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Seis supervivientes de la dana del 29 de octubre. Txema Rodríguez

El miedo al olvido tras la dana

Casi tres meses después, los vecinos de Alfafar, Catarroja, Paiporta, Benetússer o Sedaví siguen pidiendo ayuda, muy alejados todavía de cualquier normalidad

Domingo, 19 de enero 2025, 00:41

Hay una atmósfera pesada en Catarroja. En Paiporta. En Alfafar. No es fácil de definir, una mezcla entre la tristeza y la desesperanza. Las fuerzas de los vecinos hace ya tiempo que fallaron, con el cierre de la Navidad los voluntarios se marcharon. Dicen que mañana es el día más triste del año. El 'blue monday'. Se lo inventó una agencia de publicidad, pero la realidad es que en los municipios de la zona cero de la dana están muy cerca de esa definición. El motivo es que todavía queda mucho por hacer. Los seis testimonios de estas páginas son sólo varios ejemplos de la situación que viven miles de personas en los municipios más afectados. Lo que se ve son vehículos en campas, garajes todavía con lodo, comercios cerrados y calles a oscuras. Lo que no se ve es como la parte oculta de un iceberg.

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En casa de Rosa María Álvarez el ascensor no funciona. No se sabe cuándo lo arreglarán porque los daños han sido tan descomunales que no hay ningún sector que esté dimensionado para asumir de forma rápida su reparación. «Se instalan en la provincia 1.500 elevadores al año y más de dos mil tienen que sustituirse», decía Emilio Carbonell, presidente del sector. Mientras no funciona un ascensor hay personas sin movilidad atrapadas en sus casas. Que dependen de otras personas, que tienen su vida en suspenso. Es una muestra de que, sin ayuda, ahora que los militares empiezan a replegarse en algunos municipio, la vuelta a la normalidad de la que han hablado esta semana las administraciones está todavía muy lejos de alcanzarse.

Ayer se produjo un derrumbe en un garaje de un edificio de Benetússer. Hubo un fallecido y un herido. En muchos casos, el lodo ha estado demasiado tiempo en contacto con los cimientos y las estructuras no son seguras. La lentitud tiene sus consecuencias. El Gobierno anunció que no se revisarán las fincas que tengan seguro privado, mientras que el Consorcio ha reconocido la imposibilidad de inspeccionar todos los inmuebles en un plazo razonable. ¿Pero, cuántos están afectados? No se conoce los daños en muchas fincas después de la barrancada del 29 de octubre. Menos se sabe de las afecciones que ha provocado el contacto con el lodo durante meses.

Hay mucho movimiento de reformas en las viviendas. También en los negocios. Pero la destrucción ha sido tan grande que no alcanza con las ayudas, y lo demuestra el importe del desastre: 17.000 millones de euros, según el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas. «No nos llega», dice Paula. Tampoco a Manuel. Ni a ellos ni a nadie. Han sido ahorros, iniciativas particulares, de empresas, los que están aliviando un poco la carga. Pero no es suficiente. Manuel tiene que cambiar las ventanas de su casa, María reconstruir la suya. Hay miles de 'manueles' y 'marías' en la zona cero. También hay muchas 'paulas' que no volverán a levantar la persiana. «Este barrio se va a quedar muerto», dice Pilar, refiriéndose al casco viejo de Paiporta. Todavía hoy, casi tres meses después, hay calles sin alumbrado público, y de hecho no hay farmacias de guardia por la noche para cien mil vecinos. ¿Quién se va a arriesgar a abrir en estas condiciones? Se detuvieron en los primeros dos meses a 400 personas acusadas de saqueos. Hay vecinos a los que les han robado el coche que se compraron después de perder el suyo por la dana. «Así es complicado vivir», dice Sara, que ha decidido mudarse a una casa cedida por una amiga en Alcàsser hasta que su calle recupere la normalidad y el garaje esté en condiciones. Tampoco han vuelto todavía todas aquellas familias que podían marcharse por recomendación médica. «Vivir con humedad no es saludable». Lo dicen los neumólogos, pero no todos tienen las mismas opciones. Y hay quien, como Manuel, no quiere dejar su casa. Aunque no esté habitable. De hecho, el alcance de las consecuencias psicológicas todavía están por ver. Con la lluvia de estos días, con la palabra dana en las charlas, los temores regresan. «Me he pasado toda la noche en vela mirando por la ventana», dice Rosario, vecina de Alfafar. Niños con pánicos enquistados, personas mayores con depresión, familias con miedo a no llegar a fin de mes. Personas que necesitan, día a día, una ayuda que se ha demostrado claramente insuficiente. Que piden que no se les olvide. Todavía menos las administraciones, que han de estar cuando más se las necesita.

«Estuve cuatro horas esperando un autobús adaptado. Lloré de impotencia»

Rosi Puig Vecina de Paiporta con parálisis cerebral y movilidad reducida

«Estuve cuatro horas esperando un autobús adaptado. Lloré de impotencia»

Rosi Puig siempre viste de colores y se pinta los labios. Lo primero no lo puede hacer sola, lo segundo sí, porque esta mujer que en mayo cumplirá 57 años, que tiene una minusvalía del 95%, intenta valerse por sí misma. «Mi madre me decía: 'Rosi, me das miedo', porque yo he intentado vivir». En mayúsculas. Rosi se emociona cuando cuenta cómo su madre se deslomó limpiando casas para poder comprarle las medicinas que necesitaba mientras su padre todavía estaba en la mili. Porque Rosi nació sin problemas de salud, pero al poco de nacer ingresó en la Cigüeña con una deshidratación y acetona. «A mi padre le dieron permiso para que se pudiera despedir de mí». Pero Rosi vivió y los médicos siempre la han puesto como ejemplo de superación. Por el camino, una carrera universitaria, una vida social -«mis amigas me dicen que yo soy la normal, porque los defectos de ellas no se ven a simple vista»- y una pareja que la acompaña desde hace trece años.

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Pero la nueva normalidad que rige en Paiporta la ha limitado muchísimo. «El otro día estuve cuatro horas esperando en Valencia para poder subir a una lanzadera que tuviera rampa. Lloraba de impotencia». Ella, que había conseguido que en la estación de metro de Paiporta fuera completamente accesible para minusválidos. «No quiero que nadie me tenga lástima ni que me pongan una alfombra roja, pero que tampoco que me quiten lo mío». Aquel 29 de octubre pasó 24 horas tirada en el suelo, sin poder levantarse, porque Rafa y su padre habían salido a intentar salvar los coches y no pudieron ya regresar. Salió de casa después de 50 días pero la realidad, casi tres meses después, sigue siendo complicada. «Las aceras están impracticables. Esto es como una zona de guerra». El camino del colesterol, el que une los municipios afectados y que le permitía poder ver a su familia en Catarroja, sin depender de nadie está destrozado. Y ni hablar de acceder al ambulatorio. Ya nada es accesible.

Rosi se va buscando truquitos para poder desplazarse por la casa, mientras Laisa, la perra, la sigue vigilante. Sentada en la silla de ruedas, Trasto, que quiere protagonismo, se sube a sus hombros. Sentada ahí, riendo sin parar, agradecida por todas las personas que están a su lado, hay que suscribir las palabras de Carmen, su terapeuta. «Es admirable, tiene un corazón enorme». Ahora el colegio de terapeutas ocupacionales le va a comprar una cama articulada para ser más independiente porque no se puede levantar sola. Carmen es uno de los ángeles que se han cruzado estos días en su camino, también una voluntaria, Analía. «Y no te olvides de nombrar a mis hermanos, a mis sobrinas. Son mis niñas y las quiero con locura». Carmen contesta: «Tú sí has sido un regalo para mí».

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«La casa está a medias, y los obreros llevan una semana sin venir»

Manuel Ruiz Vecino de una planta baja inundada en Alfafar

«La casa está a medias, y los obreros llevan una semana sin venir»

No hay rastro de esperanza en la mirada de Manuel Ruiz, sentado en una silla donada, con ropa donada, rodeado de muebles donados y con las obras de reforma de su casa en el Parque Alcosa de Alfafar paradas. Cada mañana, Manuel, que tiene 65 años, que hace ya mucho se dedicó a la ebanistería, se coloca junto a la ventana abierta de par en par, mientras el frío húmedo se cuela hasta la médula como un okupa sin permiso. Da igual, los cinco grados que marca el termómetro afuera son los mismos de adentro, y en un rincón espera a ser desembalado un deshumificador que le ha donado la Cruz Roja. ¿Para qué, si no tiene luz? También hay una estufa de aceite, pero él dice que no tiene frío, que ya se ha acostumbrado a la corriente heladora que atraviesa la vivienda, que entra desde el rellano, donde la puerta sólo se cierra por la noche, y lo invade todo.

La vida de Manuel Ruiz no ha sido nada fácil y, de hecho, estaba en un programa de inclusión cuando la barrancada le obligó a huir de la planta baja donde ha vivido desde niño. «Dormí dos noches en el rellano de la escalera del primer piso». Después, una sobrina se lo llevó porque Manuel nunca se casó ni tuvo hijos. «Al día siguiente había vuelto. Yo quiero estar en mi casa». La misma a la que llegaron sus padres cuando emigraron desde Daimiel, allá donde nace el Guadiana, buscando un futuro para su hijo pequeño, que tenía tosferina y azúcar. Lo primero se curó, lo segundo se quedó. En una de las habitaciones hay un colchón en el suelo, en la esquina algunos cartones de leche, tabaco de liar y un rastro de pastillas para el corazón, la diabetes, el estómago... «Me tomo nueve al día».

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Los obreros han alcanzado a instalarle un suelo nuevo y a lucirle las paredes, pero todavía queda colocar los zócalos y cambiar las puertas y las ventanas, inservibles por el lodo que alcanzó casi dos metros de altura en este barrio de Alfafar. Pero nadie se ha presentado en casa de Manuel desde hace una semana, y se encoge de hombros porque no sabe cuál es el motivo. De lo que sí tiene certeza absoluta es de que las ayudas que ha recibido del Gobierno y de la Generalitat, 11.000 euros en total, no llegan para todo. «Sólo las ventanas cuestan cuatro mil». El dinero se acaba rápido.

Manuel Ruiz es de pocas palabras y menos visitas. De vez en cuando su hermano se acerca, y los dos se sientan junto a la ventana siempre abierta. A veces sale a dar una vuelta. Sólo se le ilumina la cara cuando se acuerda de los jóvenes que le ayudaron a limpiar, también de sus agapurnis, que se ahogaron. Se los encontró juntos. «Parecía que se estuvieran riendo». Un pequeño pájaro donado por un voluntario le hace compañía. Le ha puesto de nombre Boliche. «Es que yo no me he tomado la vida muy en serio...», parece excusarse.

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«No volveremos a abrir la carnicería. No vale la pena ya»

Paula Martínez Propietaria de un negocio destruido en Paiporta

«No volveremos a abrir la carnicería. No vale la pena ya»

Cuando Paula Martínez mira a su alrededor todavía se acuerda de la ilusión con la que hace siete años decidieron abrir, ella y su hermano, una carnicería. «Para mí, la mejor del pueblo», interviene Pilar, la peluquera del local contiguo. Hijos de carniceros, tenían el oficio, así que arrendaron un local en la calle Constitución de Paiporta, a un centenar de metros del barranco. Hasta el 29 de octubre. Aquel día, Paula se acercó a la carnicería por la tarde «para ir adelantando faena» -sólo abrían al público por la mañana- y cuando avisaron de que el barranco se había desbordado, «me puse, ignorante de mí, a subir cosas para no tener tanto que hacer al día siguiente». Su relato pone el vello de punta, porque para salvar la vida tuvo que trepar a lo alto de una estantería -«menos mal que mi hermano hace las cosas muy bien y aguantó mi peso»- y allí estuvo durante seis horas y media. Primero boca abajo, hasta que le entraron rampas y retiró el falso techo para poder sentarse y sacar la cabeza. «Vi levitar un mostrador de seis metros, le dije adiós al jamonero... Hablaba sola y no podía dejar de pensar si mi hijo había llegado a salir a buscarme, si había quedado atrapado él también». Todavía está, atornillada contra la pared, la estantería que le permitió salvarse, lo único que ha quedado en pie. «La puerta de la cámara ni siquiera ha aparecido». Cuando el agua bajó, un vecino le lanzó una manguera y pudieron rescatarla, pero aquellas horas de angustia, de pensar que a su vida le quedaba poco recorrido, le ha dado la vuelta como un calcetín a sus prioridades. «Ya no tengo apego a nada material, lo que he vivido ha sido un antes y un después en mi vida». Y eso que su carnicería daba gusto verla, con una clientela fiel que les había permitido cumplir su sueño. «Pero no tiene sentido volver. Necesitamos cien mil euros para reconstruirla. Es imposible». Paula ya lo ha asumido y está buscando trabajo, de lotera o de carnicera, los dos oficios que aprendió. Le da igual. Lo que le permita llegar a la edad de jubilación sin tener que volver a pedir un préstamo y empezar de cero para levantar un desastre que les ha pillado mayores.

Pero Paula no para de reír. Incluso cuando cuenta las horas más críticas. También durante el relato de un presente complicado, con sus padres viviendo en su casa después de haber perdido la suya. «No les ha quedado nada, pero todo se arreglará. Estamos vivos, y eso es lo importante». Pilar, la peluquera que sí volverá a abrir su negocio, augura un futuro negro en el barrio. «Paula no abre, tampoco lo hará la Jijonenca, Druni ya ha dicho que se va...». Eran negocios en locales alquilados y, ¿quién asume el coste de la vuelta a empezar? Paula se da una vuelta por el bajo vacío, y todavía recupera un gancho para colgar la carne.

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«Necesito las fuerzas para luchar y que se haga justicia. Por mi padre»

Rosa María Álvarez Hija de una víctima de la dana en Catarroja

«Necesito las fuerzas para luchar y que se haga justicia. Por mi padre»

Cuando Rosa María Álvarez se asoma por la ventana de la cocina, todavía le parece estar viendo a su padre, Manuel, caminando hacia su casa. «Venía dos o tres veces al día, nos hacía la comida, nos íbamos juntos a pasear a Kira, cuidaba de su única nieta... Mi hija -Aitana, se llama- decía que era hiperactivo». Rosa se ha vestido para atender a LAS PROVINCIAS porque en realidad lleva diez días sin salir, convaleciente de una neumonía bilateral por la que estuvieron a punto de ingresarla. La doctora le ha dicho que seguramente es producto de una bajada de defensas. «He perdido tres o cuatro kilos en este tiempo, y como no llegaba ni a los cincuenta...». Se tiene que vestir a capas, y el día de la manifestación, la misma en la que Aitana llevaba un cartel donde se podía leer: 'Heu matat al meu iaio', se le metió el frío en los huesos. Pero Rosa está, sobre todo, cabreada. Mucho. «Yo me compré el piso aquí para estar cerca de mis padres; soy hija única y siempre he estado muy apegada a ellos». Su madre murió de cáncer hace años, su padre lo hizo el pasado 29 de octubre cuando fue arrastrado por el agua y encontrado 400 metros más abajo, después de que la pared medianera de su casa reventara. «Si nos hubieran avisado se hubiera quedado aquí». Rosa vive en un tercer piso que todavía no tiene ascensor y donde los timbres no funcionan.

Para Rosa, los peores días son los miércoles, cuando su marido, farmacéutico, tiene que trabajar y su hija se va a la biblioteca a estudiar. «Aparento ser muy fuerte, pero estoy mal. Lo lloro sola». Su psicóloga le dice que todavía no ha atravesado el duelo, y que tiene que estar preparada. «Mi padre era una persona muy singular, un barbero que, burlas del destino, patentó varios sistemas para prevenir inundaciones. «Donde esté, aunque sea dentro de mí, sé que estará tan enfadado como yo». Por el convencimiento de que se podría haber prevenido, Rosa está dispuesta a ir por la vía penal, porque «tengo clarísimo que la muerte de mi padre no va a quedar impune. Mis padres fueron muy luchadores y yo lo mamé».

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Rosa, que se disculpa en algún momento de la charla porque a veces se queda en blanco, retrocede a su juventud, a la época en que tenía que elegir una carrera universitaria. «Mi madre me sugirió que estudiara Magisterio porque fue una carrera que ella no pudo acabar, y yo le dije que no. Tenía entonces diecisiete años y le contesté: 'Es que yo quiero transformar la sociedad'». Y esa fuerza se mantiene intacta en sus ojos, ahora empujada por la furia y el dolor de la muerte de su padre. «Justo esta semana ha cumplido 81 años». Lo dice en presente, como si todavía siguiera vivo, como si el 29 de octubre se pudiera borrar como una frase escrita a lápiz. «No nos avisaron».

«Me han prometido ayuda pero aquí todavía no ha venido nadie»

Manuel Planells Agricultor de Sedaví que ha perdido un invernadero

«Me han prometido ayuda pero aquí todavía no ha venido nadie»

Queda todo por hacer al otro lado de la pista de Silla, donde se acaban los polígonos, las zonas comerciales y la vida del primer mundo. Donde se ha centrado la reconstrucción. Con el ruido de fondo de los vehículos que discurren por la pista de Silla, Manuel Planells contempla con pesar el estado en el que ha quedado su invernadero, una estructura que ahora es un amasijo de hierros inservibles, que se han mezclado con varios contenedores de obra, algunos de basura, palés e incluso una nevera, que a saber de dónde llegó. Ni la valla perimetral quedó en pie, arrastrada por la fuerza de la barrancada.

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Pero a pesar de que apenas hay cien metros hasta llegar a la autovía aquí no ha llegado la ayuda. «Tragsa me ha prometido que vendrán a desmontar la estructura y a llevársela». Va a ser necesario mucha maquinaria y mano de obra especializada para hacerlo. Tres meses después, Manuel Planells sigue esperando, y respira, con algo de fatalismo, porque al menos no se trataba de su actividad principal. Por suerte, su trabajo sigue intacto como secretario de la Comunidad de Regantes de la Acequia del Oro, la que riega los arrozales de la zona. «En la acequia se han contabilizado unos daños por valor de más de un millón de euros en las infraestructuras», asegura Manuel, que habla de cómo las motas, que permiten mantener en seco los arrozales, han desaparecido y hay que volver a reconstruirlas con urgencia para poder cultivar el año próximo.

Para este técnico agrícola, el invernadero, que construyó hace casi treinta años, era un orgullo. En él había plantado de todo, desde tomates o pimientos hasta kiwis. «La primavera pasada decidí probar con el garrofón, y por los bajos precios lo tenía almacenado para venderlo en seco». Señala una nave contigua. «No ha sobrevivido nada, ni el invernadero ni la cosecha».

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Si Manuel Planells se decidiera a volver a levantar el invernadero el presupuesto alcanza los 50.000 euros. Demasiado. Está cansado, sobre todo porque estos últimos tres meses han sido complicados, después de perder un coche, una moto y su propia planta baja, en la calle Colón de Sedaví. «No se me olvidará en mi vida la imagen del día después».

Lidia además con los daños que han afectado a tantos regantes, porque es delegado de la Asociación Valenciana de Agricultores (AVA) en Sedaví. «Al menos para nadie son ya las tierras su actividad principal». Le toca ahora a Manuel replantearse algunas cosas, porque ya su mujer le reclamaba más atención. «Yo lo hago porque me gusta mucho trabajar la tierra». Y ese es el problema, que los cultivos que quedan en estas tierras que lindan con la llamada Acequia del Oro por su valía ya no rentaban. Y ahora menos.

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«Mis hijos me prohibieron bajar. Yo no tenía que haber vivido esto»

María de la Encarnación Vecina que ha perdido su casa centenaria en Paiporta

«Mis hijos me prohibieron bajar. Yo no tenía que haber vivido esto»

A María ya casi no le quedan lágrimas que llorar ni palabras para agradecer todo el apoyo que ha recibido en estos casi tres meses, desde aquel 29 de octubre cuando se sentó en su sillón después de arreglar la cocina para ver la novela, mientras le comentaba a su hijo, el que vive con ella: «Mira qué exagerada es tu hermana, que dice que nos subamos arriba». Cinco minutos transcurrieron hasta que su hijo se acercó a la puerta y vio un lomo de agua que ya arrastraba coches. «Me dio tiempo a apagar la tele y a coger las gafas y las cosas que tengo siempre a mano en una cajita. Quería ir a la habitación a por algo de dinero pero si llego a ir no lo contamos, ni mi hijo ni yo, porque él no se hubiera subido sin mí».

La lágrima cae silenciosa mientras cuenta cómo sacó fuerzas de donde no sabía que tenía, con 91 años y recién operada del corazón, cuando la puerta reventó y su hijo quedó atrapado. Ella le salvó, y arriba, en una planta superior que no estaba acondicionada para vivir, se las apañan como pueden. «Hoy me ha llegado una cocina, aquí sí podré hacer alguna paellita». A su edad es completamente autónoma, aunque reconoce que tiene sus limitaciones. «Me duelen los huesos». Estuvo más de un mes sin bajar. «Me lo tenían prohibido mis hijos. '¿Para qué quieres ver nada? Todo se arreglará', me decían». Hasta que un día que no había nadie bajó poco a poco la empinada escalera y vio el desastre... «No ha quedado nada», y otra lágrima rueda lentamente.

María ha tenido mucha ayuda. Muchísima. Una joven a la que ni siquiera conocía, Nathalie, le abrió una cuenta de Instagram, 'María nos necesita'. El resultado ha sido una avalancha de voluntariado para que esta mujer, que no ha conocido otra casa que la que ha perdido, que construyó su padre, decorada con las pinturas de su marido ya fallecido -«era un artista increíble»-, pueda regresar. No sólo eso. En los vídeos que Nathalie ha ido subiendo a la cuenta se puede ver, por ejemplo, a un grupo de voluntarios que le organizaron un cumpleaños sorpresa, o cómo se va avanzando en la reconstrucción. Esta semana unos especialistas en restauración intentaban salvar algunas de las pinturas de las paredes, conscientes de que la humedad está por todas partes.

El día en que conocemos a María, una terapeuta y una asistenta social la visitan. «Ha desarrollado síntomas de depresión y la estamos acompañando», dice en un aparte Carmen, mientras María, animosa, asegura que no le hace falta ir al psicólogo, que tiene ya mucha gente que la visita. Y lo que le escuchan decir es que ella, que ha vivido guerras, que sufrió otra riada estando embarazada, no había padecido nunca algo igual. «Yo ya no tenía que haber visto esto».

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