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Miró el mequetrefe el calendario, pensó que ésta era la suya y emplató la madre de todas las inocentadas. Fingiría su propia desaparición, que en la noche del 27 no había regresado a casa. El teléfono apagado durante las horas críticas empaparía de verosimilitud la historia y varios compinches malasombra la viralizarían en instagram. «¿Dónde está Hugo?». Jugada maestra. Los amigos, angustiados ante la amenaza de drama, escrutaban sus últimas conversaciones en busca de fisuras emocionales, elucubraban, y sólo los valientes se atrevían a marcar los nueve dígitos que conducían hasta el ausente. Superada la cuarentena el teléfono al fin sonaba, y ahora del otro lado llegaba la risa de un idiota. ¡Inocentes! La broma de mal gusto, pergeñada hace unos días y especialmente cruel en los tiempos que corren, resulta sintomática. La realidad entumece nuestra capacidad de sorpresa, ya nada parece imposible y el futuro es de los desaprensivos dispuestos a todo para llamar la atención. Menos mal que la prensa abandonó su hábito de publicar inocentadas el 28 de diciembre. En esta coyuntura, ¿qué ingenioso embuste colaríamos? ¿Que una profeta de dieciséis años llegada en catamarán marca el paso en una cumbre política mundial? ¿Que en la era de la globalización la convivencia se desangra entre himnos y fronteras? ¿Que a nuestras instituciones les cuesta más felicitar la Navidad que el año nuevo chino? ¿Que dos meses le bastan a un prestidigitador en La Moncloa para convertir el 'insomnio' en 'progreso'? ¿Que si Rajoy vivía en un plasma bien podría ser Sánchez un holograma, conocido su partido como el de la rosa, pero de los vientos, a los que se adapta con exquisita aerodinámica? ¿Que una mano cachonda meterá la bola de la investidura en los bombos del Sorteo del Niño? Inabarcable tarea la de buscar inocentes cuando vivimos todos atrapados en una chirigota.
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