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Cacería de novatos

ROSEBUD ·

La sociedad arrinconó conductas que ahora la ley al fin sanciona

Antonio Badillo

Valencia

Miércoles, 15 de septiembre 2021, 01:49

El ritual siempre era el mismo. Hordas de macarras, eufóricos ante otro pelotón de novatos al que humillar, se apostaban en los accesos del instituto portando los huevos dejados pudrir con la paciencia del buen torturador. Por algún extraño cortocircuito evolutivo, pisotear al frágil forma ... parte de los placeres humanos, y participaban de aquel festín tanto adolescentes en desahogo hormonal, poco mayores que sus víctimas, como repetidores profesionales a quienes su callejón sin salida llamado BUP y COU ofrecía un selecto manjar al inicio de cada curso. Mi condición de retaco me condenó a vivir varios años el espectáculo en el bando perdedor. Con la cabeza a escaso metro y medio de los pies, imposible convencer a aquellos cafres de que la edad me eximía del cadalso. ¿Qué es mejor, la guillotina?, habría replicado como Pepe Isbert en 'El verdugo' el más modoso de esos orcos antes de proceder a mi rebozado anual. La primera vez comí huevo a cascoporro, la segunda lo hubiera evitado de no engancharse los venerados Levi's etiqueta roja en un pincho del portalón trasero por el que pretendía huir, y antes de que llegara la tercera di con la solución. Trabé amistad con un auténtico armario ropero, apuntes y boletos para un aprobado raspadito a cambio de inmunidad, y gracias a aquella simbiosis granuja -tú mi Kevin Costner, yo tu Whitney Houston y hasta te canto el 'I will always love you'- el canijo que me albergaba salió al fin del instituto por la puerta grande mientras los huevos sobrevolaban su cabeza para estrellarse en la fachada y dejar las calles a punto de nieve, a la espera de que las lluvias disiparan la mugre y el hedor. Cosas de críos, asumían resignados los padres, y los policías y profesores que hacían la vista gorda ante lo que no era un caso aislado. En los patios de EGB se armaba caballeros a los débiles. Al menos dos mocosos estiraban de cada pierna y un quinto sostenía en el aire al elegido, ariete con el que luego embestían contra el árbol más próximo sin dejar al despatarrado otra opción que contorsionarse para agitar la diana y minimizar daños. Nunca agradecí lo suficiente a los curas de mi infancia su autóctona apuesta por plantar cítricos en lugar de recias palmeras. Mientras, en Agrónomos se marcaba al novato con una be de borrego sobre la mejilla, forzándole a realizar todo tipo de prácticas denigrantes como frugal aperitivo del escarnio que le aguardaba en el colegio mayor. Por suerte la sociedad maduró hasta arrinconar conductas que ahora, cuatro décadas después, la ley de convivencia universitaria al fin sanciona. Aunque a tarascadas, avanzamos; eso renueva la fe en la especie humana. Y cuando de la tribu tira un tipo como el ministro Castells, incluso en los milagros.

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