Estos días mi madre ha tenido que pasar por el 'taller' médico. Un susto que parece superado tras dejar el hospital. Pero como todas las ... vivencias, te dejan poso. Moraleja vital. Reflexiones. Como la de la enorme importancia que los abuelos tienen para sus nietos. Mi hijo mayor (13 años) se angustia cada vez que alguno de los suyos tiene un bache. Ya sufrió hace apenas unos meses la pérdida de su abuelo Diego. El pequeño (10 años) es más sufrido, más 'pa dentro', que dicen en el pueblo. El otro día sufrió más que Perico Delgado en los nueve kilómetros de solana en bici entre Piqueras y Valera. Sin apenas un mal chopo de sombra. Un amigo se tiró a llorar sobre el asfalto, cual Pantani derrotado, en una de las paradas. Mi hijo pequeño venía el último. Apretó los labios al parar. Frunció el ceño. Y apenas dejó escapar dos lagrimones a lo dibujos japoneses, contagiado por el llanto del colega. Pero el mayor es más sentido, y ya empieza a sentir en sus carnes lo que significan los abuelos. El último cordón umbilical que nos ata a la infancia. Perderlos acaba siendo decir adiós al niño que llevamos dentro. Y eso duele.
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Perder a un padre debe ser muy duro. Aún no he pasado por ese trance, y Dios quiera que tarde en hacerlo. La marcha de mi suegro fue algo parecido. Pero mientras el adiós de un padre o una madre es un batacazo de realidad, un golpetazo con la finita existencia, cuando un abuelo deja de estar es como la puntilla a la inocencia de los primeros años. El último suspiro de una etapa de veranos eternos, tardes de bocata de choped, noches estrelladas sin techos encima y enseñanzas eternas a pie de parra.
Yo recuerdo como en un Cinexin la muerte de mis cuatro abuelos. Pero sobre todo rememoro sus vidas, las estampas que me dejaron en el alma, las lecciones que llevo en el corazón. Mi abuela Marciana fue la primera. En el hospital, que ojalá no existieran nunca como lecho de muerte. Tristes, fríos y ajenos. Pero yo la recuerdo a mi lado mientras yo devoraba su potaje con rellenos. Ella no hacía nada. Sólo me miraba. Disfrutaba viendo cómo me alimentaba. Me ofrecía solícita «¿un chorizo, o una morcilla o una magra?» después de haberme comido yo dos rajas de sandia. La viva estampa de la entrega por los demás. Después se marchó su marido, mi abuelo Florentino. En la cama, mientras dormía, el sueño de cualquiera. Hasta el último día salía de casa de mis padres con el cigarrito en boca. Suyo fue uno de los virus de mi vida: el de la lectura y los periódicos. A mediodía corría en la casa del pueblo para llegar antes que él a por el ABC que traía la cartera. Él me enseñó la grandeza de la soledad bien disfrutada, el placer de las letras.
Más tarde le tocó el turno a mi abuelo Demetrio. Una víspera de Todos los Santos, mientras limpiaba el cementerio con una azada. Allí se desplomó, ironías de la vida en una de las personas más vivas que he conocido jamás. Él me lo enseñó casi todo: a ser como soy, a respetar, a querer a los míos. A defender siempre la familia. Y me arregló mil veces la cadena de la bici. Y me riñó cuando hacía el gamberro. Y me tomó como confesor de sus temores de abuelo, de nieto a casi hijo. La última fue mi abuela Felicitas. Tras años encamada, una tortura para ella y para mi madre. Nunca he visto a nadie ver menos y correr más por la casa para ponerle la bolsa de agua caliente en la cama o hacer una tortilla de patatas de cuatro dedos de alto. La viva estampa de desvivirse por los otros. Los abuelos se van, su ejemplo es eterno.
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