días. El supermercado de congelados 'A Bordo' está ardiendo y sus llamas le dan al paisaje un aire aún más apocalíptico. La gente ha empezado a entrar en lo que queda del Consum, y empieza a llevarse todo lo que encuentra, aunque la mayoría de los productos estén cubiertos de barro. Al mediodía no queda absolutamente nada, se han llevado hasta los productos que estaban flotando en el agua. Muchos de ellos no son del pueblo y han venido exclusivamente a llevarse todo lo que puedan de las tiendas y supermercados. Es muy difícil convertir en palabras lo que estoy viendo con los ojos velados por las lágrimas. A veinte metros de casa, hay un cadáver en el barro que un vecino está tapando con una manta y en el garaje de al lado hay otro, porque nadie nos había avisado de la furia con que venía el agua y se quedó atrapado en su coche cuando intentaba sacarlo. Imaginaba que en muy poco tiempo las calles estarían llenas de militares, bomberos y servicios de emergencia, como había visto por la tele que pasa siempre en las grandes catástrofes, pero no aparece nadie en todo el día. Ni al siguiente. Ni al siguiente. Y tampoco al siguiente. Esto además de una tragedia está empezando a ser una puta vergüenza.
Se empiezan a hacer corrillos en el lago de barro y la gente cuenta las historias que ha visto o escuchado: «Una mujer recibió una llamada de su marido antes de morir en su coche para darle las gracias por haber hecho su vida feliz». «Han encontrado a una niña de 11 años muerta en su casa, su padre y su madre salieron para sacar el coche del garaje y están desaparecidos». «… Pero no solo se habla de los muertos, también se habla de los héroes, como el chico que sacó de su coche y ayudó a subir a los balcones a muchísima gente y acabó arrastrado por el agua. Pero también se habla de los villanos, como las bandas organizadas que se dedican al pillaje, aprovechando que los dos primeros días no hay nadie vigilando las calles y asaltan los comercios y las casas. Uno llega incluso a aprovechar que un anciano ha salido a buscar ayuda para ocuparle la casa.
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Estamos abandonados a nuestra suerte, con un sentimiento de perplejidad absoluta porque no entendemos que pasen de nosotros como de la mierda. Hay gente durmiendo varios días con cadáveres, y coches con muertos dentro entre las montañas de escombros. El jueves, sin embargo empiezan a aparecer jóvenes que recorren las tres horas que cuesta el viaje de ida y vuelta a pie desde Valencia cargados con bolsas de comida, garrafas de agua, cubos y escobas. Al principio son unos pocos, pero no tardan en convertirse en un auténtico ejército del pueblo.
Es conmovedor verlos cruzar el puente de acceso a Sedaví, me emociona hasta la médula y me cuesta escribir lo que siento en el teclado. Hay también tractoristas, bomberos y policías de paisano que han venido por su propia cuenta desde todos los puntos de España, pagándose ellos los gastos. Son los únicos que nos están ayudando. Los políticos prefieren dedicarse a echarse la culpa unos a otros intentando sacar tajada a la tragedia. Da la sensación de que están jugando a 'Juego de Tronos' contigo y solo eres para ellos una ficha del tablero. En algunas partes el hedor empieza a ser insoportable, hay hongos y cucarachas en las paredes y el riesgo de enfermedades y epidemias es cada vez más alto, pero ellos siguen a la suya, enfrascados en una batalla de ratas para ver quien le echa más mierda al otro bando.
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Está empezando a crecer por todas partes un sentimiento de rabia, como si la peña se hubiera contagiado de la furia de las aguas que han arrasado el pueblo. Hay una sensación horrible de abandono y de ser víctimas de la ambición y la incompetencia de una gente sin preparación, calidad humana, ni autoridad moral para dirigir la vida de otra gente. Alguien escribe en Twiter que solo el pueblo puede salvar al pueblo, y se convierte en viral entre los afectados.
Pero no quiero levantarme del ordenador sin escribir algo positivo: esta tragedia ha significado un chute de solidaridad en el corazón de los afectados y voluntarios que ha provocado un cambio salvaje en su forma de pensar, sentir y actuar. La maldad es contagiosa, pero la bondad también, y ha contagiado a muchísima gente. Espero que los efectos no se pasen demasiado pronto y esta tragedia no anunciada haya servido al menos para enseñar lo que no se debe hacer nunca y evitar que vuelva a ocurrir. La muerte se ha llevado a mucha gente inocente y hay demasiado dolor y rabia en las calles.
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